La neuroeducación consiste en la aplicación de los descubrimientos de las neurociencias al campo del aprendizaje y los métodos de enseñanza. Conociendo cómo actúa nuestro cerebro, qué es lo que le hace aprender y qué lo que le bloquea; sabiendo cómo madura y cuál es el momento más adecuado para cada aprendizaje, se podrían diseñar métodos de enseñanza y un sistema educativo considerablemente mejores que los que tenemos ahora. De ahí las grandes expectativas que se depositan en ella.
Pero la neuroeducación se mueve en un terreno resbaladizo, propicio al espectáculo y el sensacionalismo. La reverencia que se tiene por la Ciencia, el uso de su terminología fuera de contexto, la falta de formación, los malos libros de divulgación y la necesidad de encontrar recetas puede conducir a decisiones que no tienen el soporte científico que se les supone.
La ciencia otorga respetabilidad, por eso se utiliza para reforzar un argumento, que se presupone veraz al venir avalado por las evidencias científicas. Pero, como sucede con el uso que se hace de las estadísticas, los datos pueden sesgarse, distorsionarse o presentarse de modo que se ajusten a nuestras conveniencias.
Por ejemplo, hace un par de años aparecieron en la prensa distintos artículos en los que se afirmaba que el cerebro bilingüe, o multilingüe, no es igual que el monolingüe. Según estos artículos, hablar más de una lengua hace que el cerebro trabaje de forma distinta, lo que se traduce en mentes más flexibles, con mayor capacidad de atención y concentración, con más memoria y más protegidas frente el deterioro cognitivo que supone la vejez. En consecuencia, aprender simultáneamente dos o más idiomas tiene beneficios evidentes.
Este mensaje, sin matizar, es suficiente para construir un discurso que justifique una decisión educativa; en este caso, la implantación escolar del bilingüismo desde la infancia. Aunque esta decisión se hubiera tomado inicialmente por su rentabilidad política y los argumentos que se manejaron en su momento fueran la globalización de los mercados y la necesidad de cualificación de nuestros hijos en un futuro competitivo.
Pero son necesarios los matices. Porque no es lo mismo aprender dos idiomas de manera natural, en un entorno donde las dos lenguas se utilizan indistintamente, que aprenderlo de manera forzada; no es lo mismo que quien nos habla domine realmente un idioma a que lo haga un docente habilitado.
Resulta, además, que los datos no son concluyentes y dejan muchos interrogantes por resolver. No está claro si las destrezas que reporta el bilingüismo también se adquieren cuando el segundo idioma se aprende más tarde, no simultáneamente, ni si se pierden cuando uno de los dos idiomas apenas se utiliza. Tampoco se sabe si es mejor aprender unos idiomas que otros, ni si todas las posibles combinaciones de idiomas proporcionan los mismos beneficios.
Según lo que se aprenda el cerebro se construye de una u otra manera, pero según cómo se aprenda también. Posiblemente, las áreas que se activan al adquirir una nueva lengua no sean las mismas para todas las personas, ni para todos los idiomas y todos los momentos en los que se aprenden. Cada cerebro actúa de una manera para responder a lo que se le está demandando en cada momento concreto. Y queda por determinar si lo que puede ser bueno para algunos resulta perjudicial para otros; queda por conocer si las habilidades que se adquieren tienen un precio, si por acceder a ellas se está renunciando a otras.
Cuando se interpretan erróneamente los datos científicos sobre cómo funciona el cerebro y esta interpretación errónea se aplica a la enseñanza, aparece un neuromito. Y basándose en ese neuromito se diseña una técnica, un atajo que supuestamente nos vuelve más capaces e inteligentes. Por ejemplo, el hecho de que en los primeros años de vida se establece una enorme cantidad de sinapsis, muchas de las cuales se pierden posteriormente, y que el ambiente incide en esta proliferación, ha llevado a la conclusión de que se tiene que aprovechar esta exuberancia y someter a los niños a todo tipo de estimulaciones tempranas. Todo ello obviando los riesgos de la sobreexcitación, así como el tiempo que el cerebro necesita para madurar.
El mito del desarrollo sináptico y el ambiente enriquecido no es el único. También son neuromitos muy establecidos el de la existencia de períodos críticos para el aprendizaje y el de la dominancia de un hemisferio cerebral sobre el otro.
Como es bien sabido, nuestro cerebro se divide en dos hemisferios, el izquierdo y el derecho, que están unidos por el cuerpo calloso. El hemisferio izquierdo controla el lado derecho del cuerpo mientras que el hemisferio derecho controla el lado izquierdo. Distintas observaciones parecían establecer una relación entre el daño en uno de los hemisferios y la alteración en el comportamiento de los afectados; las lesiones en el hemisferio izquierdo se correspondían con dificultades en el habla, mientras que las lesiones en el derecho venían acompañadas de problemas en el reconocimiento de las emociones o bien con la orientación espacial.
De estas observaciones se pasó a afirmar que los hemisferios se comportaban como si hubiera un reparto de funciones. El hemisferio izquierdo se ocupaba de las tareas lógicas y verbales, de la planificación y la verbalización, mientras que el hemisferio derecho era el responsable de las tareas visuales, espaciales, artísticas y otras relacionadas con la creatividad.
Parece que esta división de funciones es un dogma establecido entre los educadores y el público en general. Dos personalidades en una misma cabeza; una analítica, racional y calculadora y otra analógica, artística y creativa. Incluso se llegó a sugerir la diferencia entre el cerebro occidental y el oriental, afirmando que los occidentales utilizaban prioritariamente la mitad izquierda de sus cerebros, mientras que los orientales empleaban la derecha. Se había encontrado un fundamento fisiológico al dualismo entre razón e intuición.
Trasladada esta idea a la escuela occidental, para compensar este desequilibrio era necesario introducir nuevos métodos de enseñanza; había que incorporar enseñanzas y actividades específicas para cada hemisferio y, sobre todo, aumentar aquellas que demandaran el uso del hemisferio derecho.
Y es cierto que existe un desequilibrio, que en la escuela hay preponderancia de un tipo de actividades sobre el otro. Pero el sustento científico que lo explica es, cuanto menos, dudoso, es una mala interpretación de los datos. No hay evidencias científicas que correlacionen la creatividad con la actividad del hemisferio derecho, como tampoco las hay de que el hemisferio izquierdo sea el asiento de la aritmética o de la lectura.
Sin embargo, los estudios de neuroimagenes permiten observar qué regiones cerebrales se activan con determinados estímulos o al realizar determinadas tareas, lo que proporciona indicios de cuáles son las posibles funciones que desarrolla cada región y el cerebro en general. Y este tipo de observaciones parecen indicar que, más que diferenciarse en las funciones que realizan, los hemisferios se diferencian en la forma en que trabajan, en su estilo. El hemisferio izquierdo está más pendiente de los detalles mientras que el derecho atiende a las generalidades. Pero sus acciones son complementarias, necesarias ambas para conseguir el resultado final.
Los dos hemisferios se activan para identificar las cifras, los dos se activan al decodificar las palabras escritas. En los dos procesos hay forma y significado. En cuanto a la ubicación espacial, el hemisferio izquierdo es más hábil distinguiendo entre arriba y abajo, o entre la izquierda y la derecha, pero el hemisferio izquierdo es mucho mejor estimando las distancias. En todos los casos, las dos áreas trabajan juntas.
Es cierto que algunas funciones cognitivas, como el lenguaje y el razonamiento lógico, requieren de una mayor actividad en uno de los hemisferios cerebrales, pero eso no implica que una de las dos mitades sea más racional. En tareas donde se necesita la lógica y el orden se necesitan las dos mitades del cerebro para poder ejecutar adecuadamente estas funciones. Es cierto que existen asimetrías funcionales entre los hemisferios, pero ambos trabajan juntos, siempre se requiere que los dos hemisferios actúen simultáneamente. Incluso cabría preguntarse si esta asimetría no es cultural, no es el resultado de una forma concreta de educación.
En todo caso una persona no es más creativa porque su hemisferio derecho sea el predominante o el que es más activo. No es una cuestión anatómica sino de uso. La creatividad no se aumenta en detrimento de la lógica. Del mismo modo que el análisis no se desarrolla pagando el precio de la creatividad. Ambas se empobrecen cuando faltan la una o la otra.
Aunque las neurociencias son ciencias de la complejidad, todavía no se han desembarazado de nuestra tendencia reduccionista, aquella que encadena causas con efectos y vincula cada pieza con su función. El pensamiento es complejo y el funcionamiento cerebral también lo es. Hay otros componentes del pensar además de la razón, y la mayoría de ellos son desconocidos, tienen una localización difusa o se producen en partes de nuestro organismo muy alejadas de la cabeza. Hacer responsable al cerebro de todo lo que se aprende también es un neuromito.
Muchos de los recientes descubrimientos sobre el aprendizaje vienen a confirmar lo que intuitivamente ya se sabía. Por ejemplo, que se aprende mejor cuando el aprendizaje es placentero. Al parecer, este placer está relacionado con la producción de dopamina, un neurotransmisor. Si la dopamina falta el aprendizaje es más lento. Y la liberación de la dopamina está relacionada con tener éxito, con que se cumplan nuestras expectativas. La dopamina es la recompensa y la posibilidad de obtenerla parece que mejora los resultados. Estos datos aislados, que no informan sobre lo que sucede cuando la dopamina se produce en exceso, corroboran lo necesaria que es la motivación, pero no nos dicen nada sobre las maneras lícitas y no lícitas de motivar.
No se debe construir una corriente pedagógica a partir de estudios aislados y sesgados, aunque parezca que apuntan en la misma dirección. Pero esto es lo que está sucediendo con la educación emocional, la estimulación temprana, el coaching y tantas otras corrientes y técnicas que, explotando una necesidad, se están extendiendo entre academias, supuestos especialistas, conferenciantes, políticos y demás oportunistas que quieren subirse al carro de la innovación y encontrar su hueco en el mercado.
Las aportaciones de las neurociencias a la educación son indudables y no pueden ni deben ignorarse. La educación no puede continuar siendo la misma cuando ya se sabe con bastante certeza que el cerebro se construye a sí mismo según piensa, que las emociones afectan a la capacidad de razonamiento, que el cerebro y el cuerpo se necesitan mutuamente para aprender, que hay distintos sistemas de memoria, que el sueño es esencial para la consolidación de los aprendizajes y tantos otros descubrimientos.
La neuroeducación es una disciplina que, sin duda, mejorará la práctica educativa. Pero se trata de acercar sus aportaciones a los educadores, no de transformarlos en técnicos que apliquen leyes empíricas. Se trata de que la investigación educativa sea un trabajo interdisciplinar, en el que los implicados eviten que las nuevas aportaciones se utilicen de manera parcial e interesada, adaptándolas a nuestras conveniencias. El cambio de modelo educativo es una urgencia, pero no solo hay razones científicas que lo justifican. La pedagogía es un arte y una ciencia muy antigua.
La PNL ya habló de esto: los diversos modos de aprendizaje.
Muy buen artículo, cada vez constato más firmemente que vivimos en un mundo en cambio constante y que todo está por aprender. Como leí ayer en un tuit. La inteligencia es un circulo cerrado, cuando te pasas de listo vuelves a ser tonto.