Portugal lleva años con una política de bajada de impuestos (iniciada por un gobierno socialista y continuada por el actual gobierno conservador) y, sin embargo, ¡oh milagro! en 2023 tuvo un superávit del 1,2% y prevé que en los próximos años se mantenga ese superávit en el 0,2% o el 0,3%. Esto quiere decir que, cada año, Portugal recauda más dinero del que gasta. Y, por cierto, piensa usar el superávit para aumentar el gasto en educación, sanidad y policía; y continuar con la rebaja de impuestos a las empresas y a la juventud.
Ahora comparémoslo con España donde, a pesar de la continua subida de impuestos, el déficit público fue de 4,7% en 2022 y de 3,9% en 2023 (según datos comunicados por el Gobierno a la UE). Y siendo verdad que España crece, lo cierto es que la inversión privada ha caído en 1,4% (en la UE ha subido un 1,4%) y el gasto privado se ha estancado. Sin embargo, el gasto público ha aumentado en un 13,5% (cuando en el resto de Europa se está tratando de contener).
Una consecuencia directa de esta política fiscal en España es el anuncio de empresas energéticas (Cepsa o Repsol) de suspender inversiones mil millonarias que tenían previstas en España, para trasladarlas a otros países con mejor fiscalidad.
Y podéis preguntaros ¿a mí esto cómo me afecta? O podéis pensar: a mí me parece bien que paguen los ricos y el Estado distribuya el dinero entre los desfavorecidos.
Pero no os engañéis, todo tiene un coste. Que las empresas no inviertan en España supone que se creen menos puestos de trabajo y que más gente tenga que vivir del empleo público o de las ayudas del Estado.
En principio, el Estado no genera riqueza, sino que saca el dinero de las rentas que obtienen las personas y las empresas con su actividad económica. Y el aumento de impuestos hace que el dinero del que disponen personas y empresas para gastar e invertir sea cada vez menor, por lo que, con los mismos tipos impositivos, la cantidad recaudada puede empezar a disminuir y los políticos tienen que aumentar los impuestos para recaudar lo mismo.
Entramos así en un círculo vicioso en el que suben los impuestos, para mantener la recaudación que se obtiene de un sector privado cada vez más reducido y deprimido.
Y claro que esto nos afecta: caminamos hacia una sociedad más empobrecida y, sobre todo, más dependiente de la ayuda que otorga el Estado. La sensación que se transmite es que no podemos valernos por nosotros mismos y necesitamos de los políticos para que nos den una paga que nos infantiliza. Obviamente, esto genera una dependencia cada vez mayor del Estado y una sensación de que vivimos por su gracia.
Por otro lado, cuanto más poder económico controla el Estado (cualquiera) mayores son los riesgos de corrupción en la utilización de tales fondos.
La democracia en el mundo occidental surgió bajo el lema no taxation without representation, como un grito frente al poder del Monarca Absoluto de quitarle el dinero a los ciudadanos mediante subidas de impuestos. Ahora, con la engañifla de que hacienda somos todos, parece que tenemos que aceptar con gozo las continuas subidas de impuestos que empobrecen a personas y empresas y nutren al Estado.
Camino de servidumbre fue el título que dio Hayek al libro que se ha convertido en la Biblia del liberalismo y que ya advertía en 1944 de que cuanto más poder damos al Leviatán estatal, más débil y sometido estará el individuo. Y personas debilitadas y sujetas a una gran superestructura omnipotente, no parece el mejor escenario para la evolución de las democracias.