Esta forma de economizar los gastos de los regalos, importada de Centroeuropa, no deja de ser una pequeña trampa, que es un truco y una fórmula al uso que a todos conviene menos, en todo caso, al destinatario del obsequio.
No está bien definido, porque todos los amigos que cualquier ser humano tiene están perfectamente identificados, y ostentan esa condición de amistad a partir de una elección personal y directa, y nunca proceden del desconocimiento ni del azar. En el anonimato no existe la amistad.
Tampoco la invisibilidad pertenece a las cualidades humanas. Se podría decir oculto, opaco o secreto, pero no invisible. Invisibles solo son los ángeles, por ejemplo, y será imprescindible creer en ellos. Visto así de esta manera, debería denominarse el “regalo oculto” o similar.
Quitándole el tamiz poético al término, se trata de ahorrar costes en un tiempo dominado por el consumo, no queriendo quedar demasiado mal con la persona receptora, y evitarle el mal trago de quedarse sin su pequeña satisfacción, y que los que aportan económicamente para ello hagan el menor desembolso posible.
En estos tiempos de Navidad, la locura del consumo alcanza su máxima expresión, tanto en lo colectivo como en lo económico. ¡A quién se le va a ocurrir no regalar algo que suponga una compra, y que va a pensar el regalado si el obsequio no ha supuesto un pago! Esta totalmente instalado que todo ello debe suponer consumir y desembolsar. Se imaginan regalar un poema, una carta, o un libro usado con algún significado especial; o una pintura, una idea bonita, o la lectura de unas letras destinadas al homenajeado. Inmediatamente seremos sospechosos de miserables. En cambio con este sistema del amigo invisible, la dosis de miseria se reparten en cuotas equitativas, tantas cuánto tantos participen, tanta cómo para hacerla digerible, tan disimulable en conjunto como para hacer de la hipocresía un asunto solo de tontos.
¿Hay algo más cutre que esto?