Esta semana nos ha sorprendido la noticia poco frecuente de una huelga de jueces y fiscales. Choca que, en cuerpos relativamente poco movilizados, hubiera un seguimiento de alrededor del 60% o que incluso apoyaran la huelga hasta 30 magistrados del Tribunal Supremo y un buen número de presidentes de Tribunales Superiores de Justicia.
Entre otras reivindicaciones relativas a su carrera profesional, reclamaban mayor independencia para el poder judicial. ¿Es que los jueces no son independientes? ¿No dice la Constitución eso de que la justicia emana del pueblo y se administra por jueces y magistrados independientes y sometidos únicamente al imperio de la ley?
En el antiguo régimen de las monarquías absolutas el rey hace la ley (poder legislativo), dirige la administración, la policía y el ejército (poder ejecutivo) y “castiga los crímenes o decide las contiendas de los particulares” (poder judicial), como escribía Montesquieu en “El espíritu de las Leyes”.
Desde la Revolución francesa, la división de poderes se considera esencial en toda democracia, hasta el punto que la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 señalaba que una sociedad sin “separación de poderes, carece de Constitución”.
¿Tiene España en ese sentido Constitución?
Hoy la división de poderes no se entiende en el sentido revolucionario de una absoluta separación, admitiéndose la colaboración del Ejecutivo en funciones propias del Legislativo. Sin embargo, lo que se trata de mantener a rajatabla es la absoluta independencia del poder judicial. Y esto ha de ser así sencillamente porque el juez debe actuar con sometimiento únicamente a la Constitución y a las leyes -expresión de la soberanía popular- y es el garante de que los otros poderes se mantengan dentro de la ley. Es decir, que respeten las reglas del juego. En este sentido el juez es la garantía del ciudadano frente a eventuales abusos o arbitrariedades de los otros poderes del Estado. Pero no sólo eso, también debe asegurar el respeto a los derechos de los ciudadanos en sus relaciones con otros, cualquiera que sea su poder o capacidad de influencia.
Es evidente que esas funciones no se desarrollan correctamente si el juez puede resultar influido en sus decisiones por los poderes a los que debe controlar.
Nuestra Constitución de 1978 trató de apartarse del precedente del franquismo, en el que los jueces dependían del Ministerio de Justicia. Siguiendo el modelo francés e italiano, la Constitución previó la creación de un Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) como órgano constitucional de gobierno de los jueces. Sin embargo, la Constitución únicamente decía que ese Consejo estaría integrado por el Presidente del Tribunal Supremo y por 20 miembros designados del siguiente modo: 12 de ellos entre jueces y magistrados, pero sin especificar por quien, y los 8 restantes entre juristas de reconocido prestigio, con 15 años de ejercicio profesional, propuestos 4 por el Senado y 4 por el Congreso por una mayoría cualificada de 3/5. Además, decía que el mandato de cada Consejo sería de 5 años.
La primera Ley Orgánica del Poder Judicial de 1980, respetuosa con el esquema constitucional, dispuso que los 12 miembros del CGPJ de procedencia judicial se designaran por “voto personal, igual, directo y secreto” de los jueces y magistrados en activo.
Cuando Felipe González ganó las elecciones de 1982 por mayoría absoluta se encontró con un CGPJ bastante profesional e independiente, pero inclinado al centro derecha que representaba la asociación mayoritaria entre los jueces: la Asociación Profesional de la Magistratura (APM).
Con la intención de tener un Consejo más afín ideológicamente, el PSOE planteó el siguiente debate: si la Constitución del 78 se basa en el principio democrático, esto supone que todos los poderes, incluido el judicial, deben recibir su legitimidad del pueblo como titular de la soberanía. En coherencia con este razonamiento, esto implicaría que también el gobierno de los jueces debería ser elegido bien directamente por el pueblo o por sus representantes.
El debate tenía trampa: en la Europa continental, la legitimidad democrática de la justicia no le viene de origen, esto es, por haber sido los jueces elegidos por el titular de la soberanía, sino de ejercicio. Esto quiere decir que la legitimidad le viene dada por actuar los jueces sometidos única y exclusivamente al imperio de la ley. Y la ley es la máxima expresión de la soberanía popular, por lo que la actuación con sometimiento exclusivo a esta supone actuar sujeto al pueblo soberano.
En cualquier caso, el PSOE aprueba la Ley Orgánica de 1985, que atribuyó al Parlamento la designación de los 20 miembros del CGPJ (en 10 al Congreso y 10 al Senado). Así, en ese año pasamos de un gobierno de los jueces controlado mayoritariamente por jueces y magistrados elegidos por ellos mismos a un Consejo de personas designadas por el Congreso y el Senado.
Esta Ley Orgánica de 1985 fue recurrida ante el Tribunal Constitucional que, en una controvertida Sentencia de 1986, validó el nuevo sistema de designación, advirtiendo de que existía el riesgo de que las Cámaras olvidaran “el objetivo perseguido” y distribuyeran “los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de estos”.
No hacía falta ser muy listo para llegar a esta conclusión.
Desde 1985 la designación de los miembros del Consejo se hace por cuotas de reparto entre los distintos partidos, en función de la representación parlamentaria de estos. Así, en el primer Consejo que se eligió con la Ley de 1985, 14 de los 20 vocales fueron propuestos por el PSOE. A partir de entonces se empieza hablar de vocales del PP, PSOE o de las minorías vasca o catalana.
Mientras el PP estuvo en la oposición llevó en su programa la vuelta al sistema de 1980, pero cuando tuvo mayoría absoluta, en 2001, llegó con el PSOE al llamado pacto para la reforma de la justicia, que no arregló nada, dado que los 20 miembros del CGPJ seguían siendo designados todos ellos por el Parlamento, con la simple variación de que los 12 procedentes de la carrera judicial debían ser escogidos de una lista de 36 elegida por las asociaciones judiciales y los jueces. En la práctica nada cambió: los partidos se siguieron repartiendo los trozos del pastel. Por ejemplo, en el CGPJ de 2008, el PSOE y el PP propusieron a 9 miembros cada uno y el PNV y CiU a los 2 restantes.
En 2013 se volvió a cambiar la Ley en lo que ha supuesto dar la puntilla al CGPJ. Los 20 miembros siguen designándose todos ellos por el Parlamento, si bien los 12 procedentes de la carrera judicial se nombran entre un listado de jueces propuestos por las asociaciones o de jueces que se presenten con 25 avales. El resultado sigue siendo un Consejo controlado por los partidos, pero además un Consejo devaluado, ya que, de los 20 miembros, sólo 7 forman parte de la Comisión Permanente, se dedican en exclusiva al Consejo y perciben retribución. Además, esos 7 “permanentes” cambian cada año. En fin, un caos que contribuye a deteriorar el funcionamiento del gobierno de los jueces.
Esta invasión por los partidos del poder judicial ha provocado una lenta pero inexorable degradación de la independencia judicial. Recordemos que el CGPJ tiene esenciales funciones sobre la carrera judicial: puede acordar inspeccionar un juzgado y, en su caso, sancionar al juez o magistrado; decide sobre los ascensos y provisión de puestos de trabajo; y, en particular, decide qué magistrados van al Tribunal Supremo, quién es el presidente de este, el Presidente de las Audiencias o de los Tribunales de Justicia. Es decir, decide quién va a los más altos cargos de la magistratura. Surge así la sensación de que es más fácil llegar a esos altos cargos si se ha “agradado” de alguna forma a los partidos políticos y que a los jueces “molestos” un Consejo politizado puede dificultarles considerablemente la vida y la carrera profesional.
La Constitución de 1978 se inspiró en el modelo de italiano Consoglio Superiore della Magistratura en el que la mayoría de sus miembros son elegidos por los jueces. Algo parecido ocurre en los Consejos francés o portugués.
En fin, si queremos una democracia de verdad es imprescindible recuperar un poder judicial que ofrezca verdaderas garantías de independencia y que quede al margen de esa partitocracia que todo lo contamina. Los partidos están muy a gusto con su cuota de poder en la justicia y, mientras no perciban una verdadera demanda ciudadana en la reforma, no van a mover ficha.
Didáctica exposición Isaac
Sería conveniente que la completara con cómo llegan los jueces a ser jueces, los de oposición, y los de los otros turnos; donde se ncluye el haber sido jurista de prestigio… donde se incluyen casos ta dispares cómo el instructor del caso Infanta, enfrentado a cara de perro al «sistema» y el de Bacigalupo.. el que evitó que Mr X no declarase en persona por motivos grotescos.
También que nos contase como funcionan los jueces «sustitutos» y quien responde por sus pifias.
Porque el problema de las «pifias» judiciales es muy importante, y ese lavarse en privado, que me recuerda a cómo la prensa trató la vida azarosa del «papá» de nuestro Rey, es también un tema resbaladizo, pero muy importante.
Recordemos el caso del negro y cómo se sustanció
https://elpais.com/diario/2002/01/13/espana/1010876406_850215.html
O el de Pascual Estevill, que por desgracia no son anecdóticos.
Quien juzga a quienes nos juzga.. cómo se hace y plantear el debate de si se hace de manera discreta «para no deteriorar la institución» o con luz y taquígrafos como los vulgares mortales.
Porque de cómo se llega a Juez y de cómo se garantiza que el que no sea justo tenga su castigo también depende la independencia judicial.
También recordar que el sistema legal anglosajón es muy diferente del nuestro. Al respecto lo de reconvertir los jueces instructores en fiscales no lo veo muy claro.
Un cordial saludo
Supongo que las «quejas» de los jueces a que se refiere Isaac, podría traducirse también en «qué querrían» los jueces o «qué necesitarían» para cumplir su función jurisdiccional sin estar sometidos a las presiones sociales, políticas y mediáticas que deben luchar con su propia conciencia.
En este sentido entiendo que podrían relacionarse tales peticiones en la forma siguiente:
1ª.- Menos y mejores leyes (más justas) que no den lugar a interpretaciones o estén sujetas a habilidades procesales ajenas a la Justicia. Esto supondría de entrada que la Constitución, como norma marco, sean revisada en profundidad y sujeta a tal escrutinio, así como la derogación de al menos un 60 % de la normativa actual.
2ª.- Un sistema procesal mucho más rápido, simple y comprensible para todos, donde la conciliación previa suponga descargar de casos los juzgados y donde la tutela judicial efectiva no se limite a la representación letrada que debería ser opcional para el justiciable. Un sistema verdaderamente justo no puede basarse en las condiciones económicas de los litigantes.
3ª.- Unos medios auxiliares de investigación complementarios y necesarios para el mayor conocimiento de las causas.
4ª.- Un acceso a la judicatura basado en la experiencia jurídica y personal y en el conocimiento social no contaminado.
5ª.- Un lugar de trabajo y unos medios adecuados a las necesidades del mismo, que evite las filtraciones procesales.
Creo que con estas reivindicaciones estarán de acuerdo la mayor parte de estos ciudadanos a quienes se ha encomendado la difícil y penosa tarea de juzgar a los demás.
Un saludo.