Arte y doctrina

La duda, la incertidumbre, es el estado natural de nuestra consciencia, es inherente y necesaria al hecho de pensar. Pensamos porque desconocemos y queremos conocer. Y en este proceso de interpretar lo que nos llega por los sentidos, compararlo con lo que ya sabemos y encontrar regularidades, y por tanto seguridad, vamos elaborando cuerpo de doctrina.

Una doctrina es una explicación cerrada del mundo o de parte de él, nos dice aquello que es verdad y lo que es mentira, lo que es justo o injusto, lo que es bueno o es malo; nos dice cuál es la opción correcta en cada disyuntiva, lo que debemos elegir y lo que debemos rechazar. Nos indica en definitiva aquello en lo que hay que creer; porque en toda doctrina se pueden encontrar afirmaciones indemostrables, que son cuestión de fe.

Es imposible escapar de la doctrina. Desde que nacemos, y tal vez antes, ya nos están adoctrinando. Nuestros padres, nuestra familia, nuestro entorno más cercano; nos adoctrinan en el colegio, en el trabajo, desde los medios de comunicación. Continuamente se nos transmite, y transmitimos, cuál es la forma adecuada de pensar y de comportarse.

La doctrina siempre parte de que está en posesión de la verdad y, en consecuencia, no puede ponerse en duda. Cada comunidad, cada institución, cada grupo humano tiene su correspondiente doctrina y esta doctrina divide el mundo entre aquellos que la comparten y aquellos que la ignoran, la rechazan o incluso la combaten, entre aquellos que son nuestros cómplices y los que no.

Pensamos comparando y eligiendo y esta elección será tanto más libre cuanto más independiente sea nuestro pensamiento y mayor sea nuestro sentido crítico; y estas dos cualidades, independencia y sentido crítico, son totalmente opuestas a cualquier forma de doctrina.

La humanidad ha descubierto la filosofía y la ciencia como herramientas para adquirir conocimiento mediante su racionalidad; pero lo que mueve a las personas, lo que determina sus estados y sus actos, no es solamente el pensamiento racional. En muchas ocasiones las emociones son previas a eso que llamamos nuestras ideas, nuestra ideología.

Comprender una cosa es llevarla a la estructura de la razón y creer que la dominamos, pero las sensaciones y las emociones no se dominan ni se explican pensando. Para eso está el arte, para expresar aquello que la racionalidad no puede justificar. Y hay veces en las que la razón y el arte no bastan; son aquellas en las que súbitamente se intuye o se entiende todo, aquellas que podríamos llamar experiencias místicas, momentos o situaciones en los que se entra en contacto directo con la realidad.

La experiencia del tiempo, su paso, la sensación de que no todos los segundos son iguales, de que no es lo mismo el segundo de un niño que el segundo de un anciano; o cómo un triángulo puede modificar la percepción que tenemos de un espacio, cómo provoca cierto tipo de relaciones y reacciones. Son vivencias difíciles de comunicar sin recurrir a la música, al color y el trazo, a la forma, a la danza o la poesía.

El arte, la experiencia artística, emociona, conmueve, nos coloca en un estado alterado de consciencia, nos transforma, nos eleva, nos hace crecer en definitiva; nos enfrenta a realidades desconocidas, nos recuerda que todo está por descubrir.

Tal vez por eso el poder, cualquier forma de poder, recela del arte y de la cultura; porque no están sujetos a doctrinas. La doctrina, la verdad sujeta a reglas, el ideario, lo establecido, lo que es imperativo creer, difícilmente casa con la aventura de crear y conocer.

Un pueblo culto es más difícil de gobernar. Y la cultura no consiste en aquello que nos enseñan en las escuelas y se recoge en las enciclopedias. La cultura es mitología, belleza, símbolo, poesía. La cultura es estudio, es cultivo, es afán de que lo que está en potencia brote. Hay algo en el estudio y en el hecho artístico que transforma a los que lo practican, algo impredecible, incierto, cuyo resultado no se conoce de antemano, pero que recuerda que las personas no son como ahora están.

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