De forma simplista, la vida de una persona se suele dividir en tres etapas: una etapa de preparación para la vida adulta, una etapa productiva y una etapa final de descanso, jubilación o retiro. Un esquema mental construido en torno al trabajo, entendiendo como tal aquel que produce bienes y servicios y recibe una remuneración a cambio.

La duración de cada una de estas etapas varía considerablemente de unas sociedades a otras. En este momento de la historia y en sociedades desarrolladas, como la nuestra, cada una de ellas llega a abarcar casi un tercio de nuestras vidas; es decir, entre 20 y 30 años estudiando, otros 30 trabajando y dos o tres décadas más en las que estamos exentos de las obligaciones laborales y podemos dedicarnos a nuestros asuntos.  La tendencia, posibilitada e impuesta por el desarrollo de la economía, es que las épocas de aprendizaje y jubilación se dilaten mientras que la etapa laboral sea cada vez más reducida. Esto, en principio, parece un gran avance.

En las sociedades donde la subsistencia no está asegurada, todos intentan, desde edades muy tempranas y hasta la muerte, contribuir a la economía del clan, la familia o el grupo de acuerdo con sus posibilidades; y, aún así, esta economía es precaria. Solo se puede salir de esta situación cuando hay abundancia.

Pero esta contraposición entre las sociedades de la escasez y de la abundancia tiene sus matices y aquello que se nos presenta como un progreso tal vez no lo sea tanto. La idea de que todo el que no contribuye es una carga y hace más difícil la supervivencia del resto todavía está presente tanto en las unas como en las otras. Es más, es posible que los niños y los ancianos supongan un problema mayor en las sociedades económicamente más desarrolladas.

No se accede más tarde al mercado laboral porque se necesite o se considere que sea mejor tener más preparación para desempeñar los trabajos, sino debido a que estos trabajos son cada vez más escasos. Es cierto, en general,  que las oportunidades laborales son mayores para aquellos que han obtenido titulaciones superiores, pero esto no significa necesariamente que los ingenieros, abogados o técnicos de ahora estén mejor formados que los de antes, aunque su vida académica haya sido más larga. También podría indicar que, al igual que sucedía en el pasado, tienen más opciones porque han tenido los recursos suficientes para soportar una escolarización prolongada.

Socialmente se considera que la preparación para el trabajo futuro le corresponde al sistema educativo, y esta suele anteponerse a otras funciones de la escuela. Pero esto es un error, o no es totalmente cierto. Los oficios se aprenden ejerciéndolos y en la escuela, a lo sumo, se adquieren habilidades generales para poder aprenderlos; y estas habilidades necesarias para saber trabajar no son exclusivamente funcionales, como leer, escribir, calcular o programar, sino que también, se necesitan otras, como la sensibilidad, el ingenio, la flexibilidad o la empatía y todas aquellas que se ponen en juego en una situación real.

Se dilata la permanencia en las aulas porque no es socialmente sostenible que los niños y jóvenes estén desocupados. Análogamente, la vida laboral se acorta no porque se considere que las necesidades productivas ahora se pueden cubrir con menos años de trabajo, lo cual es cierto, sino, sobre todo, porque dentro de la lógica de la rentabilidad, se pueden comprar las horas de trabajo de los más jóvenes con salarios mucho más bajos que los de los trabajadores que se contrataron en las épocas de bonanza; es decir, se reducen costes prescindiendo de aquellos que tienen más edad y llevan más años en la empresa. Se aumenta la competitividad de las empresas a costa de transferir el problema al Estado; que somos todos y, por lo tanto, ninguno. Es a ese Ente al que corresponde atender las necesidades y solucionar las carencias de los parados de larga duración y de los jubilados; de aquellos que, aunque puedan y quieran, ya no van a trabajar más.

Construyendo y manteniendo llenas las escuelas, por un lado, y pagando pensiones y financiando residencias de mayores, por el otro, se da por sentado que es el Estado el que debe velar porque todos los niños se eduquen y ningún anciano quede desprotegido. Se piensa que es algo a lo que se tiene derecho, porque para eso se pagan los impuestos. Un  pensamiento, más bien una creencia, que cada vez se sostiene menos; porque estos derechos dependen del nivel de deuda y la capacidad recaudatoria del Estado que, supuestamente, los garantiza.

Y esta forma de pensar, este modelo de sociedad sostenido por un Estado benefactor, nos vuelve dependientes, nos convierte en inocentes de lo que sucede y nos sirve para justificar la dejación de nuestras responsabilidades. Entre ellas, educar a los hijos y atender a los mayores. Sin apartarlos.

Un comentario

Una respuesta para “Educación y bienestar”

  1. Alicia dice:

    Los niños y niñas nacen gracias un poco al Estado del Bienestar que en un encomiable acto de generosidad lo consiente, accediendo aun a regañadientes a que no sean abortados; y, otro poco, gracias a progenitoras/(es) ― aunque más ellas ― desagradecidas y rebeldes y mal-educadas que desoyen las invitaciones de Papá que “nena, Yo sé lo que te conviene, y encima es gratis”.
    Los niños y niñas crecen y se educan al amparo del Estado del Bienestar que, como sabe qué es lo mejor para ellos, les proporciona el alimento (para el cuerpo y para el alma) que estima conveniente (para Él, no para ellos).
    Llegada la adolescencia se instalan en la creencia (aprendida) de, por ejemplo, que “mi cuerpo es mío”. De ahí el muy reprobable comportamiento de la ella que ― ya porque sea torpona y aprenda mal o poco, ya porque eche las enseñanzas del benefactor en saco roto; que las hay ― considera, osada, que su cuerpo no es sólo suyo.
    El Estado del Bienestar vela y favorece el que llegada la “edad de merecer” la joven elija libremente ― tras haber elegido también libremente su orientación sexual ― compañero o compañera (según y dependiendo) sentimental y, ello, en nombre de un derecho a decidir que le da derecho a no hacer (…) caso de indicaciones o consejos de quienes con verdadero (estos sí) afecto y la mejor de las voluntades pretenden “los muy (…), hazme caso a Mí, cercenar tu libertad”.
    El párrafo anterior sirve, con pequeñas variaciones, también para el joven y sus orientaciones.
    El Estado del Bienestar, en vela siempre ― que qué sin vivir ―, pondrá todos los medios para que la joven no sea maltratada por el compañero sentimental elegido (en párrafo más arriba) libremente; mas, si lo fuera o fuese, el E. del B. se ocupara de que el maltratador se entere de lo que vale un peine.
    El párrafo anterior no sirve para el joven. Al joven que le frían un paraguas.
    Y pasito a pasito ― que no quiero alargarme mucho ― los niños y las niñas llegamos a viejos y a viejas no latosos, como los de antes, que eran atendidos (y hasta soportados) por algún allegado movido por el afecto o el interés (pero ese es otro tema); no viejos latosos sino libres e independiente que tan pronto se vuelven dependientes (¡lo que son las cosas en un santiamén como quien dice y cómo se giran las tornas!) ahí están los brazos protectores de la Ley de Dependencia y, si la cosa se demora y la “independencia” dura, ahí está el “inserso” (que me gusta a mí escribirlo así) para tenerlos entretenidos y llevarlos de veraneo.
    Ah, y las diversiones, que por poco si termino sin elogiar lo comodísimo que resulta que nos las den hechas, sin tener ni que cavilar ni descubrirlas, ocupándonos tan sólo de disfrutarlas ya resueltas por animadores (profesionales) expertos en bautizos, bodas, comuniones, cumpleaños, guarderías, Marinasdorses, Benidormes, asilos…
    ¿Para qué habríamos de querer una muy cacareada Libertad que para qué (…) necesitamos cuando el Estado (del “bienestar”, sí, ya sé) nos lo da todo resuelto?
    Y, con semejante panorama, pues con la Educación pues lo mismo.
    Que qué falta le hace a nadie.

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