En el antiguo sexto de Bachillerato, en el momento justo, durante los últimos años del franquismo, tuve un profesor de filosofía y de historia del arte que fue un referente importante para muchos de los que estuvimos con él. En cuanto al currículo oficial de aquellos años, apenas pasamos del silogismo y de los pintores italianos del Renacimiento; respecto a lo que no estaba escrito en ninguna ley, descubrimos a Freud, a Erich Fromm, a Marcuse, a Skinner y comprobamos que una clase podía consistir en un debate, en un intercambio de ideas, en estar con alguien que tenía algo (experiencia, saber, inquietudes, proximidad o como queramos llamarlo) que no tenían otros profesores. No aprendimos mucho arte ni filosofía, pero les tomamos afición.
Suele suceder que, al acordarnos de alguno de nuestros profesores, recordemos cuáles eran sus virtudes, manías y peculiaridades antes que los contenidos académicos que nos impartió. En contadas ocasiones, podemos asociar un profesor con una enseñanza concreta que nos impactó en su momento y hemos mantenido a lo largo de nuestra vida.
Esto me hace pensar que lo más importante que aporta todo aquel que se dedica a la docencia es su persona; aquello que la hace única y se manifiesta en una forma de estar, de moverse, de hacer y de transmitir las cosas. Y eso es lo que se recuerda, lo grato o lo ingrato de su compañía, lo valioso o nefasto que resultó trabajar con él y las puertas que fue capaz de abrir o que tuvo a bien cerrar.
Es una mala comparación, pero hay cierta similitud entre el desarrollo de una clase convencional y la representación de una obra de teatro. En uno y otro caso se recita un texto escrito por otros y el éxito o el fracaso de la obra depende, además de la calidad del texto, de la aportación del actor.
Porque, por más que se quiera profesionalizar y por muchos libros de didáctica que se escriban, la educación tiene tanto de arte como de ciencia. No basta con dominar una materia, también hay que saberla comunicar y, sobre todo, poner pasión en ella. Y hay un tercer componente, posiblemente el más importante, que es la intención, la dedicación y la responsabilidad de facilitar que los demás aprendan.
Esta conjunción de ciencia, de arte y de respeto y amor por el otro, por lo que contiene y puede llegar a desarrollar, ese aporte personal de cada maestro, es lo que podríamos llamar su valor añadido. Un valor añadido que no supone ni un impuesto ni una carga para sus alumnos sino que, por el contrario, se la quita.
Dicho esto, ¿se puede enseñar a enseñar?; es decir, ¿es posible que las escuelas en las que se forman los futuros profesores puedan transmitir algo más que teorías y técnicas didácticas, metodológicas, psicológicas, organizativas o de cualquier otro tipo? Quiero pensar que sí, ya que muchos docentes han aprendido, y siguen aprendiendo, nuevas formas de hacer su tarea; y no me estoy refiriendo a cursos de informática, inglés o encaje de bolillos.
Y una forma de aprender, que no la única, es ver cómo enseñan otros; observar en su trabajo a aquellos que son capaces de mostrar su bien hacer y contagiar el entusiasmo de lo que hacen. Claro está que para ello hay que tener una actitud o disposición previa: la intención o la necesidad de que nos contagien. Y con ello vuelvo a la importancia de la persona, de la entrega que pone en lo que hace.
Si esto es así, ¿por qué no se prepara mejor a nuestros maestros? Como toda pregunta, esta que acabamos de plantear ya contiene la mitad de la respuesta: la palabra «mejor», que es un juicio de valor. ¿Mejor para qué o para quién? Si se considera que la función de la escuela consiste básicamente en instruir, en proporcionar las instrucciones necesarias para hacer algo de una determinada manera, la preparación consistirá en formar instructores o monitores; si, en lugar de impartir conocimientos, lo que se persigue es mostrar al alumno la forma de adquirirlos por sí mismo, ayudándole y alentándole en el proceso, la forma de actuar y, posiblemente, los preparadores, serán otros.
Y también los planes de estudio. Porque, en esta hipotética escuela de maestros, no se concebiría iniciar la profesión docente sin haber adquirido algo más que rudimentos sobre Educación de los Sentidos, Movimiento y Pensamiento, Teoría del Desconocimiento y otras materias similares. Una escuela en la que, además de profundizar en la Lengua, las Matemáticas o cualquier otro de los saberes convencionales, se reflexionara acerca de cómo distorsionamos la realidad cuando la percibimos, de cómo ciertas posturas facilitan ciertas actitudes y pensamientos, de cómo se construyen las teorías y cómo dejan de ser válidas a lo largo de la Historia y de cómo en nuestro pensar hay mucho de Biología pero no lo es todo.
Se formarían así otro tipo de docentes, más críticos, más atentos y menos aferrados a sus certezas; docentes con más capacidad de ver y de escuchar lo que les rodea, de ser más conscientes de cada situación y obrar en consecuencia, sabiendo que se van a equivocar pero no dejando por ello de intentarlo.
Cuando ya estaba fuera de la edad escolar y habiendo suspendido lo que en su momento se llamaba Preuniversitario quise, diez años después, estudiar COU con la idea de matricularme en la universidad, en Geografía e Historia.
Eran entonces los muy, muy finales del franquismo; mis compañeros de clase en la academia eran jovencitos de 16, 17 años, alguno tal vez más perezoso puede que 18.
Teníamos un profesor de lengua y literatura — José Manuel Lamas, recuerdo su nombre después de tantos años — muy joven, de mi edad, y “progre” de los de entonces, con sentido del humor algo incisivo y chaqueta de pana.
En la clase surgían todo tipo de temas, y no tengo consciencia de que desatendiese en absoluto la asignatura, pero sí de que sabía algo así como concatenar qué exigía el programa y qué demandaba entender un mundo y un entorno abocado a un cambio inminente (aquel mismo año, 1975, apenas puesto mi pie en la Universidad, murió franco).
Y recuerdo a aquellos jovencitos compañeros de clase en la academia; y cómo en los pasillos, entre clase y clase, y en la cafetería de la calle Génova donde bajábamos a desayunar a media mañana discutían con entusiasmo de, sí… de Marcuse.
Hoy tengo poca relación con gente muy joven, pero tengo la sensación de que en la actualidad no hablan de esas cosas.
Este artículo de Enrique me ha traído estos recuerdos a la cabeza y, también, el yo misma haberme preguntado muchas veces qué hay en o qué tienen algunas personas para saber enseñar y para saber inculcar la inquietud por aprender; y también el haber pensado muchas veces que no basta saber lo que se sabe, y que hay que aprender a trasmitirlo, y que me parece que no existe ninguna carrera, de momento, que enseñe cómo hacerlo.
He observado que las personas enfermas de Alzheimer,normalmente no logran recordar hechos cercanos en el tiempo, y sí los que a lo largo de su vida, generalmente en la niñez y adolescencia han interiorizado con una carga emocional y afectiva fuertes.
Recientemente se han hecho descubrimientos acerca de la actividad cerebral, en los cuales parece que los departamentos estancos donde nos habían dicho se alojaban las distintas capacidades, memoria,voluntad etc., no son tales y existe mucha más interrelación de la que creíamos.
Los psicólogos dicen que los sueños forman parte de nuestra vida con tanto o más peso que los períodos de vigilia; sin embargo en nuestra sociedad se trata la educación como porciones de información que hubiera que alojar en cajas de zapatos, partiendo de lo que ya sabemos, para utilizar en momentos puntuales.
Si los científicos han determinado que el todo es mucho más que la suma de las partes y los individuos somos una globalidad de la que sabemos poco, habría que acercarse a la propuesta del autor de educar aprendiendo y aprender educando.
Si vivimos una realidad tan compleja y cambiante que cabría preguntarse siquiera si es realidad la que estamos construyendo entre todos en cada momento,pues el hombre no deja de sorprendernos, por lo menos tendríamos que incluir esta reflexión en el proceso educativo, que a mí me parece tanto o más formativo, que saber quien fué Viriato.
Enrique, dá la sensación de que con tu excelente artículo,has abierto el melón de las reflexiones que si no nos hemos hecho, deberíamos empezar a hacernos.
He terminado de leer no hará ni una semana u libro titulado “El cerebro se cambia a sí mismo”— que en cierta ocasión sugirió alguien en el blog la aventura del pensamiento — en el que se encarece lo muy importante que es (dado que, cuenta, el cerebro tiene una cualidad que se llama “plasticidad”, o tal vez “bioplasticidad”, o a lo mejor bioplasticidad es la técnica para repararle las averías) todo lo que llega a él (cerebro) por insignificante que ello sea; y que detalles de apariencia inocua percibidos en cualquier momento de la vida pero sobre todo en la infancia pueden afectar a determinadas áreas tanto para bien lo bueno como para mal lo malo.
Lo digo porque me lo ha recordado el comentario de Rafa.
Y pienso que más que enseñar al niño a meter en el compartimento correspondiente de su cabecita quién fue Viriato y qué hizo — que lo puede consultar en una enciclopedia en cualquier momento y es quizás lo que yo mismo haga al terminar estas líneas aunque no soy ya niño —, se debería enseñarle, u orientarle, o facilitarle, el crecer… sencillamente feliz, ilusionado con el hecho de vivir y de aprender y no (como tengo la sospecha de que les ocurre a tantos) sometidos a sentimientos de frustración que incita al abandono sólo porque “es que este niño no se fija” o “que parece tonto” y sí más abiertos a la comprensión un mundo que cambia, constantemente, sin darse tregua ni un respiro al niño, girando a velocidad vertiginosa sin esperar a que el pipiolo tenga correctamente ubicado en la neurona (o quizás meninge, que como por ahí dentro hay tantas cosas) adecuada y pertinente y no en ninguna otra quién fue Viriato o quién el Cojo Mantecas (muy famoso por cierto por los años 70 del siglo XX y salvando las distancias que, en siglos concretamente, no tengo una idea nada precisa de a cuánto alcanza).
Me han ofrecido hace tres semanas hacer un curso especial: Formación de profesores de lenguas extranjeras para adultos.
Las personas que acudirían a este curso serían: rusos, franceses, chinos, eslavos, italianos, austriacos, alemanes, españoles, ingleses, canadienses, australianos, estadounidenses, turcos y croatas.
Creo que no me dejo a nadie.
Tendría que enseñarles técnicas para impartir sus idiomas de una forma divertida y eficaz.
El idioma base sería el alemán.
He decidido que si doy el curso será MUDO.
No pronunciaré ni una sola palabra, durante tres días, utilizaré la mímica, la pantomima, el lenguaje gestual y visual para trasmitir algo que se tiene o no se tiene: Amor por enseñar, y voluntad, y pasión, pero sobretodo amor.
¡Qué cansada estoy a veces!
¿Hay alguien ahí? ¿Me entiende alguien?
Un abrazo Enrique
Un valor añadido de la enseñanza es dar demasiada importancia a la finura del profesional. Qué intenta ceñirse solo en el contexto de lo programado en las bases a experimentar por el temario. En el que debería no obstante abrir margen a las inquietudes del alumno. Oxigenando las formas de percibir los temarios. Así no se registra como una enseñanza, solo como un programa establecido.
El docente quizás para enseñar mutuamente a sus alumnos debería dejar que piensen por si mismos las ideas expuestas y dejar que se equivoquen o no para aprender sin restricciones. Él mismo pensara cuando se dé cuenta de qué tiene para mejorar sus ideas. Estableciendo así un reconocimiento a la identidad de pensar sobre el objetivo del temario a desarrollar. Pero si todo se queda en un reconocimiento dónde queda el margen del dialogo. El crecimiento de las ideas no suele ser cosa individual sino más bien colectiva. Sacar el temario adelante.
Porqué entonces no se tienen en cuenta a los que piensan diferente. La manera de abordar el temario les es indiferente. O Se ha de establecer un origen propio estableciendo otros parámetros para abordarlo. Se olvida cuál es el origen, el objetivo del temario.
La supervisión del maestro hacia este objetivo es imprescindible. Hacer que el alumno piense como abordar los temas.
Cuando los sistemas educativos y las políticas educativas, entiendan esto que planteas, posiblemente estemos en condiciones de iniciar otros modos de entender la formación del profesorado y el trabajo docente, con menos regulaciones y menos prescripciones, y más preocupación por los afectos y las relaciones. La educación es una relación de amor, definiendo amor como más nos convenga.
No sólo hay que formarles mejor, también está el problema de que no todo el mundo debería ser profesor porque no tiene aptitudes para ello. Uno de mis profesores de universidad era brillante en su campo pero totalmente inútil para comunicar o transmitir conocimiento.
Además creo que el problema de base de nuestro sistema es que no nos ayuda a encontrar nuestras habilidades innatas, esas que podrían hacernos tener un trabajo más satisfactorio porque tenemos una predisposición para él en vez de otra cosa. Creo que si planteáramos la educación de esa manera (incluyendo una eduación de mínimos) el fracaso escolar se reduciría y la productividad laboral aumentaría porque la gente haría lo que le gusta y lo que se le da bien.
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