Cuando un país se concibe como una empresa y la principal prioridad es que sea competitivo, que produzca más, mejor y más barato, resulta fácil imaginar qué puede esperarse de su modelo educativo. Si este es el objetivo, todo lo que no esté encaminado a aumentar la eficiencia, todo lo que no sea útil para este fin, resulta superfluo.
El mundo es un enorme mercado en el que todo se vende, tanto los recursos como los talentos. Una enorme fábrica en la que hay muchas más personas ocupadas en vender lo que se produce que en fabricarlo. Se crean así miles de empleos ficticios y de necesidades inventadas y se construye una sociedad de trabajo y de ocio en la que se paga para que alguien o algo nos diviertan.
Somos muchos y no hay suficiente para todos, solo para los mejores, para los más listos o los más fuertes, para los que están mejor preparados. Este es el mensaje y está en contradicción con el modelo de escuela pública que se postula en las leyes educativas: una escuela que facilita la igualación social incluyendo a todos y en la que nadie debería sentirse discriminado por su diferencia.
Pero esta incoherencia entre lo que se dice y lo que se hace nos afecta a todos. Hay un sentir ambiguo en el que, por un lado, queremos una educación distinta y, por otro, necesitamos la seguridad de que esta educación no nos deja en desventaja. Y buscamos una solución de compromiso que quiere creer que la fórmula consiste en formar mejor a los profesores, en que estén mejor pagados, dispongan de más recursos y sean capaces de motivar más a sus alumnos.
Esto ayudaría, pero no basta ni es lo fundamental. De poco sirve comprar más ordenadores o que los profesores asistan a más cursillos si, paralelamente, no se cuestionan y se buscan alternativas a prácticas tan arraigadas como los exámenes, las notas, los deberes, los agrupamientos rígidos por edades, la compartimentación del saber en cursos y asignaturas, la repetición, sin elaboración, de lo que se ha memorizado y tantas otras rémoras.
No hay crecimiento sin desprendimiento y en un proceso de cambio hay que arriesgar. Y no estoy hablando de un cambio radical ni de un salto al vacío, sino de una transformación personal.
Los modelos se cambian a partir de pequeños actos revolucionarios, de elecciones cotidianas que se potencian y se refuerzan con las de otros. Y es revolucionario intentar ser honrados con lo que hacemos y descubrir la coherencia o incoherencia de nuestros actos con lo que pensamos.
Mientras que no encontremos otra manera de conseguir que la sociedad funcione, parece necesario que uno aprenda un oficio, profesión o como quiera llamarse que le permita ganarse la vida y contribuir a ese funcionamiento. Las nuevas escuelas deberían garantizarlo y exigirlo pero esto sería algo secundario entre sus fines, algo así como un efecto colateral que se consigue a lo largo del proceso, no importando mucho si, además de ser persona, uno tiene que trabajar de arquitecto o de carpintero.
Pero claro, aunque aceptemos intelectualmente este razonamiento, todos preferimos que el carpintero sea el hijo de otro y, además, no le preguntamos a nuestro hijo qué es lo que él hubiera preferido. Mientras se valore más a un arquitecto rico que a un carpintero sabio, seguiremos divagando sobre cómo habría de ser la escuela que nos gustaría.
Sin embargo, ya no resulta tan evidente que cuanto mayor sea la educación académica que uno haya recibido tanto mayores serán las oportunidades que tendrá de encontrar un empleo de calidad. Las escuelas técnicas y las universidades producen más titulados de los que se necesitan. No hay demanda remunerada para todos los ingenieros, historiadores, abogados, veterinarios o biólogos que tienen licencia para serlo.
Y lo mismo sucede con los que, voluntariamente o a su pesar, han sido desviados a la formación profesional. La automatización y la informática han permitido reducir considerablemente la necesidad de operarios y oficinistas. Para mantener en funcionamiento una cadena de robots solo se necesitan unos pocos técnicos cualificados; asistidos, de momento, por una legión de informáticos y algo, poco, de personal de servicio.
No sabemos cómo será el futuro inmediato, pero debemos ser conscientes de que estamos embarcados en un proceso que no obtiene los resultados que pretende ni garantiza las excelencias que promete. Y estamos siendo sumamente irresponsables al permitir que este proceso se perpetúe.
Hemos delegado muchas de nuestras responsabilidades en el Estado, entre ellas la de educar, la de mantenernos sanos y la de resolver muchos de nuestros conflictos; pero olvidamos que el Estado es un ente impersonal que se perpetúa a sí mismo y tiende a reforzarse con el apoyo de la ley y la costumbre. Pero tanto las leyes como los hábitos podrían ser otros y está en nuestra mano apurar las leyes todo lo que las leyes permitan y erradicar los hábitos, también los mentales, atendiendo a cada uno de nuestros comportamientos.
Hay escuelas y personas que están intentando hacer las cosas de otra manera, como también hay padres preocupados por encontrarlas. También hay momentos en que estos encuentros se producen y se dan pequeños pasos, puede que breves en el tiempo pero nunca fallidos. Por mucho que los modelos se quieran perpetuar, el mundo se mueve y no está en su mano el impedirlo.
Antes de conocer a mi pareja, me dejaba llevar por esa absurda convicción de que era mucho mejor tener un marido arquitecto y rico. Ahora, si mi hija me dice que quiere ser fontanera, no seré yo quien le quite la idea de la cabeza.
Poco a poco, he podido comprobar que la sabiduría no radica en los títulos, sino en el día a día, en el saber hacer. No sólo hay que tener un papelito que indique que sabemos hacer las cosas, sino que hay que demostrarlo.
Conozco a muchos licenciados que no ejercen y que, si tuvieran que hacerlo, no sabrían por dónde empezar. Pero aquel que ha aprendido un oficio, no lo olvida nunca, porque su aprendizaje ha sido fruto de horas y horas de trabajo práctico.
Quizás debamos caminar en esa dirección y fomentar la puesta en práctica real de los conocimientos adquiridos y, para ello, ir compensando periódicamente la balanza existente entre la oferta educativa y el mercado laboral.
Impecable.
Me encanta la contundencia y claridad del primer párrafo.
Cuando uno lee el articulo de Sanchez Ludeña, uno debe felicitarse de que haya educadores, como el, que se cuestionen, de raíz, el sistema imperante. Todo los demás son parches, LOGSE, Logese, o como se llame. Como dice, sabiamente, Sanchez Ludeña, «no hay crecimiento sin desprendimiento». No hay crecimiento sin transformación, viene, más o menos, a decir más adelante.
La titulitis, el academicismo, los «best sellers», son las píldoras del vigor de la vanidad, del ego, de la comercialización y del mercadeo de la razón. Sanchez Ludeña rasga el velo de locuacidad argumental de la astucia. Porque estamos gobernados por astutos. Estamos educando a nuestros hijos para la astucia no para saber, no para tener consciencia de nuestro devenir, de nuestra felicidad activa.
Dice, apela, Sanchez Ludeña, a nuestra responsabilidad en permitir que este sistema perdure. A mi me ha calado, profundamente, su llamado.
Si, es verdad, qué parte tan importante de lo que somos, se lo debemos a cómo nos han/hemos educado. Lo que pensamos que está bien, lo que pensamos que está mal.
El respeto a personajes como los reyes o líderes religiosos y políticos, también puede aprenderse en casa/cole, o a cuestionarlo.se aprende.
Podemos nacer en un país en el que se nos enseña a comulgar con ruedas de molino que los políticos de turno quieran echarnos, o por el contrario a pelearte por defender tus derechos y los de tus conciudadanos.
Los líderes políticos, sobre todo cuando se unen los políticos con los religiosos, como en el catolicismo pueden conseguir de su pueblo, que sean sumisos y dóciles, que traguen con la corrupción de los poderosos, y encima a que el pueblo sienta admiración/adoración por ellos.
Se puede intentar que se eduque para hacer unos ciudadanos serviles y los sigan votando cuando lleguen las próximas elecciones. O pueden reaccionar y sentir que están tratando de engañarlos, para que los poderosos continúen acaparando poder y los que tienen poco, cada vez tengan menos.
Podemos aprender a ser incoherentes: nuestros políticos lo son, empezando por aquel innombrable que goza de imputabilidad, entre lo que dicen antes de las elecciones y lo que acaban haciendo después de ser elegidos…
Y aquí nadie dice nada. O si, pero los llamados medios de comunicación masiva, acaban en manos de los poderosos, que son los que asumen las deudas de los medios, a cambio de servir cada día, la información y opinión que les venga bien a sus objetivos… Y el pueblo se cree bien informado. O no.
Despertar a un pueblo dormido o anestesiado no debe ser fácil, aunque haya bastantes despiertos. Máxime cuando uno disfruta de la anestesia, con un «es que podría ser peor»
Creo q no es incompatible una educacion distinta con un futuro ser humano sabio, util, y no dependiente economicamente de esta sociedad capitalista. Mi hijo tendrá una educacion distinta, mas libre y respetuosa, y lo ultimo que tengo, es miedo a que pase hambre por no conseguir un empleo por no saber hacer raices cuadradas, los años de las batallas o las capitales d africa. de hecho estoy seguro que sabrá todos esos datos en su momento, y por su propia iniciativa de conocer.
Si queremos arreglar algo, necesitamos pensamiento sano. El artículo rebosa honestidad, que es la base para comenzar: es de los poquísimos que hablan de «contribuir». El problema es que, en un pensamiento convergente, se polariza y se habla de producción (explotación para algunos) o personalización (realización) sin entrever una simbiosis (el artículo la vislumbra: prepararse para el trabajo que nos realice).
Pero viene la realidad y la cuestión es convencer al otro de que «se tienen ganas de trabajar» y, alternativamente, de que «se quiere pagar al que trabaja». En gestión hay un dicho: » hay dos clases de trabajdores: aquellos a los que se les paga lo suficiente para que no se vayan y aquellos que trabajan lo justo lo suficiente para que no los echen».
Ahora viene la hora de poner cosas claras, aunque duelan: ?qué parte de verdad y qué parte de ficción hay en los comentarios habituales de «los Maestros no saben leer» y «el que vale vale y el que no, a Magisterio»? Cuando yo enseñaba, al evaluar para las pruebas de Graduado, en vez de explicar a los padres la verdadera situación, se dejaba pasar a mucha gente con el subterfugio moral de «ya los suspenderá la vida» Ya los ha suspendido, por lo que se ve. Y a aquellos mestros, que no les hablen hoy de rebajarles la pensión, que creen que bien se la merecieron.
Mientras en las escuelas no se vaya al grano de las cosas, no habrá sistema que valga. Hemos de pensar y concretar QUE COSAS HAY QUE ENSEñAR EN LA ESCUELA. La primera, enseñar a discernir, aplicar pensamiento sano=honesto y organizarse, no echar la culpa al otro. La crisis es de todos. Hagamos una disección para ver cómo está el cuerpo (y el alma).
En la contestación previa, donde dice QUE COSAS debe decir QUé COSAS (las tildes siempre me obsesionaron). Y este teclado sólo admite ? para comienzo y final de pregunta. La globalización