El juego de la Oca - Juan Francisco Piferrer - Barcelona

Desde nuestra infancia, a medida que adquirimos el lenguaje y nuestro pensamiento mágico se va transformando en racional, sabemos que ocurren cosas inesperadas, acontecimientos que nos afectan pero que no podemos evitar. Aunque también creemos que, de alguna manera, podemos influir en ellos, evitando que sucedan o provocándolos.

En otros tiempos, nuestra forma de tratar con lo imprevisible consistía en ganarse el favor de los hados o los dioses; o por lo menos en no hacer nada que pudiera irritarlos. Hoy consiste en estudiar la materia y la energía, descubrir sus leyes y aplicar la tecnología para que actúen en nuestro beneficio. Antes, lo impredecible sucedía por la intervención de un genio, un ángel o un espíritu maligno, mientras que ahora ocurre por azar. Lo que no tiene una causa sucede por casualidad.

Y ante la casualidad caben dos posturas: negar que las casualidades existen y pensar que nada ocurre por accidente o, por el contrario, aceptar que lo azaroso forma parte del funcionamiento del mundo y que la Historia, tanto la del Cosmos como la propia, ha transcurrido de cierta manera, pero podría haberlo hecho de otra. En definitiva, se trata de creer o no creer en el determinismo; de asumir que todo está escrito o confiar en que queda una parte por escribir.

Y lo que suele suceder es que oscilamos entre ambas opciones, de forma que nuestros comportamientos, pensamientos y sensaciones son contradictorios. Lo habitual es que todo lo que nos han contado o hemos aprendido sobre la suerte, la predestinación, el karma, la entropía, la genética o los bosones, influya en lo que pensamos, lo que sentimos y lo que hacemos.

Se cuenta que Napoleón, refiriéndose a su obra Exposición del sistema del mundo, le comentó al astrónomo, físico y matemático Pierre-Simón Laplace: Me dicen que ha escrito usted este gran libro sobre el universo sin haber mencionado ni una sola vez a su creador; y que Laplace contestó: Sieur, nunca he necesitado esa hipótesis. Se cuenta también que, cuando Napoleón le relató esta conversación al matemático Lagrange, este exclamó ¡Ah, pero Dios es una bella hipótesis que explica muchas cosas! A lo que Laplace, hablando nuevamente con Napoleón, respondió diciendo: Aunque esa hipótesis pueda explicarlo todo, no permite predecir nada.

Y en esto se resume todo: en aceptar o excluir la posibilidad de milagros y de golpes de la fortuna. Y la ciencia moderna, con independencia de las creencias personales de sus científicos, optó por lo segundo: una ley científica no es tal si en algún momento puede infringirse, si solo se cumple mientras que un ser divino, o cualquier otro tipo de agente sobrenatural, decide no intervenir.

Pero, incluso prescindiendo de lo sobrenatural, la ciencia no ha podido renunciar a lo aleatorio.

En su Ensayo filosófico sobre las probabilidades, Laplace nos habla de la hipotética existencia de un intelecto enormemente poderoso que, en un cierto instante de la historia del Universo, conoce las posiciones y velocidades de todos los objetos que lo componen, así como la forma matemática exacta de todas las leyes que lo gobiernan. Dicha inteligencia, provista de este conocimiento y de la potencia de cálculo necesaria, también podría conocer la posición y velocidad pasada o futura de cualquier objeto. Una vez puesto en marcha el Universo, lo que sucede en cada momento es consecuencia de lo que sucedió en el momento anterior.

El resultado del lanzamiento de un dado podría teóricamente averiguarse, siempre y cuando conociéramos todos los factores que intervienen en él (la altura desde la que se lanza, la fuerza con la que se hace, la densidad del aire, el sentido y la velocidad de rotación…), pero estos factores son tantos que, en la práctica, es imposible tenerlos en cuenta y determinar sus valores con la suficiente precisión, así que consideramos que, a efectos prácticos, el fenómeno es aleatorio, que sucede por azar, queriendo decir con ello que no somos capaces de predecirlo con absoluta certeza, aunque no podría haber sucedido de otra manera.

Si esto es así, desde el punto de vista de la Física, la predestinación existe y todo está escrito desde el principio. Salvo que las leyes físicas no sean deterministas, sino que contengan un componente de incertidumbre que es inevitable, que forma parte de la esencia misma del Universo. Una idea que Einstein, Schrödinger, Stephen Hawking y muchos otros físicos ilustres se negaron, y se niegan, a aceptar. A pesar de que lo que ocurre en el mundo de las partículas y en el centro de las galaxias parece indicar lo contrario.

Por muy poderoso que sea, el demonio de Laplace no puede predecirlo todo, porque no tiene todos los datos. Hay límites en la naturaleza sobre aquello que podemos llegar a conocer, por mucho que mejoremos nuestros métodos de observación y nuestros aparatos de medida; y hay una parte del Universo, incluida la información, que desaparece tragada por los agujeros negros. Con todo, la Física no desiste de encontrar una Teoría del Todo, capaz de unificar las cuatro fuerzas conocidas (la gravedad, el electromagnetismo, las fuerzas nucleares y las fuerzas débiles) y explicar todos los fenómenos.

Resulta incómodo, como poco, ser determinista o creer en la predestinación y aceptar, al mismo tiempo, que tenemos libre albedrío. Cuando el pasado, el presente y el futuro se han fijado desde el más allá, o vienen impuestos por las condiciones iniciales del Universo y las leyes inexorables de la física, no podemos elegir. Y sin embargo lo hacemos: estamos eligiendo continuamente, o tenemos la ilusión de que podemos hacerlo.

En cualquier caso, con determinismo o sin él, todos los actos, hasta los más insignificantes, tienen consecuencias y lo más probable no es lo que siempre sucede.

Vivía en Bagdad un comerciante llamado Zaguir. Hombre culto y juicioso, tenía un joven sirviente, Ahmed, a quien apreciaba mucho. Un día, mientras Ahmed paseaba por el mercado de tenderete en tenderete, se encontró con la Muerte que le miraba con una mueca extraña. Asustado, echó a correr y no se detuvo hasta llegar a casa. Una vez allí le contó a su señor lo ocurrido y le pidió un caballo diciendo que se iría a Samarra, donde tenía unos parientes, para de ese modo esconderse y escapar de la Muerte. Zaguir no tuvo inconveniente en prestarle el caballo más veloz de su cuadra, y se despidió diciéndole que si forzaba un poco la montura podría llegar a Samarra esa misma noche. Cuando Ahmed se hubo marchado, Zaguir se dirigió al mercado y al poco rato encontró a la muerte paseando por los bazares.
¿Por qué has asustado a mi sirviente? -preguntó a la Muerte- Tarde o temprano te lo has de llevar, déjalo tranquilo mientras tanto.
– No era mi intención asustarlo -se excusó ella – pero no pude ocultar la sorpresa que me causó verlo aquí, pues esta noche tengo una cita con él en Samarra.

2 comentarios

2 Respuestas a “La fatalidad y la casualidad”

  1. Alicia dice:

    Se me ocurre pensar, me he preguntado muchas veces, si eso que llamamos libre albedrío ― y las elecciones y decisiones que a su sombra tomamos ―estará regido por la voluntad o por la intención.
    Creo que a cualquiera nos pasa en infinidad de momentos. Quiero (deseo, me apetece) hacer tal cosa y, al mismo tiempo, quiero (aunque ni lo deseo ni me apetece) hacer otra totalmente distinta e incluso (para colmo) del todo incompatible. Y hay que elegir (1). U optar por no elegir, que ya está siendo una forma de elegir (2).
    Hay circunstancias en la que no corre prisa y la elección puede ser el mañana, o pasado, o en cualquier otro momento elegiré. Vamos, que elijo posponer el elegir que es, a su vez, otra forma de elegir (3).
    Pero todo lo demás ―incluida la circunstancia (acompañada de todos sus aditamentos entre los que no puedo descartar el hecho de que, por qué no, haya otras voluntades o deseos ajenos a mí y sobre los que no tengo control, tan sujetos y dependientes como los mías a otras tantas tres, o más, posibilidades de elección) que me puso en el brete ― sigue su curso de manera que, cuando yo me decida, mi decisión ya no recaerá sobre la circunstancia sobre la que con acierto o sin él elegí elegir o no elegir o posponer, sino sobre la modificada, de manera que el resultado no responderá a las expectativas de mi voluntad ni a las de mi deseo.
    Bueno, pues vale, sale todo trastabillado y cosas de la vida qué le vamos a hacer.
    Pero, por eso de que la vida no espera ni se para, existen decisiones que hay que tomarlas en un instante, y en el instante siguiente ya no sirven, y ese único instante en que sí sirven, sólo cabe elegir entre obedecer a la voluntad u obedecer al deseo (o intención).
    Cuántas veces las personas nos decantamos por la una o por la otra dependerá, imagino, en parte al menos de la genética de cada cual, y de su historia, y de sus humores y de sus hormonas y de sus ritmos y de sus biorritmos y de sus, en fin, todas esas cosas y cosillas y cosejas que con su mayor o menor o incluso ninguna tangibilidad se mueven por dentro de los cuerpos y de las mentes.
    Y cuántas veces la voluntad venza al deseo – o viceversa – no tengo ni la más remota idea de cuál pueda ser el promedio. Pero sí sospecho que no queda el mismo sabor de boca cuando vence ella que cuando gana él. Y la elección de a cuál de los dos satisfacer estará, vuelvo a suponer, mediatizado por esas tantas cosas y cosillas y, bueno, cosejas (para no repetirme) del párrafo anterior.
    Total que puedo hacer lo que me dé la gana, sí. Pero nunca podré tener la seguridad de a qué ganas respondo ni de que mi respuesta esté libre y limpia de mis propios “antecedentes”. Antecedentes de los que seré responsable de algunos (sepa o no sepa cuales), y víctima de otros (aunque tampoco sepa cuales o, en el mejor o peor de los casos, los sospeche y, ello, con el margen de error que mi sospecha pueda estar conllevando e implicando ― que ese es otro jardín ― que las culpas puedan muy bien ir a recaer sobre el empedrado.
    En fin que, Enrique, magnifico artículo que – por cierto y aunque tú no podías saberlo ―a mí me ha llevado a una disertación (es decir, este galimatías) que, en mi momento y en mi lugar precisos ha venido a caerme como regalo de los cielos.
    ¿Estaba en tu destino, o en tu libre albedrio, tal acierto?
    ¿Estaba en mi destino, o en mi libre albedrío, el incorporarlo a mi momento y mi lugar precisos de forma tan…? No me sale la palabra que busco. Escribiré “beneficiosa”.
    No necesito saberlo.

  2. Estimado Enrique,

    Muy interesante su disertación. Sin embargo, me parece que es muy simplista creer que el comportamiento del universo puede ser predecible, de manera mecanística, sólo conociendo sus condiciones iniciales.
    Ello implicaría asumir que el sistema a predecir, continúa siendo el mismo desde que sucedieron dichas condiciones iniciales. Sin embargo, en realidad el sistema se transforma a sí mismo, debido a las propias interacciones complejas que existen entre sus elementos internos.

    Es decir, las condiciones iniciales, limitan el comportamiento en ciertos grados de libertad, pero van surgiendo otros grados de libertad debido a las interacciones complejas entre los propios elementos del sistema. Estos nuevos grados de libertad, pueden depender o ser totalmente independientes de las condiciones iniciales del universo. (Ver trabajo del Nobel de química Ilya Prigogine). Esto aplica con gran notoriedad en sistemas muy complejos como los seres vivos.

    A esto, hay que sumar nuestro desconocimiento sobre el universo, del cual sólo somos conscientes conforme descubrimos que lo que sabíamos es insuficiente. Por ejemplo: respecto al movimiento de los astros: el movimiento de mercurio no es predecible según la física de Newton. Para entenderlo, se necesitó entender las curvaturas espacio-tiempo de la teoría de la relatividad. Algo similar sucede con el movimiento de las galaxias, las cuales requieren de materia oscura, que no se sabe qué es, ni cómo se creó, ni porqué es oscura, etc. Existe un alto grado de falta de certeza en nuestro entendimiento de lo más básico.

    Respecto al libre albedrío es un asunto complejo para abordarlo en una simple aportación. Pero para resumirlo lo más posible, podemos decir que aunque parezca contradictorio, el libre albedrío existe justo cuando nuestra acción no depende de una decision. Ya que una decisión implica una acción limitada a lograr fines concretos sobre la base del pasado y una estimación del futuro. Esto es un esquema reactivo, por lo tanto, dependiente de.

    En cambio, una acción que no está limitada a lograr fines concretos, sino a simplemente descubrir los múltiples factores que surgen, permite una interacción mucho compleja y abierta. Permite una interacción no lineal, ni dependiente de las condiciones iniciales o finales, por tanto es libre. Libre sí, hasta al interactuar con las consecuencias de acciones pasadas.

    Un saludo,

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