Con mucha frecuencia coincido en el autobús con cinco o seis niños que van camino del colegio pastoreados por una chica de nacionalidad indeterminada. Ya de por sí no pasan desapercibidos pero, entre todos ellos, el que llama la atención es Miguel. ¡¡¡Miguel!!!, para ser precisos, que es la manera habitual de llamarle.
Tiene seis o siete años y es pura simpatía. Mulato, con el pelo muy corto y rizado, de mirada viva y, en todo momento, con una sonrisa. Va de uniforme y con una mochila que tiene, más o menos, su peso y su tamaño. Se sienta siempre con otro niño, un amigo con gafitas, al que le cuenta historias que no deben de ser del todo ciertas, porque provocan risas, gestos y exclamaciones y demandan la intervención, como árbitro o juez, de la cuidadora. Todo un personaje. Una oportunidad o un suplicio para la maestra o el maestro que conviva con él dentro de un aula.
Porque cualquier profesor tiene su Miguel, inquieto y curioso, y su alumno con gafitas, pausado y socarrón. Y otro con orejas de soplillo, tímido y observador. Y algunos habitantes de otro mundo, que no terminan de encontrar su sitio en este. Y niñas serenas y firmes desde su infancia. Y multitud de artistas, grandes dibujantes, inagotables contadores de historias o descubridores de ritmos. Todos reunidos en un tiempo y un espacio con un claro cometido: aprender.
Pero pasan los años y Miguel se aburre o se rebela, hastiado de no moverse, de no tocar, de no jugar y de que su amigo con gafitas ya ni siquiera le responda, mientras que suma mecánicamente una ristra de fracciones. Y cambian el aire, los sonidos y los seres que lo habitan. Y la polifonía tonal se transforma en una nota monocorde, mientras que las musas y daimones de cada cual se marchan o se consumen. O esperan pacientes, hasta que alguien les convoque o vengan tiempos mejores y momentos más propicios.
Dice la doctrina católica que a partir de los siete años nos es dado el uso de la razón y, junto con él, la responsabilidad de nuestros actos. A partir de ese momento uno es consciente de las consecuencias de sus acciones. No es una creencia exclusiva de la Iglesia, sino que está presente en muchas culturas y es muy anterior a ella, que no hizo más que recogerla como tantos otros saberes y tradiciones.
Es un hecho que avalan las evidencias científicas, que constatan que a los siete años tiene lugar un importante cambio hormonal que modela el cerebro del que lo padece y, en consecuencia, su comportamiento. A partir de esa edad el timo y la glándula pineal empiezan a atrofiarse, comienzan a disminuir de tamaño. Parece que es el precio a pagar para que los dos hemisferios del cerebro, el izquierdo y el derecho, el análisis y la analogía, comiencen a negociar para llegar a un acuerdo. Es el precio para tener la capacidad de decidir, de elegir entre dos opciones gracias a eso que llamamos el libre albedrío.
Y el reconocimiento de que ya se dispone de razón y de capacidad de decisión viene emparejado con la exigencia de esfuerzo y de asunción de nuestras responsabilidades, a la vez que se respeta la propia autonomía. Desde ese momento, se nos deja elegir y se nos exige que pongamos de nuestra parte para conseguir las cosas, tanto las que demanda nuestro ser como las que los demás solicitan.
Y ahí reside el gran drama de la escuela. En primar unas demandas sobre otras, en hipertrofiar las conveniencias sociales y no tener en cuenta lo que cada cual necesita; en reprimir o no fomentar la autonomía de cada cual, volviéndole dependiente, pero sin dejar de exigirle un esfuerzo para conseguir una meta que ya no es propia. En olvidar que todo el que llega a este mundo nace para enriquecerlo, para aportar su propia pieza, y que todo niño trae consigo las herramientas para colocarla.
Miguel está a punto de ser responsable de sus decisiones y, aunque sigue siendo un niño, aquellos que conviven con él, deberían facilitar que dejara de serlo. Es decir, deberían contribuir a su crecimiento en lugar de mantenerlo en una larga infancia seguida de una adolescencia perpetua.
Eran otros tiempos, pero no hace tanto que alguien con 15 o 16 años era considerado un adulto, capaz de formar su propia familia. Todavía hay culturas y países en donde esto sucede. Cierto es que antes se vivían muchos menos años que ahora, pero no creo que nuestra fisiología ni la actividad nuestro cerebro hayan aminorado su funcionamiento, ni que nuestra capacidad de madurar haya disminuido por ello. Y con esto no quiero decir que haya que independizarse de los padres o tener hijos a los 16 años, sino que estamos retrasando artificialmente nuestro desarrollo.
O, peor aún, lo estamos distorsionando al permitir, consentir, facilitar o incluso fomentar ciertos comportamientos y privilegios de los adultos, al tiempo que no demandamos o que impedimos que se produzcan otros. Y nos encontramos con personas que compran, conducen coches, mantienen relaciones sexuales o entran y salen de casa cuando les parece, como si fueran adultos, a las que seguimos tratando como escolares.
No entiendo a dónde quieres conducir el argumento: ¿a que el sistema educativo debería ser lo bastante flexible como para que los migueles no estuvieran reprimidos haciendo largas sumas? (y en ese caso, ¿cómo impedir que los que no son como miguel, pero no tengan ganas de sumar, se aprovechen y finjan ser como él para seguir unos cuantos años más jugando?); ¿o a que las normas de la sociedad deberían adaptarse para no dar responsabilidad a los que siguen siendo migueles cuando tienen 30 años?
El argumento es que la escuela está primando las conveniencias sociales y las de la propia escuela como institución sobre el desarrollo individual. Como estas conveniencias, además, son las que establecen los poderes, suelen estar muy alejadas de lo que cada individuo necesita. Así, desde que se llega a la escuela, comienza un proceso de domesticación, basado en un sistema de premios y castigos, para que todos se comporten como se dice que deben hacerlo. Se trata, en definitiva, de que aprendan a obedecer, y lo sigan haciendo a lo largo de su vida. Se les piden responsabilidades pero no se respeta su autonomía ni se les educa para que hagan uso de ella. En definitiva, se les impide crecer.
No estoy proponiendo erradicar la exigencia de la escuela, sino todo lo contrario. Estoy proponiendo que a cada cual se le pida de acuerdo con lo que es capaz de dar, y por supuesto se le ayude y se le forme para que pueda darlo. Para que esto sea posible, no basta con que la escuela sea más flexible; mucho antes de eso hay que saber distinguir entre la flexibilidad, el dejar hacer y la tolerancia, porque son palabras que utilizamos para camuflar nuestra pereza y encubrir nuestra dejación de responsabilidades como educadores.
«Estoy proponiendo que a cada cual se le pida de acuerdo con lo que es capaz de dar, y por supuesto se le ayude y se le forme para que pueda darlo.»
¡Y qué difícil es encontrar ese límite! Hermosa tarea de un buen maestro y profesor. Coincido con esta visión.
Gracias por este articulo que es un rayo de luz en la oscuridad. Yo tambien tengo un Miguel, que se llama Fernando y tiene 6 años. Es simpatico, bueno con todos y le encanta aprender e inventar. fer ha suspendido tres, ingles y conocimiento del medio, y su tutora solo nos ha dicho que debe trabajar mejor, que no trabaja, que trabaje leñe. Son las 3 de la mañana y no consigo dormir. Superara esto porque en casa nadamos en libros y le encanta leer y disfruta hasta con las mates. Lo que no se es como decirle que ha suspendido porque ni yo lo entiendo. Y lo que me preocupa es que mi Fernando deje de ser un Miguel como el de tu articulo. Muchas gracias de corazon
El argumento me parece totalmente cierto y adecuado. La escuela está pensada desde una relación de dependencia y jerarquía que impide que los sujetos asuman responsabilidades. Más bien estas se le niegan en un proceso continuo de control de la actividad, de conductas establecidas, de guías de acción, etc. Algo que ya está contaminando igualmente la actividad, como si toda institución educativa, fuera del tipo que sea, estuviera creando relaciones de este tipo e infantilizando las relaciones de los sujetos. Esto conduce sin duda a profundizar la crisis de sentido de la escuela y a alejarla del alumnado, de las familias y de la sociedad en general. Las instituciones educativas, en vez de reaccionar reconduciendo su actuación y los modelos con los trabaja, se refugia en esquemas cada vez más artificiales, más regulaciones, más instrumentalización y más jerarquía. A su vez esto origina más homogeneidad, por tanto más exclusión, y menos sentido para la escuela. En definitiva, como dices en tu post, Enrique, la escuela no da respuesta a las necesidades del alumnado, ni individualmente ni colectivamente. Sí la da a las demandas de segregación y selección que pide el sistema productivo y el mercado financiero.
Y a pesar de todo todos seguimos formando un todo heterogéneo. A pesar de todo, y de todos, todos tenemos un poco de Miguel, y un poco del niño de las gafas, y un poco del de las orejas de soplillo y de la niña seria y aplicada, y de artistas y de poetas y de dibujantes y de contadores de historias y de descubridores de ritmos; y, todo eso, a pesar de que todos somos más o menos y de una forma u otra sacrificados desde niños; a pesar de que se nos pretendan amputar o adormecer unas u otras capacidades en función de las modas e intereses que imperen en cada momento — y que han imperado siempre, aunque no siempre iguales —, algo en lo más profundo del ser humano se resiste a no ser o ser (es que me gustan los juegos de palabras) arrancado.
A lo mejor incluso — que incluso a lo mejor es que tengo yo hoy un día en los que sin saber mucho por qué se siente uno/a optimista — todas esas trabas que obstaculizan (o lo pretenden) crecer y alcanzar la tan ansiada (¿y merecida?) libertad son, de algún modo, el acicate para buscarla por medios y con criterios propios.
Bueno, todo lo propios que podamos considerar a nuestros criterios y a nuestros medios teniendo en cuenta que se han ido forjando a base del ensamblaje de tantas piezas diferentes como, entre todos y aportando cada cual la nuestra, componemos el puzzle de… ¿el Cosmos entero, o estoy exagerando?
Que es que a veces se me va la mano. Y no porque no, como a todos, hubiese (ya hace mucho) alguien dispuesto a cortarme las alas.
Pero…
El problema, y lo he sufrido en mis propias carnes -las de mi hijo exactamente-, es que los profesores de hoy quieren muchos «niños con gafitas», de esos que les da lo mismo que el profesor les diga que 3 x 4 = 12 ó 13. Si lo dice el profesor, vale.
Son de esos (tengo uno mayor de ese carácter) que son modosos, responsables, poco inquietos y aún menos inquisitivos. Lo que les cuenta les vale, lo asimilan por vernir de quien viene. Los profesores quiere muchos ‘gafitas’ y ningún ‘Miguelito.
Los otros, los Miguelitos, necesitan más. Ven la tele con una visión crítica -que lamentablemente les obligamos a perder- y se preguntan cosas que están mal vistas en un niño de su edad (¿Porqué tienes que preguntar eso? No es para tu edad. Tú juega y estudia que es lo importante).
Muchos docentes (y me reitero en lo de muchos) no son enseñantes sino replicantes. Cuentan lo que les han dicho que tienen que contar y si hace actividades extraescolares no es para que sus alumnos aprendan de otra forma sino, simplemente, por que alguien lo manda (dirección, autonomía, Estado,…). La docencia, entendida como tal, se ha perdido en la mayoría de las ocasiones.
Yo, a pesar de vivir entre la dictadura y la democracia, tenía más interés en todo lo que me rodeaba que los niños actuales. Y el problema no es de ellos, sino nuestro, de los adultos que queremos mini-yos y que se comporten correctamente -lo que nosotros entendemos por eso- aunque nuestro comportamiento no sea el correcto (fumar tras una comida aún en la mesa, por ejemplo).
El colegio ya no es, como era y debería de seguir siendo, un lugar de aprendizaje global. Se ha transformado en un lugar de aprendizaje parcial (lo que viene en los libros de texto) y son cada vez menos los colegios y sus docentes los que entienden que en el colegio se tiene que hablar/debatir de temas ajenas a matemáticas, ciencias o lenguaje.
El problema, además, surje cuando un docente se encuentra con uno o más ‘Miguelitos’. La tendencia es a excluirlos, a apartarlos (el castigo es el método) y a señalarlos como mal ejemplo para el resto. Lo peor es que la mayoría (por no decir todos) podrían ser el motor de cambio de clases aburridas y explicaciones de temas que se olvidarán a los pocos días (yo me acuerdo de carrerilla de poemas aprendidos con 8 o 9 años) mientras que cualquier crío hoy es incapaz de recitar un listado de capitales de provincia al mes de haberlas estudiado. Lo peor, es que es más fácil hablar a 20 niños que están callados -aunque piensen en las batallas pokemon que van a hacer en el recreo- que un par de ellos preguntando: Y eso ¿cómo es?
Me gusta mucho el texto.
Muy bueno, Por cierto, que hay paises que no son precisamente tercenmunditas (toda Escandinavia) donde los chavales a los 18 años se independizan y a los 19 muchos ya tienen su primer hijo, Pero OJO! no por ello dejan los estudios, ni la universidad.
Ese modelo es posible y no tiene necesariamente que ver con que el colegio dure hasta cierta edad (que es mas o menos igual en toda Europa) si no mas bien con como se emplea ese tiempo. Los niños desde la guarderia aprenden a hacerse la comida (aunque sean unos sandwiches), a ser autonomos y no automatas. Cuando llegan al instituto muchos (para ir al que da la rama que les interesa) se van a colegios mayores y de ahi a independizarse solo hay un paso.