Entre las técnicas y prácticas diseñadas con la intención de organizar y controlar, la burocracia es una de las más extendidas. Se basa en la jerarquía, la especialización del trabajo y la división de responsabilidades, acompañadas de ciertos procedimientos estandarizados y una normativa que los regula. Es el sustento del Estado moderno; pero también el de las grandes empresas, las iglesias y, en general, de cualquier organización que supere unas ciertas dimensiones.

Es, o pretende ser, una forma racional de abordar la complejidad. Consiste en fragmentar una realidad amplia, diversa e impredecible en distintas parcelas más simples, y por tanto más sencillas de dominar, y en asignar responsables para cada una de ellas; en elegir personas encargadas de solucionar los problemas propios de cada parcela siguiendo unas pautas generales que vienen dictadas desde arriba y que se van concretando a medida que se desciende en la jerarquía, correspondiendo a cada cual, según la posición que ocupe, una cierta capacidad de acción, interpretación y decisión.

Se establecen así múltiples escalones intermedios de manera que cada escalón gestiona y supervisa a los que le siguen y es gestionado y supervisado por los anteriores. Esto lleva implícita una cadena de controles y de controladores, ayudados por una tecnología cada vez más eficiente, que aplican la normativa. De esta manera, el sistema sanitario o el educativo, por ejemplo, no solo están compuestos por médicos, enfermeros, profesores, logopedas, técnicos, administrativos, celadores, conductores, etcétera, sino también por directores generales, directores de área, secretarios técnicos, auditores, inspectores… lo que aumenta progresivamente su tamaño y los gastos que estos sistemas generan.

Y, aunque es indiscutible la necesidad de una organización, lo cierto es que la burocracia, a medida que crece, termina convirtiéndose en un obstáculo, en un lastre, que más que facilitar las cosas las dificulta. Llega un momento en que cada paso que se da, cada decisión que se toma, debe de justificarse; de manera que gran parte del tiempo laboral se emplea en elaborar papeles, reales o virtuales, que demuestren que uno está trabajando de acuerdo con lo establecido. Lo que lleva asociado una cierta dosis de hipocresía o de disimulo, porque llega a ser más importante que parezca que las cosas se ejecutan según los cánones que ejecutarlas de esa manera. Surgen así dos realidades, la que se narra y la que está sucediendo.

Un ejemplo ilustrativo de lo anterior es el de los documentos institucionales que se le demandan a un colegio o instituto sostenido con fondos públicos. Cada uno de estos centros debe disponer de un Proyecto Educativo de Centro y un Reglamento de Régimen Interior y debe presentar cada año una Programación General Anual (PGA) y una Memoria. Se trata de poner por escrito lo que se ha hecho, cómo se ha hecho y cuáles han sido los resultados obtenidos; así como lo que se va a hacer, cómo se va a hacer y cuáles son los resultados que esperan obtenerse.

Son documentos de trabajo, que pueden resultar necesarios para mejorar la labor educativa, pero también son documentos en los que se rinden cuentas y se dan explicaciones.  En consecuencia, este material no puede elaborarse de la manera que cada centro crea más conveniente, funcional, útil o explicativa para sus fines, sino que se tiene que ajustar a una pauta, proporcionar informaciones muy concretas, muchas de ellas numéricas, y contener ciertos elementos, que van en aumento a medida que pasan los años y crecen las demandas y expectativas sociales sobre lo que se debe hacer o resolver en las escuelas. Por citar algunos, el Proyecto Educativo de Centro debe incluir las programaciones didácticas que desarrollan el currículo vigente, un plan de atención a la diversidad, un plan de orientación y acción tutorial, un plan de convivencia, otro de fomento de la lectura, otro sobre el uso de las TIC, etcétera.

Como puede deducirse, esto supone muchas reuniones y acuerdos, muchas horas pensando, leyendo y escribiendo y bastante habilidad para elaborar las tablas, resúmenes, estadísticas y textos que se demandan, que deben incorporar la terminología, indicadores y parámetros propios de cada legislación al uso.  El trabajo es tan laborioso, consume tanto tiempo y, en ocasiones, se le ve tan poca utilidad que no es de extrañar que se recurra a todo tipo de atajos para sacarlo adelante y presentarlo en fechas, al inspector o a quien corresponda.

Es bastante excepcional que un Proyecto Educativo de Centro sea el resultado de un trabajo conjunto y una reflexión colectiva. Lo habitual es que cada profesor, departamento, ciclo o comisión pedagógica confeccione los documentos que le corresponden y que sea el equipo directivo el que los agrupe, los organice y aporte lo necesario para que se ajusten a norma y tengan cierta coherencia.

Y aunque cada colegio es un mundo no resulta extraño que, al comparar sus Proyectos, PGA y Memorias, se encuentren muchos lugares comunes, frases casi idénticas, valoraciones e intenciones muy similares y programaciones muy parecidas; como si todas ellas hubieran bebido de las mismas fuentes o se hubieran ajustado a la misma plantilla. Hay, claro está, honrosas excepciones, pero no es la tónica, ni tampoco se fomenta o se facilita.

Nadie duda de la utilidad de los testimonios escritos, en cuanto que aportan reflexión, experiencia y sugerencias de futuro; pero en muchos casos, más que para un uso personal, estos documentos se elaboran para calmar al legislador o para proporcionarle los datos que necesita para vender su gestión, para dar la falsa impresión de que todo está pensado, controlado y medido; de que el proceso educativo no se deja al azar, ni está sometido a la idiosincrasia de los que lo integran.

Y no quiero ridiculizar con esto la necesidad de disponer de una cierta planificación en nuestro trabajo. Ni tampoco quiero negar que el profesorado suele resistirse a todo aquello que suponga un cierto control de su actividad. Solo quiero señalar que esta planificación puede convertirse en un mero trámite, en una colección de documentos formales y vacíos, necesarios para cumplir un requisito, para sostener y justificar un sistema que no se basa en la ayuda sino en el control.

Porque la concreción que se demanda puede llegar hasta el absurdo, en cuanto que pretende una descripción y un seguimiento exhaustivo de futuribles, de circunstancias que no se conocen en su totalidad o que no podemos tener previstas. Centrándonos, por ejemplo, en las programaciones que se le piden a cada profesor de su asignatura, se pretende que contengan un relato detallado de cómo se va a impartir cada una de las unidades que integran el temario: cuánto tiempo se va a emplear, qué contenidos se van a desarrollar, en qué secuencia, cómo se van a evaluar, cómo se va a calificar, qué recursos se van a utilizar, qué objetivos se persiguen, qué competencias se desarrollan con ellos, cuáles van a ser las lecturas recomendadas, qué actividades se van a emplear para atender a los rezagados y a los alumnos especialmente dotados, qué actuaciones se van a llevar a cabo con los que no alcanzan los objetivos previstos… Todo ello recogido en una tabla, ordenado en filas y columnas. Como si de un manual de instrucciones se tratara, indicando los pasos a seguir y el orden preciso para conseguir lo que se busca.

Todo ello, además, diseñado desde arriba. Porque no se trata de nuestra programación, sino de la adaptación que hacemos de un currículo y unas exigencias que otros han decidido por nosotros; cuando hay ocasiones en las que lo que se pretende que hagamos es incompatible con lo que podemos o con lo que debemos hacer.

4 comentarios

4 Respuestas a “Programaciones y mentiras compartidas”

  1. Alberto dice:

    Opino, Enrique, que la reflexión que propones con tu medido y prudente artículo es muy necesaria. En efecto, cada vez somos más los que consideramos que el sistema burocrático, y particularmente el que rige en educación, se parecen ya demasiado a un sistema policial. Esto no sólo me hace dudar de que lo que se pretenda con ello sea la excelencia en el nivel de capacidades con que los alumnos concluyen sus estudios, sino que me hace sospechar que, además de lograr fabricar una clase intelectualmente media capaz de llegar a hacerse cargo del modelo económico y social tal y como está, se busca también que nadie destaque por encima del estándar, pues se teme, y mucho, que tales personas podrían llegar a poner el modelo en peligro.
    No sólo no se está trabajando desde el arte de la comunicación para inspirar en los educandos amor por el conocimiento, por el arte del estudio, ni tampoco por el estudio del arte, sino que se diría que se trabajara específicamente para impedirlo.
    Puede que empiece a ser hora de que los ciudadanos nos planteemos en serio estos temas, responsablemente; es decir, no pidiendo, proponiendo ni exigiendo nuevas maneras, sino ejerciendo una insumisión responsable, ideando alternativas y atreviéndonos a ponerlas en marcha, sea desde el colegio como profesores, desde casa como padres o desde el aula como alumnos. O desde la vida, como seres indefectiblemente responsables que somos, por razón de nuestra humanidad, de cada aliento, de cada latido, de cada pensamiento y de cada sueño… pero no ya de los propios, sino de los de todos.
    Si sólo nos parásemos a pensar que en realidad no tenemos nada que perder… ¡salvo esta oportunidad!

  2. Adam Smith dice:

    Enrique,

    Usted utiliza la burocracia como modelo para analizar lo que está ocurriendo en la industria de la educación escolar. No es un buen modelo analítico. En todas las democracias constitucionales, esta industria debe analizarse con el modelo de industria regulada (versión extrema) lo que implica una fuerte intervención estatal en su estructura y especialmente en el comportamiento de las empresas (escuelas de todos los niveles, incluyendo universidades). De igual manera que la sanidad, las finanzas y varias otras industrias, la fuerte intervención estatal condiciona quienes pueden obtener licencias para crear empresas y qué y cómo las empresas autorizadas pueden hacer. Una manera de identificar estas industrias es si se han establecido órganos estatales (por ejemplo, superintendencias) para hacer cumplir las regulaciones. La aplicación del modelo de industria regulada parte por reconocer los objetivos específicos que tienen los gobiernos para intervenir y el reconocimiento requiere no confundir los discursos políticos basados en falsas promesas con las tristes realidades de lo que efectivamente los gobiernos persiguen con su intervención.

  3. Está claro que se desvía la gente de los trabajadores para legitimar la presencia de gestores normalmente elegidos a dedo. En docencia tengo noticias directas de las quejas que hay de que se dedica más tiempo a papeleo estúpido que a los adultos. Después salimos como que tenemos una mala educación (que habría también que revisar con qué criterios se evalúa ese punto).

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