Aunque no es el único, el Despotismo ilustrado es el intento más conocido de dictadura benevolente; es decir, de uso del poder con la intención o el pretexto de conseguir el bienestar de los súbditos que lo padecen. Una mezcla muy conveniente de los principios de la Ilustración y su gran herramienta, la razón, con los privilegios de las monarquías absolutas.
Federico II de Prusia, Catalina la Grande, José II de Austria, Carlos III de España, el Marqués de Pombal y el propio Napoleón hicieron efectiva la práctica de implantar la modernización, el buen hacer y la felicidad de los pueblos mediante imposición y decreto. Así, por el bien de los prusianos, Federico II obligó a cada comunidad a crear y mantener su propia escuela al tiempo que forzaba a sus nobles a seguir la carrera militar.
Y el invento funcionó. En apenas una generación, Prusia superaba al resto de los países europeos tanto en la instrucción de sus ciudadanos como en la eficacia de sus ejércitos. No cabía duda, la educación obligatoria era una herramienta eficaz para el progreso de las naciones.
La escuela era el vehículo ideal para transmitir el sentir patriótico, la necesidad de obediencia y la disciplina, la conveniencia de delegar nuestras responsabilidades en aquellos que nos gobiernan, la aceptación sin contestación de sus decisiones y otros valores similares. Todos ellos necesarios para alcanzar y mantener la superioridad, la expansión y el crecimiento de los Estados.
Han sido necesarios mucho sufrimiento y mucha devastación para que esto cambie. Ha habido que pactar, hacer concesiones y revisar el discurso ideológico. No obstante, el modelo se mantiene igual en lo esencial, seguimos anclados en el Siglo de las Luces aunque con una diferencia: los déspotas actuales están mucho menos ilustrados que sus predecesores y aquellos que soportan su poder están convencidos de que son ellos los que toman las decisiones.
Víctimas de la globalización y arrinconados por el crecimiento de los que antes eran países en desarrollo, los viejos Estados industriales quieren mantener su hegemonía. Y quieren hacerlo volviendo a sus orígenes, recuperando lo esencial de su pasado, reafirmándose en sus rasgos y comportamientos distintivos, como todo modelo que se desmorona.
Solo así se explican retrocesos tan evidentes como, por ejemplo, la recuperación de las antiguas reválidas, aunque al actual ministro de educación no le guste la palabra e intente suavizarla con todo tipo de matices y sinónimos. A grandes rasgos, funcionarían de la siguiente manera: se haría una reválida al finalizar los estudios de primaria, otra al finalizar la secundaria obligatoria y una tercera al concluir el bachillerato. Es igual como se llamen, no dejan de ser un instrumento del Estado para controlar y forzar que se lleve a cabo una determinada política educativa.
Los exámenes externos condicionan enormemente la docencia, ya que lo que se pide en ellos es lo que más importa conseguir, desplazando a un segundo plano lo que se considera accesorio. Se implanta así una forma perversa de pedagogía, en la que la evaluación se antepone a la educación.
Se impone de alguna manera una determinada forma de enseñanza, orientada a la superación de un examen, que dificulta o impide otro tipo de docencia; ya que los resultados conseguidos, el porcentaje de aprobados, se utilizan como indicador de la calidad de cada colegio. Es una forma eficaz de normalizar las escuelas, penalizando las posibles desviaciones.
Los defensores de estas pruebas argumentan que con ellas se contribuye a la igualdad de oportunidades y se garantiza la homogeneidad de las enseñanzas recibidas, minimizando las diferencias que pudiera haber entre los distintos centros y profesores. Es decir todos iguales y todos lo mismo, con independencia de que procedan de un colegio público o privado, de un barrio rico o pobre, de una u otra comunidad autónoma y al margen de que hayan tenido los mejores maestros o los docentes más impresentables.
¿Alguien puede creer que una prueba de este tipo va a otorgar las mismas posibilidades a quien ha nacido, crecido y estudiado en un ambiente privilegiado o favorable al estudio que a aquel que ha tenido que desenvolverse en las condiciones más adversas? Lo que se consigue con ella posiblemente sea el efecto contrario: añadir una dificultad más a quien ya las tenía. Y basta un ejemplo para confirmarlo: las actuales notas de corte de la selectividad no suponen un obstáculo para aquellos que tienen dinero para costearse la carrera elegida.
Otra de las razones que se esgrimen es que las evaluaciones externas fomentan el esfuerzo y contribuyen a la reducción del fracaso escolar y el abandono educativo temprano. Al parecer, se han olvidado de los resultados que se conseguían cuando las reválidas estaban vigentes, que fueron uno de los motivos para eliminarlas en la Reforma Educativa que tuvo lugar en los años 70.
Como muestra, basta recordar que en el curso 1965-66, la mitad de los alumnos no superó la reválida del antiguo Bachillerato Elemental (lo que ahora serían los dos últimos cursos de Primaria y los dos primeros cursos de la ESO) y más del 40% restante no fue capaz de aprobar la del Bachillerato Superior (los actuales 3º y 4º de la ESO). De los supervivientes, tan solo el 42,5% pudo aprobar el examen de Preuniversitario y acceder a la Universidad. Todo ello sin contar los que ya quedaron excluidos al no ser capaces de aprobar el examen de Ingreso que se exigía para iniciar el Bachillerato Elemental.
Si se comparan estos datos con los actuales (un 74% de graduados en ESO en 2010 y un 29% de españoles, entre 25 y 64 años, con titulación universitaria) se podría pensar que la eliminación de las reválidas más que contribuir al fracaso escolar colaboró a que disminuyera. Cierto es que, además de suprimir las reválidas, el país progresó en todos los niveles: económico, social, cultural, etc. y este desarrollo fue el motor del avance educativo.
En estos tiempos en los que no es previsible que vaya a producirse un crecimiento económico tan espectacular como el que tuvimos, parece que tendremos que optar por un desarrollo de otro tipo, si es que realmente queremos que la educación siga mejorando. Otro asunto es que nuestro único objetivo sea ser más competitivos emulando a Corea del Sur o a China, porque desde luego la reforma que se avecina no recuerda al modelo finlandés. En este caso puede que las futuras reválidas sean lo que el Estado necesita, aunque dudo mucho que de la selección despojada de innovación pueda surgir algo nuevo.
Estoy de acuerdo.
A ellos no les preocupa el individuo, el niño y el joven, en este caso.
Ni se dan cuenta del daño que pueden hacer porque así se criaron ellos, y mira dónde han llegado. Claro que con esas mentes tan brillantes. Tan brillantes y tan dañinas.
Pero soy optimista, encontrarán resistencia, y sin los docentes, la reválida no revalidará nada más que la estupidez.
Estamos a tiempo, a tiempo de no perder tiempo en prepararles para ninguna inválida, sino de prepararles para ser personas que no le tengan miedo a unos conceptos que dominan más que los que se inventan las preguntas.
Es ése el trabajo extra que hay que hacer, desde las figuras de padre y docente y de vecino o amigo del padre que se muere de miedo si su hijo no saca los puntos.
No estoy dispuesta a que destruyan lo que me importa, la integridad de los que están a mi cuidado.
Podemos hacerlo, creo que ellos improvisan pero nosotros estamos preparados. Nunca se sabe. No prepararé a mis alumnos ni a mis hijos para que trabajen para otro País que pretende comprarme. La dignidad no se compra.
Si hay que jugar al gato y al ratón, se juega. ¿no?
Por lo que entiendo, el fracaso disminuye, según usted, cuando se reduce la exigencia.
A efectos estadísticos sin duda es así, y si se preguntase únicamente la tabla del dos a los aspirantes a universitarios acabaríamos con el fracaso por completo.
La idea, sin embargo, es la excelencia, y para lograr la excelencia hay que dejar, lamentablemente, a mucha gente fuera. A unos, fuera de la educación universitaria y a otros, fuera de todo lo que no sea el mínimo obligatorio.
Por mi parte, creo que la evaluación exterior evita disparidades, discriminaciones, privilegios y aventurerismos educativos. En resumen: mamonadas y chanchullos.
Si en la Universidad examinaran también distintos profesores de los que enseñan nos llevaríamos unas cuantas sorpresas sobre la calidad de la enseñanza, la endogamia, y todos esos males que mantiene vigente el viejo aserto de que en España la ciencia avanza a golpe de funeral, porque hasta que no se muere el viejo catedrático nadie se atreve a proponer una nueva teoría.
En ningún momento he afirmado que «el fracaso disminuye cuando se reduce la exigencia» que es equivalente a decir «cuando se baja el listón hay muchos más que lo saltan». Simplemente he puesto en duda que la implantación de pruebas externas sirva para que más personas finalicen sus estudios.
Deduzco de su comentario que es usted partidario de un sistema normalizado, jerárquico y selectivo de educación y que califica los intentos de innovación como «aventurerismos educativos» (por ejemplo, la Institución Libre de Enseñanza o las prácticas educativas de Paulo Freire). Dentro de este sistema la búsqueda de la excelencia consiste en seleccionar los que mejor se ajustan a los requisitos previamente establecidos, lo cual dificulta enormemente que aparezca algo nuevo; por ejemplo, cualquier nueva teoría o forma distinta de solucionar un problema.
Comparto con usted que hay que buscar la excelencia, lo mejor de todos y cada uno de nosotros; pero el que alguien llegue a ser excelente no implica que los demás no lo sean. Ahora bien, si el excelente es el que llega primero en una carrera, evidentemente los demás no lo serán, aunque la carrera sea la final olímpica de los 100 metros lisos.
Para terminar, ¿está usted convencido que un examen, por muy externo que sea, puede evaluar los resultados de un proceso educativo que ha durado años y en el que han intervenido múltiples variables? ¿Qué es lo que está midiendo ese examen? ¿Qué es lo que está dejando fuera? En cuanto a las disparidades y discriminaciones, estas ya existían antes incluso de acudir a la escuela. El que todos se vean obligados a participar en la misma competición y a respetar las mismas reglas es una curiosa forma de concebir la igualdad de oportunidades.
Al comentario, excelente, del Sr HeathCliff (curioso nombre)le faltan sin embargo, dos datos esenciales para ser convincente;
Primeramente, lo que sus entendederas consideran excelente y segundo, el modo de conseguirlo.
En éste segundo punto y referente a su propuesta de que examinen profesores diferentes a los que imparten la docencia, le diré que cuando quiera puede examinar a los alumnos de cualquier Universidad pública, con la salvedad de que antes, debe mostrar sus credenciales, es decir su propia excelencia.
Da la casualidad de que, siendo concretos, aquí y ahora, los que nos imponen la excelencia a los demás los que hablan de excelencia, no predican con el ejemplo, porque ministros y secretarios de Estado del autodenominado «Ministerio de Ciencia y Competitividad», no podrían competir ni con un simple estudiante de Doctorado, que le sobrepasa en Excelencia, medida con los índices internacionales más obvios.
Por lo que lo mire por dónde lo mire, señoría, dígame de qué presume ..
Su argumento hace aguas por todos lados y además resulta ridículo, prueba de ello es que Alemania nos llama «con los brazos abiertos» y ellos, sí que saben cómo de preparados estamos -y también claro, cómo de inteligentes son nuestros políticos.
Pues frente a este debate me siento, como diría mi madre, “entre un agua y dos goteras” porque la verdad es que no sé definirme ni opinar claramente en una dirección ni en la otra.
Que los exámenes se realicen fuera del centro habitual y por examinadores externos puede tener el inconveniente de que el examinador vaya a piñón fijo, se encastille en calificar de acuerdo a baremos prefijados y pase totalmente por alto (no teniendo ningún elemento de cercanía en el que apoyarse) las cualidades y capacidades que, con independencia de cómo haga el examen, puedan estar adornando al alumno. Así exigirá, exigirá no se sabe quizás si lo más razonable, pero exigirá. O no exigirá si es que le pilla en un día de esos eufóricos en que a uno le parece bien todo…
Si el examen ha de hacerlo y puntuarlo alguien que tiene vinculación con el alumno — vinculación que resumiendo mucho y un poco a bulto y sin mucho afinar por mi parte puede ser de índole afectiva (que el chico o la chica le caiga bien aunque tenga sus peros); o de índole práctica (que el padre le regale un jamón si lo aprueba); o de índole igualmente práctica (que el padre del chico haya ido a verlo previamente y le haya avisado de que si no aprueba a su niño/a a lo mejor termina en el hospital por causa de un accidente); o de índole…
No se me vienen más índoles a la cabeza ahora mismo y puede parecer que estoy frivolizando. Pero, no; en serio. Lo que pasa es que todo en la vida es huidizo, y escurridizo, y sujeto a… subjetividades, claro.
Una cosa es que los temarios, o el sistema educativo, o los programas, o que el cómo se entiende qué es saber y qué es cultura pudieran entenderse y enfocarse de otra manera, de otras maneras, como aquí tantas veces y con tanto acierto habéis indicado tantos.
Pero si el Ministerio está ahí, con sus normas que de buen o de mal grado hay que acatar, y si para abrirse camino en un mundo tan discutible y lleno de defectos y carencias como el que tenemos el estudiante ha de dar la “talla” que la oficialidad marca y exige, parece que más desprovisto estará de personalismos el sistema que propugna que el examinador sea alguien de fuera.
Yo hice el bachiller de hace (…) años, cuando había dos revalidas y preuniversitario; de las reválidas no sé recordar cómo o dónde eran (aunque tengo una vaga idea de que íbamos a examinarnos al instituto) pero de cada curso eran los profesores del colegio los que nos examinaban.
Y no lo harían mal del todo, tuve compañeras muy brillantes que hicieron buenas carreras y hoy son personas de prestigio, pero tengo también la sensación de que siempre andaba una dependiendo un poco de si a tal o cual profesor o profesora se le “caía” mejor o peor.
En fin, no sé; pero no creo que el que los examinadores sean de fuera sea tan negativo como algunos lo pintáis.
Querida Irene, el problema no está en el examinador, sea externo o interno, sino en el examen. El problema está en que el Estado se atribuye el monopolio de los saberes, elige unos y descarta otros y fija para todo el mundo una única manera de demostrar que se tienen. El problema es que, procediendo así, estás impidiendo que el mundo cambie, porque concibes el conocimiento como algo cerrado que se adquiere acumulando piezas hasta que se tienen todas las que teóricamente se necesitan.
No es así como ha progresado la medicina, ni las técnicas, ni la ciencia, ni tantas otras cosas.
Que sí, Enrique, si eso lo entiendo; pero no logro darme cuenta de que el mal esté en la reválida. Pues con esa denominación o con cualquier otra, mientras los sistemas de enseñanza no sean otros, será igual la calidad de lo exigido. Es que creo que no consigo escribir bien lo que quiero decir. Pero, ¿tiene autoridad, o libertad, un maestro o profesor para enseñar lo que quiere y como lo quiere enseñar? Pues si no las tiene, la reválida, o la no reválida, ¿qué beneficio o qué perjuicio puede implicar?
Si está dispuesto a innovar, un profesor o un colegio tienen cierta libertad para desarrollar otro estilo de enseñanza, más o menos al margen de la oficialidad. Todo ello con el apoyo de los padres y contando con el poder de convicción y la habilidad del colegio o del profesor para conseguir que la inspección se lo permita.
Sin embargo, desde el momento que estableces una herramienta de control externo que permite comparar unos colegios con otros, los padres y el colegio empiezan a dudar, se asustan y pasan por el aro, no sea que el colegio se les vacíe. Entonces dejan de hacer ciertas cosas o les dedican menos tiempo y empiezan a entrenar a sus alumnos para que superen los exámenes estatales que, como puedes imaginar, consisten en la aplicación de ciertas técnicas (calcular, hacer análisis sintácticos, formular, etc) o en la repetición de ciertos contenidos enciclopédicos (anatomía de los artrópodos, dramaturgos del Barroco) totalmente fuera de contexto y nunca aplicados a la resolución de problemas o situaciones reales.
Con ello se mata o se dificulta cualquier intento de concebir el aprendizaje de otra manera que no sea la oficial.
A esto hay que añadir que las reválidas suponen una dificultad más a los que ya las tenían para adaptarse a lo establecido.
El mal no está solo en la reválida, pero la reválida es una forma muy eficaz de cribar lo que interesa sin preocuparse excesivamente de buscar una alternativa para aquellos que quedaron retenidos en el cedazo.
Estimados amigos:
He conocido esta bitácora por un comentario que el señor Enrique Sánchez dejó en la mía, y les felicito. He empezado a leer algunas de sus entradas referidas a la enseñanza, y, aunque pueda disentir en algunos aspectos, me resulta agradable y esperanzador escuchar voces templadas y argumentativas en medio de tanto griterío.
Sobre este asunto de las reválidas, me postulo a favor, aunque con ciertas reservas. Trabajo en la infame Secundaria española, y, en razón de la asignatura que imparto, me toca dar clase en Primer Ciclo de la ESO. Cada año mi asombro crece con el número de alumnos que llegan de Primaria con un nivel no muy distante del analfabetismo funcional. Niños de 12 y 13 años que apenas saben escribir y cuya dificultad para comprender un texto sencillo es la misma que yo tendría frente a un manual de Física Cuántica. No doy clase en un barrio marginal, sino en un pueblo a 20 km. de Sevilla.
¿Qué sentido tiene meter a estos niños en un Instituto, cuando su nivel ni siquiera se corresponde con los últimos cursos de Primaria? En este sentido, y dada la idiosincrasia de la escuela española, una prueba externa al final de la etapa no me parece tan mala idea.
Intuyo que sus mayores reservas van dirigidas hacia una hipotética concepción memorística de dichos exámenes. Si es así, ¿no cabe la posibilidad de concebir otro tipo de pruebas, en los que a ciertos contenidos se sume una demostración de las destrezas exigidas para continuar estudios de nivel medio? Pienso, salvando las distancias y los niveles, en el SAT americano, por poner un ejemplo.
Un cordial saludo.
Estimado Nacho:
La obligatoriedad de la escolarización debe venir acompañada, necesariamente, de una escuela integradora en la que vamos a encontrarnos con todo tipo de casuísticas: necesidades educativas especiales, escolarizaciones tardías, desconocimiento del idioma, entornos familiares catastróficos, etc. Toda esta problemática se refleja en los aprendizajes.
Cuando se presenta, lo habitual es que los alumnos reciban los apoyos correspondientes que se les puedan ofrecer (ahora menos, con los futuros recortes) y también es frecuente la repetición de curso (que según la ley es un curso, como máximo, en toda la educación primaria).
Si, a pesar de ello, el alumno no ha adquirido el nivel que sería deseable, de todas maneras tiene que promocionar a Secundaria (haya o no haya reválida) puesto que la educación es obligatoria hasta los 16 años. Es lo que hay y una de las funciones de la educación pública es precisamente esa: atender a todos los que acuden a ella.
En la admirada Finlandia la repetición de curso no es frecuente y, de producirse, suele ocurrir en edades muy tempranas, que es donde se concentran los esfuerzos para paliar, en lo posible, las dificultades de aprendizaje. Claro está que la homogeneidad del alumnado es mucho mayor de la que tenemos aquí, y la preparación de sus profesores y los recursos disponibles también.
Incluso la OCDE, promotora del informe PISA, desaconseja las repeticiones de curso. No creo que, en la mayoría de los casos, el problema del analfabetismo funcional pueda resolverse mediante exámenes. La situación real es que tenemos un porcentaje significativo de la población que inevitablemente va a fracasar en la escuela con los criterios que ahora tenemos sobre el fracaso o el éxito escolar y esta población necesita recibir la mejor educación que podamos ofrecerle, lo mismo que el resto, sin que unos ni otros «salgan perdiendo» sino, por el contrario, consiguiendo que se potencien.
Gracias por la visita y por el comentario. Continuaremos debatiendo (espero).
Estimado Nacho:
Leyendo con atención la entrada de tu blog y visitando algunos enlaces y entradas relacionadas con ella, me gustaría precisar algunas cosas, para que no malinterpretes mi comentario anterior:
La escuela integradora o comprensiva lleva implícita una contradicción en sí misma: mantiene dos raseros, el de toda la vida y el que tiene que contemporizar con la realidad de las aulas. No es posible dar una respuesta a las diferencias mientras sigan existiendo las agrupaciones por edades y cursos ni los currículos organizados por asignaturas y niveles deseables para cada edad.
Las diferencias no se solucionan intentando que todos sean iguales (ni a la baja ni a la alta). En otro post de este blog http://www.otraspoliticas.com/politica/igual-igual-igual se habla sobre ello.
No defiendo la LOGSE a ultranza ni el buenismo con el que se aplica, pero era un movimiento social inevitable. En el post http://www.otraspoliticas.com/educacion/entre-la-mediocridad-y-la-excelencia lo explico con más detalle.
En definitiva, que no nos asocies con el discurso del igualitarismo, que no vamos de eso, ni mucho menos.
Asistí a una reunión de un colegio de élite de la zona alta de Barcelona dirigida a los padres. Es uno de los colegios más exigentes y elitistas que se pueda imaginar. Los alumnos allí son de buena clase social pero se las notas se las tienen que ganar hincando los codos. La directora aclaró que el colegio citado no existía la libertad de cátedra en ningún caso, que todo funcionaba en torno al modelo educativo de la escuela al que el profesor de turno había que adaptarse. Vi que aquel colegio funcionaba como una unidad de sentido y que tenía una pedagogía coherente con sus objetivos. Sin duda forma parte de la escuela la competitividad y el desarrollo de la inteligencia mediante el esfuerzo.
En este sentido puedo pensar que las reválidas fomentan proyectos educativos más sólidos que los que están basados en la libertad de cátedra del profesor que hace dentro de su clase los experimentos pedagógicos que considera más oportunos, para bien y para mal. Y el proyecto de centro prima sobre la experimentación y la creación pedagógica. Esto es innegable. La idea de unificación de conocimientos valorados en reválidas diseña un modelo diferente al que hemos tenido hasta ahora (aunque cambiante). El problema, Enrique, es que yo soy consciente de adónde hemos llegado por este camino del constructivismo y la comprensividad, y el corolario de no dejar a nadie fuera. Cualquiera que esté dentro de la escuela pública no puede tener una opinión demasiado feliz sobre los resultados de estas doctrinas, aunque acuda a remedios diferentes. Pero es innegable que un instituto que funcione con un proyecto de centro potente, serio y consensuado por la comunidad educativa (con una dirección competente) podrá obtener resultados mucho mejores que otro que se base en la libertad sacrosanta de sus docentes de hacer lo que estimen oportuno.
Otro problema es el de plantearnos si esta unificación implica riqueza o perversidad.
Lo que sí que sé que es cierto es que el modelo actual no funciona. Eso es evidente para cualquier par de ojos atentos.
La esencia del tema reside en que el Estado se ha apropiado de la educación, dejando muy poco margen a los directamente implicados (alumnos, padres, profesores, vecinos, empresarios, etc.). Con la excusa de la homologación, se ocupa de decidir las titulaciones y establecer los contenidos, así como el tiempo necesario para alcanzarlos y la forma de medirlos. En este contexto, las reválidas son una de sus principales herramientas de modulación, normalización, control o como queramos llamarlo.
Si a esto le añadimos las continuas evidencias de que los partidos que se alternan en el poder priman sus intereses y su ideología sobre las necesidades y los intereses de aquellos a quien gobiernan, parece lógico que muchos tengamos nuestras reservas y suspicacias sobre ellas.