Se suele dar por supuesto que lo que cuenta un reloj tiene el mismo valor para todos aquellos que lo miran. Pero no es verdad; no es lo mismo una hora de invierno que una hora de verano, ni una hora después del amanecer que antes de la medianoche; no es lo mismo una hora cuando se tienen ocho años que cuando se tienen ochenta, ni es lo mismo una hora cuando se está deprimido que cuando se está enamorado.
Obsesionados por la eficacia, todavía aferrados a las ideas y los usos que hicieron posible la cadena de montaje, inventamos un tiempo común y lo fragmentamos, asignando una tarea y un rendimiento a cada fragmento. Tomando como referencia las agujas o los dígitos de una máquina, trabajamos, descansamos o nos divertimos cuando toca hacerlo.
Y de esto no está libre la escuela. Cada día, el tiempo se reparte, como la tarta de un problema de matemáticas, en porciones iguales, una para cada asignatura. No importa la edad, ni el lugar, ni el momento, ni la dedicación que requiere aquello que se va a hacer o se está haciendo. Lo que prima es que la máquina funcione, que puedan rentabilizarse los espacios y coordinarse los tiempos, que todo empiece y termine simultáneamente.
Los tiempos, los espacios, las enseñanzas y las personas están tan estipulados, tan sólidamente ligados entre ellos, que cualquier alteración de lo establecido se percibe como una interferencia, como un palo metido entre las ruedas. No deja de sorprender que se mantengan en la escuela muchas de las prácticas que ya se han abandonado en las empresas.
Como toda tarea colectiva, una escuela necesita coordinarse, armonizar los encuentros y tareas de aquellos que la componen. De eso no hay duda. Pero unas organizaciones son más rígidas que otras, unas limitan más y otras limitan menos.
De entre todas las organizaciones posibles, la distribución de los alumnos en grupos estables e independientes y el reparto del tiempo en sesiones de una hora es la más extendida y, aparentemente, la que mejor funciona. También es la única que conocemos, por lo que nos resulta difícil concebir o desenvolvernos fuera de ella. Sin embargo hay otras.
Por ejemplo, imaginemos que en una escuela, además de aulas, hubiera otro tipo de espacios: talleres, patios, porches cubiertos, rincones y otros lugares donde encontrarse. Imaginemos también que, en algún momento del día, la circulación por estos espacios fuera libre; es decir, que cada cual pudiera decidir dónde quería ir según lo que se estuviera haciendo en cada uno de estos lugares: construir, leer, hablar en inglés, ensayar una obra de teatro, escribir cuentos, resolver acertijos matemáticos o cualquier otra actividad que se hubiera considerado necesaria dentro de un diseño educativo.
Para prevenir el posible desbarajuste no harían falta muchas reglas: todo el mundo tiene que elegir una actividad y permanecer en ella hasta que termine, no se puede abandonar un proyecto sin una buena justificación, y otras por el estilo.
Cada uno de estos lugares y actividades estaría atendido por uno o más tutores, que no solo serían profesores, sino también alumnos (los más mayores, los que ya podían enseñar lo que ellos habían aprendido) y otras personas (padres, abuelos, vecinos, amigos, tíos) que estuvieran dispuestas a colaborar y asumieran este compromiso.
Esta manera de proceder no impide seguir manteniendo las clases y grupos convencionales, ya que una forma de organización no es incompatible con la otra. Es más, ambas se refuerzan y se complementan. Hay múltiples enseñanzas, tareas y actividades, que se pueden realizar sin segregar por edades o capacidades (en un taller de dibujo o en la creación de una revista se puede encontrar trabajo para todos); otras requieren todo lo contrario, deben estar diseñadas a la medida del que las busca o las necesita (por ejemplo, aprender a resolver ecuaciones o cualquier otra destreza o contenido que no se entendió bien en su momento).
Se podría argumentar que funcionando de esta manera, aunque no sea todo el tiempo lectivo, no se puede garantizar que los alumnos adquieran todos los contenidos que demanda el currículo. Pero, con un buen diseño y con imaginación, se pueden encontrar muchas formas de minimizar este problema; suponiendo que lo sea, porque, aseguradas las destrezas básicas, ¿qué importancia tiene que se sepa o no se sepa dónde desemboca el río Turia o cuál es el orden de los planetas? Especialmente si, en contrapartida, se ha aprendido a elegir, a ser autónomo, a convivir y trabajar con gentes de todas las edades, a enseñar a otros, a proponer y participar en proyectos y tantas otras cosas. Creo que merece la pena intentarlo, aunque sea un poquito.
Hay muchas otras fórmulas que podrían conseguir resultados parecidos, todas tienen en común lo mismo: introducir variedad, personalizar la atención y fomentar la autonomía.
Suena muy bien. Es una alternativa a algo que no está funcionando. Es creativa y poco constreñida. Creo, intuitivamente, que podría formar y educar personas independientes, responsables y socialmente interactivas ( no me atrevería a decir comprometidas!)
La señorita Araceli era incapaz de comprender por qué tenía, ella precisamente como siempre que era jueves, que girar exactamente ciento treinta y cuatro grados la barra de pan para colocarla apuntando (lo que era un decir, teniendo en cuenta que por alguna enigmática razón el coscurrito de la punta siempre faltaba) hacia la ventana.
¿No se había enterado a aquellas alturas todo el mundo de que si era jueves por la tarde lo que iba sobre la lavadora era la barra de pan y no la jarra del agua medio vacía?
Y que lo que pasaba — decía —era que no se prestaba la debida atención; porque no le parecía a ella que pudiera ser tan complicado recordarlo “porque, vamos a ver, Cristinita…” —conminando a la interpelada a que viniera “aquí, al encerado” y sometiéndola a un interrogatorio exhaustivo solicitando detalles a veces del todo peregrinos de tal o cual acontecimiento de nuestra Historia en los que ella, Araceli, gustaba aunque nada más fuese por mortificarla de ensañarse — “dinos, dónde exactamente estaba y cómo era” tal o cual minucia irrelevante que se le pasase por su cabeza de cabellos canosos y sin brillo peinados en un pequeño moño en todo lo alto de la coronilla, como una castaña.
Y Cristinita se esforzaba, ponía todo su empeño en que la minucia irrelevante, fuera la que fuese, tomara en su sentir de ahora la consistencia, la textura, el color y la forma y — si los tuviere — el sonido y el aroma que (por obra y gracia de un saber hacer que siempre estaba en otros pero nunca en ella) adornaron aquel cestillo que, envuelto otrora en papel celofán y conteniendo pastillas de jabón trasuntos de fresas o mandarinas o manzanas, deviniera en salacot sobre los rizos que (una vez destejido un jersey de ochos que tras el estirón de las anginas se le quedó pequeño a una Peláez) enmarcaron el rostro rubicundo de Margarita, la del notario, encantada de padecer vicisitudes y penurias bajo los rayos del inclemente sol africano que daba, por aquel entonces, de plano sobre los terraplenes que terminaron siendo el polideportivo con piscina y tres pistas de tenis de junto a lo que —hasta que se jubiló don Apolonio sin tiempo el pobre de ver una transformación tan prodigiosa — se llamó siempre “el cuartillo de aliñar las berenjenas”.
No me gusta el cole.
Ni un pelo.
Me gusta patinar.
Si pudiera patinar UN DIA en clase de sociales…
Me gusta cantar y bailar como una loca.
Pero a mi profe no le gusta. Y él es el que manda.
¿Por qué el más aburrido es siempre el que manda?
Tengo que estar sentada. Horas y horas. Porque a él le gusta estar horas y horas sentado.
Quieren que sea vieja.
¡No soy vieja! ¡Y nunca seré vieja!
Como mi abuela Matilde, que es mi amiga.
No me gusta despertarme así. Todos los días.
Como mi papá, que se va a su trabajo enfadado.
¿Es que piensan que el cole es mi trabajo?
¿Y si el cole fuese una discoteca?
¿O una pista de circo?
¿O un hotel para turistas?
¿O una fábrica de hacer pasteles?
¿O una emisora de televisión?
¿O una casa de los horrores?
¿O un museo de esculturas? ¿O de relojes? ¿O de fotos antiguas?
¿O un barco que viaja al Polo Norte?
¿O un hospital de ancianitos?
¿Y si los profes aprendieran a jugar?
¿Y si pudiéramos inventarnos entre todos lo que hacer cada día?
No quiero aprender a ser mayor.
No quiero ser como ellos.
Siempre igual.
Que aprendan ellos otra vez.
Que aprendan mejor.
Que aprendan, por lo menos, a estar contentos.
Y a inventarse cosas.
(c) M. A. Mendo. 2012
Que bonito!! ya es hora!
El articulo invita a crear y ya lo estamos viendo por las opiniones. Crear es la palabra mágica y entonces surgen poetas como Mendo, , «cocineras» de cuentos como Irene, etc.
Así el mundo será más artesano, lo transformaremos y le daremos otra forma. Quizás siglos después la esfera se «combará» y tendrá otro nombre o imagen.
Desde pequeña me gustó lo extraño.
Si conocía a tres chicas nuevas, me gustaba la que escribía con la mano izquierda.
Me atraía lo que no era normal, y no hablo sólo de lo prohibido, sino sobretodo de lo irregular.
Así, lo que no casaba con la norma, por millones de motivos, se convirtió en una segunda piel en mí, al principio de forma inconsciente, ahora, en la madurez, en una forma de ser.
Enrique, me gusta tu artículo, me despierta ecos conocidos,y, sigo estando de acuerdo con todo lo que dices e insinúas, sin excepción.
Pero, mi comentario es más para Mendo.
Escribe «muy lindo», como diría un amigo mío argentino.
Educar a los niños es maravilloso, reeducar a los adultos es un reto divertido, apasionante, frustante, agotador, una delicia con sabor a vino añejo, a veces, avinagrado, otras.
Cuando empiezo mis clases con ellos, empieza la fiesta.
El primer día, sentados correctamente, pulcros, repeinados, estirados, y en el fondo, secretamente tímidos. Esconden sus nervios agarrándose al bolígrafo y al cuaderno de notas, como si se tratasen de seguros contra accidentes intelectuales. Y, de repente, «la profe» les obliga a abandonar sus mesas-escudo, a dejar olvidados «los bolis», les mira directamente a los ojos y les incita a moverse por la clase, a conquistar el espacio, a hacerlo suyo, les quiere conocer, hacer que se conozcan, que hablen, que expresen. Algunos observan desconcertados, buscan aliados en el caos de su hasta entonces ordenada clase, piensan, se preguntan «¿estará loca?, ¿será típico en España dar así las clases?…» Y, poco a poco, se olvidan de sus papeles fijos en la vida cotidiana, tiran por la ventana sus vergüenzas, echan aceite en sus huesos y sonrisas. Empiezan a reirse de sí mismos, cuando se equivocan, prueban de nuevo, se olvidan del usted, se quieren conocer.
Y yo, dentro de mí, grito: «¡Milagro!»
Es hermoso, al día siguiente, verlos llegar con ropa cómoda, zapatillas de deporte, con una sonrisa colgada en la cara, curiosos, con ganas de que les sorprendan, con ganas de aprender de otra manera, otras cosas, o las mismas, preparados para cualquier eventualidad, abiertos, flexibles.
Y, a partir de ese momento hasta el final del curso, hablamos mucho: del amor, de la aldea global, de la internet, de los cuidados paliativos, de recortes, de la publicidad de coca-cola, de los rusos, de la tortilla de patata.
Así los grupos, así las metamorfosis. Así la consiguen todos, unos pocos, dos o tres, nadie.
Pero, a mí, me atrae lo extraño, lo raro, y, hoy día, eso está escondido, lo escondemos porque se nos olvidó que quién creó la normalidad fuimos nosotros mismos, y que por esa razón, nosotros mismos podemos cambiarla.
Intentaré ser humilde, por eso uso «creer y no estar segura»: creo que es posible educar de otra manera y encontrar «lo irregular del ser».
Te felicito, Micaela. Y te agradezco tu gusto por lo extraño y tu entrega a la fiesta escolar (no tanto por mí, sino por la maravillosa influencia liberadora y creativa que ejerces sobre tus alumnos, mis jovencitos compañeros de vida.) ¡Cuánto me hubiera gustado tenerte como profesora!
El cuento que he compartido aquí lo escribí pensando en un álbum ilustrado, pero enseguida comprendí que nadie me lo iba a publicar. Gracias por tu comentario.
A Miguel Ángel Mendo:
Cuando leí este comentario me produjo bastante sorpresa que dejases de hacer algo que sabías hacer, y que te hubiese gustado hacer, sólo porque entendiste que no te lo iban a publicar. Es decir, que no lo ibas a vender, y como no lo ibas a vender y no ibas a obtener un beneficio era un trabajo con el que no merecía la pena perder el tiempo.
Así es cómo lo entendí, y lo sentí, y se me quedó rondando en el ánimo no sé qué sensación extraña de que hoy en día los artistas —porque un escritor es un artista — se han (u os habéis) ido convirtiendo en algo así como una especie de “asalariados”, de mano de obra a la que los editores exigen un rendimiento que no se diferencia mucho del que se espera de un fabricante de cualquier tipo de artilugios como puedan ser zapatos, ladrillos o lavadoras.
Hoy, cuando ya se han ido publicando en este blog más artículos, y se han vertido opiniones diversas acerca de muy diferentes temas, al leer un comentario de Manu Oquendo al artículo de Manuel Bautista La crisis y el valor de los mayores…
Este comentario exactamente:
http://www.otraspoliticas.com/politica/la-crisis-y-el-valor-de-los-mayores#comment-655
… me ha vuelto a la memoria por aquello que él dice de los trabajos productivos y los no productivos a efectos de crear riqueza.
Es por lo que digo que los artistas os habéis ido convirtiendo en trabajadores; que está muy bien ser trabajador, sí, y tener una ocupación con la que ganarse la vida. Pero creo que arte y productividad no debieran jamás interferirse. Y que el que tiene alma de escritor tal vez debiera — bueno, es sólo mi opinión — dedicarse a cualquier otro tipo de actividad, y la literatura (o la pintura o el cante o lo que sea) vivirla solamente como arte sin plantearse si le va a dar de comer o no.
Por otra parte, eso de desvincular cualquier actividad artística del concepto dinero y de intereses inmediatos que satisfacer, devolvería al arte, a todo tipo de arte, su sentido de ser, pues, eso, expresión artística con lo que ello conlleva de algo como acercar al que lo lee, o mira o escucha, no sé qué sensación de estar entrando en contacto con la divinidad…
Y eso no sé el valor que tendrá, pero no tiene precio.
Un saludo.
Lo que describes hace tiempo que se desarrolla en varios espacios, un ejemplo:
http://www.cronicasalmargen.info/2008/11/o-pelouro-otra-educacin-es-posible.html
Aunque parece que no quieren permitir que esto suceda, ya que si en la escuela ya pueden ir y hacer aquello que quieren o les interesa no van a dejar después que les digan continuamente lo que tienen que hacer en una empresa.
Enrique, describes un problema y esbozas una solución.
De tanto habernos acostumbrado a él, parecería que no existe o que no tiene solución.
Se trata de una solución que parece que debería proceder de arriba, los administradores de la educación, o/y de la acción coordinada, o no, de muchos seres humanos dedicamos a la educación.
Si de nosotros dependiera aportar nuestro granito de arena y más allá de imaginar ¿por dónde te parece que podríamos empezar nuestros primeros pasos?
Para que la solución llegue desde arriba tiene que existir una demanda desde abajo, que podría consistir, por ejemplo, en la presentación de proyectos educativos lo suficientemente sólidos y argumentados como para que fuera difícil rechazarlos. La ley educativa actual ofrece la posibilidad de hacerlo.
Claro está que para que existan estos proyectos tienen que haber colectivos que los elaboren y se comprometan a desarrollarlos, cuestión que me parece tanto o más importante que la anterior, especialmente en la enseñanza pública, donde hay una gran rotación del profesorado y resulta más difícil disponer de una plantilla estable y donde el equipo directivo tiene un margen de acción más limitado que en un centro privado.
No obstante, sería suficiente con que hubiera un grupo de profesores lo suficientemente amplio como para crear escuela. Los nuevos profesores que se incorporaran se encontrarían con unas determinadas prácticas y formas de hacer de modo que, si estas prácticas funcionan y proporcionan resultados visibles y constatados, no tardarían en adoptarlas ya que el ambiente y la satisfacción del trabajo invitarían a hacerlo.
Si se da el caso, bastante habitual, de que un colectivo escolar no está dispuesto a arriesgar, sino que se quiere mantener en la seguridad de lo conocido, siempre habrá personas con las que tendremos más afinidad o que son más propicias a innovar. Este será el punto de partida. Se puede conseguir más flexibilidad, simplemente mediante coordinaciones puntuales y actividades conjuntas. Habría que estudiar los horarios o diseñarlos de forma que fuera posible que dos o más grupos de alumnos y dos o más profesores pudieran trabajar juntos en el mismo espacio, o bien en espacios distintos pero mezclados. Cualquier fórmula que permita componer y recomponer grupos de trabajo según las necesidades de lo que se esté haciendo siempre es enriquecedora.
Y si nada de lo anterior es posible, siempre queda el trabajo individual. Hay muchas maneras de enseñar y aprender diferentes del estereotipo que todos tenemos en la cabeza: aprendizaje cooperativo, trabajo por proyectos, tutorías entre iguales y otras estrategias pensadas para atender las demandas de una escuela integradora. Si se consigue implicar a los alumnos, si ellos se consideran protagonistas de lo que están haciendo y no meros ejecutores, las cosas necesariamente tienen que empezar a cambiar.
En fin, no hay recetas para el cambio y soy consciente de que no te he dado una respuesta concreta. Tampoco la tengo. Con estos artículos solo intento explicar por dónde creo que podrían ir las cosas.
Estoy pensando en voz alta, ¿vale?
No pretende ser un análisis profundo de nada.
¿Un principio?
Imaginemos que queremos montar una escuela pública.
¿Qué necesitamos?: niños, padres y profesores. Son los tres vértices del triángulo equilátero de la educación, para mí.
Niños: hay cada vez menos y con más problemas de aprendizaje, integración, interés …
Padres: cada vez más interesados en encontrar soluciones y proyectos educativos innovadores, por diferentes motivos (más posibilidades futuras para sus hijos, niños más felices-adultos más felices…)
Profesores: muchos y la mayoría desencantados, desmoralizados, dormidos, pocos pedagogos y demasiados que trabajan en la educación porque no hay otra cosa.
En la escuela pública, los criterios para la distribución de alumnos está relacionado con el domicilio: el niño va a la escuela que está más cerca de casa, o donde ya está un hermano.
Hay poca flexibilidad, tienes que tomar lo que hay porque otra cosa no es posible sin tener que pagar por ello o necesitar un informe médico (niño hiperactivo, o con el síndrome tal o cual, por ejemplo)para poder optar a colegios que ofrezcan otras dinámicas.
Mi pregunta es:
¿cómo funcionarían las escuelas si los padres tuvieramos el derecho a elegirlas dependiendo de la capacidad humana del profesorado, del interés de su proyecto, de los resultados de esos niños-futuros?
¿se acabaría la abulia en los profesores, se despertaría la inquietud por concebir proyectos educativos innovadores, dejarían de trabajar individualmente y dando palos de ciego los educadores con visión … etc…?
Los padres con poco dinero y muchas ganas, y muchos sueños para sus hijos (y, no sólo ellos), tendrían la oportunidad de decidir en qué centro público dejar a su hijo, y tal vez, gracias a ello, aunque, al principio fuera solo por miedo a quedarse sin alumnos, empezarían los cambios.
Ya no habría que recurrir a la escuela privada para buscar la carísima tirita de la gran herida, por ejemplo.
Los adolescentes podrían elegir a sus profesores en los institutos también y pobre de aquellos que no tuvieran el valor de cambiar sus hojas de apuntes amarillentos y sus clases magistrales, por un estilo fresco, dinámico, dialéctico…, porque estarían condenados al silencio y la compañía de bancos mudos y sillas vacías.
Solo de imaginarlo se me quitan cien años de encima, y escucho bullir mi sangre y la cabeza me estalla de ideas, posibilidades, futuros, imágenes de chavales que ríen y aprenden y entregan y dan y enseñan a otros …
¿Sería posible, sería un principio?
Eso que propones ya está a punto de aprobarse en la Comunidad de Madrid, o al menos así se anunció no hace mucho. Sin embargo, lo que parece bueno, puede tener sus inconvenientes.
Por ejemplo, en esta misma Comunidad se hacen periódicamente exámenes y se publican los resultados, lo que permite comparar los colegios según que sus alumnos hayan hecho mejor o peor un dictado, unos cálculos y otras cosas por el estilo. Cabe esperar que la inmensa mayoría de padres intentaría llevar a sus hijos a los colegios de los primeros puestos de la lista, sin considerar que unos malos resultados en un examen pueden ser un indicio de que en los colegios que ocupan los últimos puestos se están trabajando otras cosas o de otra manera.
Dudo mucho que en el momento actual los padres que buscan «el mejor colegio para sus hijos» tengan en su cabeza el tipo de colegio que tú imaginas. Pero, aunque así fuera, no resulta tan fácil elegir un centro que está muy alejado de tu casa,sobre todo si tienes pocos recursos económicos y, además, tu horario de trabajo no te permite desplazarte con tu hijo. Más difícil todavía si perteneces a lo que ahora se llama clases sociales desfavorecidas. Cabe la posibilidad de que algunas escuelas públicas se convirtieran en guetos.
Hay muchas más razones a favor y en contra. En algunos países lo llevan haciendo desde hace años y no parece que haya mucha diferencia con los que no lo hacen.
Te respondo teniendo muy claro que es una idea entre muchas posibles, si se descarta por no viable, adelante a por la siguiente.
Pero, ¿la idea es básicamente buena?
Si es así, se trata de definirla, para que no se convierta en un engendro.
Desmontemos uno por uno los inconvenientes,ofrezcamos alternativas, inventemos la utopía con los pies en el suelo.
Si se ama una idea, si se cree en ella, se puede entender que la gente luche para que pase a ser algo real. Dificultades, peligros, malentendidos, malversaciones de la idea estarán siempre presentes. Continuamente habrá que luchar contra la dogmatización, domesticación o institucionalización del impulso primitivo.
Tampoco hablo de empezar a lo grande, lo del cambio global es una labor lenta, penosa, constante, de dar tres pasos para adelante y cuatro para atrás la mayoría de las veces. Pero, nada empieza si no se da el primer paso y hay fe y ansias de UTOPÍA.
… que no es posible en Madrid-centro, se prueba con una experiencia piloto en el sur de Madrid, en un barrio donde muchos desfavorecidos lo tienen todo perdido, a lo mejor precisamente por eso apuestan más fuerte o les da más igual, … que tengo que trabajar y no puedo llevar al niño, hay vecinas, o ¿rutas? o ¿padres que viajan solos y pueden hacer de «autobuses»?,… que se ha probado en otros países y no parece que la cosa funcione, analicemos ¿por qué no ha funcionado?… que este padre me trae al niño porque quiere un buen curriculo para él, pues se le intenta explicar de qué va la cosa y si no se entera, pues no es admitido.
En todo caso, ¿la situación será peor que ahora?
La idea básica se irá trasformando, creciendo, involucrando. Hacer ruído para que oigan primero, y después encontrar las melodías adecuadas a cada circunstancia.
Importante: ser fiel a la idea, sin perder el rumbo, trabajar como la hormiga, crear proyectos, buscar personas, organizar equipos de trabajo…
Enrique, en Vorarlberg, donde vivo, de claro carácter conservador, hay una escuela Montessori PÚBLICA, que empezó con un director loco que se fugó de una escuela Montessori privada, y forma a otros profesores para que puedan enseñar en otras escuelas públicas. Los padres se apuntan en listas de espera interminables porque saben que la alternativa, no en la Escuela Primaria, sino en la Secundaria, es muy triste. Y aquí también tenemos clases desfavorecidas.
Creo que solo es posible cambiar las cosas cuando se cree con las vísceras y la cabeza que se pueden cambiar. No soy ilusa, todo requiere mucho trabajo, pero no hago otra cosa desde que nací, por lo menos que lo que haga me provoque sensaciones de posibilidad y no de fatalidad, inevitabilidad.
Aquí, hace un día precioso de sol, asoman las primeras flores, y la primera nieve se derrite.
Te invito a visitar la página de http://www.hightechhigh.org, y a navegar por las fotos y vídeos. Es un ejemplo exitoso de escuela donde se ha roto con la organización tradicional, tayloriana, del tiempo y el espacio en las escuelas.