Hace ya bastante tiempo que se viene hablando de la necesidad de aprobar una nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal. La que tenemos es de finales del siglo XIX y ya no aguanta más retoques parciales, que lo que hacen es tratar de parchear sus inmensos agujeros. La Ley de Enjuiciamiento Criminal es la que dice cómo y quien investiga y juzga los delitos y faltas, por lo que a ninguno se nos escapa su importancia.
El último Gobierno de Zapatero tenía preparado un anteproyecto, que murió tras las elecciones que encumbraron a Rajoy. El Gobierno actual hace algunos días presentó oficialmente el borrador de Código Procesal Penal, que tiene algo en común con el anteproyecto de ZP: la instrucción de los delitos y faltas, que ahora corresponde a los jueces, pasaría a atribuirse a los fiscales. Cuando en una reforma tan radical y de tanto calado, sin mucho ruido, se ponen de acuerdo los dos principales partidos, abróchense los cinturones que vienen curvas.
En la época de la Inquisición todo era bastante sencillo. El inquisidor investigaba, acusaba y juzgaba, con lo cual el pre-juicio lo tenía desde el primer minuto. En los modernos Estados de Derecho, se considera que quien juzga debe mantener la imparcialidad, que perdería si participara en la investigación o si acusara. Por eso las tres funciones están separadas en tres órganos del Estado: el juez de instrucción dirige la investigación, el fiscal acusa si considera que hay prueba suficiente y otro juez o tribunal juzga y decide si el acusado es culpable o inocente.
Atribuir al fiscal la instrucción supone que asumiría la función de dirigir la investigación y la de acusar. En nuestro sistema penal esto tiene dos graves inconvenientes. El primero es que difícilmente se mantiene la igualdad de armas entre quien acusa y quien se defiende, cuando el primero cuenta con todo el poder del Estado para conseguir las pruebas que le permitan fundamentar su acusación. En el borrador de Código Procesal Penal, la policía judicial pasa a depender orgánicamente del fiscal, que puede decidir qué se investiga y qué no se investiga. Obviamente si es el fiscal, y no el juez de instrucción, el que dirige la investigación podría tener la tentación de orientarla en el sentido que más favorezca a la parte acusadora. Y no podemos olvidar que el fiscal gana el caso si finalmente hay una condena. En nuestro sistema penal, el fiscal es una parte que acusa y, por tanto, no es imparcial. Vamos que yo, como imputado de un delito –que a lo mejor no he cometido– no me sentiría tranquilo de tener un juicio justo si quien va a investigarlo es al mismo tiempo quien me tiene que acusar.
Pero el segundo inconveniente es todavía más grave. En España, los fiscales no tienen un estatuto que garantice su independencia del poder político. La Constitución, generando verdadera confusión, dice una cosa y la contraria. Atención: los fiscales actúan conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica; pero con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad. La dependencia jerárquica la tienen con el Fiscal General del Estado, que es nombrado directamente por el Gobierno. Es decir, una imparcialidad bastante dudosa.
¿Cómo se puede atribuir a una organización que depende jerárquicamente de una persona nombrada por el Gobierno, la decisión de qué delitos se investigan, cómo se investigan, qué líneas sigue la investigación y a quiénes y por qué delitos se acusa? En esa mayoría anónima de delitos de los que pocos se enteran, la cuestión tiene la importancia que antes señalaba de que se rompe el equilibrio de armas, aunque cabe suponer que los fiscales ejercerán sus funciones según su leal saber y entender y sin intromisiones; pero ¿qué ocurre en esos casos que aparecen en los medios de comunicación, que afectan a personalidades y que a todos parecen incumbirnos? ¿No podría tener el Gobierno de turno la fuerte tentación de dirigir la investigación y la acusación en función de sus propios intereses? Es relativamente fácil levantar el teléfono y llamar al Fiscal General del Estado y, a partir de ahí, entra en juego la dependencia jerárquica. Es cierto que el fiscal que lleve el caso puede oponerse invocando su sometimiento a la ley y su deber de imparcialidad; pero siempre surge la duda de ¿cuántos serían capaces de oponerse a su superior?
Los partidarios de la instrucción por el fiscal argumentan que el sistema español es exótico y que, en la mayoría de los países de nuestro entorno, el fiscal dirige la investigación. Es cierto que en muchos países se hace así. Pero creo que en este caso podemos sacar pecho y afirmar que tenemos un sistema más garantista y, ¿por qué no?, mejor. Si no viviéramos acomplejados nos daríamos cuenta de que la instrucción por un juez es un avance.
Pero, en cualquier caso, si queremos copiar lo que se hace fuera, no vale copiar a medias, que entonces nos sale un Frankenstein. Los países en los que funciona bien la instrucción por el fiscal son aquellos en los que la fiscalía tiene un estatuto de independencia del poder político parecido al de los jueces. Empecemos el edificio por los pilares y nos irá mejor. El ejemplo que todos conocemos por las películas de juicios es el de los EEUU. Ahí los fiscales son cargos electos que responden directamente frente a su electorado; pero aun así no dejan de producirse los vicios a que me he referido: una desigualdad de armas que solo los ricos pueden compensar contratando a detectives privados que busquen pruebas para su defensa y mediante la presión política sobre los fiscales en los casos más delicados. No me parece que el funcionamiento sea modélico.
Para ver el cuadro completo hace falta una reflexión más. Para que pueda juzgarse y, en su caso, condenarse a una persona es necesario que alguien acuse. Sin acusación los jueces no pueden abrir juicio ni condenar. ¿Quiénes pueden acusar? El fiscal, el perjudicado por el delito, o un tercero no perjudicado directamente pero que actúe como acusación popular. En los delitos sin perjudicado concreto, como suelen ser los de corrupción -en los que se perjudica genéricamente a la sociedad- solo pueden acusar la fiscalía o la acusación popular. Hasta hace bien poco, aunque la fiscalía no acusara, podía llevarse al banquillo a una persona a instancia de la acción popular. Esto cambió repentinamente con el llamado caso Botín, en el que la fiscalía decidió no acusar. Solo la acusación popular se mantuvo firme. Nuestros Tribunales dijeron que si no acusaba el fiscal o el perjudicado, no podía haber juicio ni condena. No bastaba con la acusación popular. Es cierto que en el caso Atuxa se dijo lo contrario; pero lo cierto es que sigue sin estar claro si la acusación popular (todos podemos pensar en el sindicato Manos Limpias) puede ir en solitario. Esto tiene una enorme relevancia para casos que están todos los días en los periódicos, como los que afectan a la Casa Real, a la trama Gurtel, a los ERES de Andalucía o incluso al caso Bárcenas. En efecto, la doctrina del caso Botín conduce a que en delitos como los de corrupción, en los que no hay un perjudicado concreto, el fiscal tiene el monopolio de la acusación y, por tanto, de la decisión de quien puede ser condenado.
Visto el cuadro completo, y al margen de que, como parece más sensato la instrucción se siga atribuyendo a los jueces, parece imprescindible que se refuerce de una vez por todas la independencia del Ministerio Fiscal. Sin fiscales independientes no existe ninguna garantía de que se investiguen y se persigan correctamente los delitos que vemos en los medios de comunicación.
Soluciones hay. El Fiscal General del Estado podría ser elegido por los propios fiscales. Esta opción, sin embargo, molesta a los partidos de izquierdas, dado que la mayoría de los fiscales asociados pertenecen a una asociación que se suele considerar conservadora; con lo que, en principio, podría suponerse que siempre sería elegido un fiscal de perfil conservador. El sorteo es un sistema de designación que ha sido defendido en algún post de este blog ya que, como decía Rabindranath Tagore en uno de sus más potentes escritos, “un pueblo debería elegir para su gobierno a aquel que nunca se hubiera postulado para ello, a aquel que no hubiera demostrado afán alguno por lograr el poder”. El sorteo garantiza la independencia, pero no que el elegido sea el más meritorio. Un sistema que busca el equilibrio entre ambos principios podría ser el sorteo entre los fiscales que hayan alcanzado el mayor nivel en la carrera fiscal. Si la carrera está bien diseñada deberían llegar a la cúspide de la pirámide los más capaces y entre ellos se elegiría uno por sorteo. Alguien capaz y que no ha manifestado interés por el poder. No suena mal.
Sólo un apunte más a su inteligente y clara exposición : la responsabilidad.
Los jueces y sólo los jueces tienen un delito propio, el de la prevaricación judicial. Si se traslada la investigación penal a los fiscales deben tener como contrapartida al inmenso poder que abarcarán la responsabilidad penal propia ley específica, el dictar decretos injustos dolosa o imprudentemente. No hay responsabilidad sin sanción.
Y ciertamente, hasta ahora el fiscal «imparcial» de los directamente implicados, dejará de serlo, al pasar de mera parte contra otra y teniendo un tercero – el juez- entre ambas a ser el director de orquesta (el proceso será suyo).
En los países que han perdido la figura del juez instructor, ven con admiración la pervivencia del juez instructor español. Saludos.
Magnífico artículo, Manuel. Es muy clarificador para los que no estamos en el ramo y, ciertamente, despierta intranquilidad. Ojalá trascienda por los ámbitos jurídicos, porque es como para plantearse adónde nos aboca nuestra llamada justicia.
Gracias por tu valentía.
Desde luego el sistema penal Español deja mucho que desear en temas de independencia. Da la sensación de que se definió para garantizar que quienes tenían el poder en los 70 lo siguieran teniendo al poder controlar los mecanismos legales que la sociedad podía poner en marcha para defenderse y quitarles del poder.
En temas de corrupción, aparte de la independencia de los fiscales, sería interesante dotar a la justicia de más recursos para que se pudieran investigar estos casos con celeridad. Además habría que cambiar las leyes para que los crímines de corrupción sean penalizados con más fuerza, por ejemplo que se tenga que devolver todo el dinero substraido multiplicado por 10, así más de uno se pensaría cometer el crímen. Ahora sale demasiado «barato» hacerlo…
Parece que estamos en una injusticia sobre ruedas http://tangledpolitics.wordpress.com/2013/06/17/injusticia-sobre-ruedas/
Estimado D. Manuel Gonzalez, muy interesante su articulo. Y, sobre todo, muy actual.
Quizás, deberíamos hacer memoria de la importancia de los filósofos del Derecho en la historia, no muy lejana, de España. Aquellos que influyeron, en su éxodo, «magníficamente» ,en el desarrollo del Derecho en la America hispana.
Su reflexión sobre el papel del juez y el fiscal, debería alertarnos sobre los peligros de la Democracia en estos tiempos que corren. Con estos artículos se debería abrir los ojos, más que con mil consignas políticas vacuas.
Es en el mecanismo, «solapado», de las instituciones es donde esta el peligro ideológico. Los ciudadanos apenas percibimos lo que realmente pasa en el juego político. Entre las bambalinas de los Parlamentos.
Nos fijamos en las consignas, que nos mandan los medios de comunicación, sobre el salario de los diputados, los coches oficiales, etc. Pero pasamos inadvertidos sobre la merma democratica de las leyes,cegados por el bulo de tener pocas leyes, cuestión que estaría bien si fortaleciera la democracia y no al comercio de los intereses.
Muchas gracias por su articulo, que apenas lo descubro.