Hoy empiezo con dos citas, la primera de Julio César, en sus Comentarios a la guerra de las Galias: “La naturaleza humana está imbuida universalmente del deseo de libertad y del odio a la servitud”. La segunda es de un amiguete suyo, Salustio: “Solo unos pocos prefieren la libertad, la mayoría no busca más que buenos amos”.
No voy a entrar aquí en qué es la libertad, si esta existe, el libre albedrío frente al destino y todas esas cosas tan etéreas, porque cada vez tengo más claro que desde el momento en que vivimos en sociedad y nos juntamos con más gente, que cree tener derecho a la libertad tanto como creemos tenerlo cada uno de nosotros, y nuestros derechos chocan irremisiblemente con los suyos, lo de ser libre como el viento es una utopía, y por eso me voy a centrar hoy en lo de los “buenos amos”, que me parece un problema más abordable.
En los tiempos de César y Salustio, y en gran parte por culpa del primero, la forma de elegir a los amos estaba a punto de cambiar para siempre, y en solo unos años la forma de regir las vidas de millones de personas pasaría de ser una República (no una república cualquiera, sino la República, espejo de todas las que vinieron después: incluso hoy en día la república que más manda, la de los EEUU tiene su Capitolio y su Senado, como la romana) a ser un Imperio.
Hasta que César decidió cambiar las reglas del juego (le costó caro: 23 puñaladas) la República romana había pasado de ser una pequeña urbe, rodeada de otras que en principio lo tenían bastante más fácil para progresar que ella a convertirse en un poder hegemónico que dominaba todas las orillas del Mediterráneo y se extendía hasta llegar a ser el mayor poder de su época, y Roma consiguió llegar hasta allí gracias fundamentalmente a dos cosas: el poder de sus legiones y el equilibrio de poderes que consiguió crear entre los que gobernaban la ciudad. El máximo poder era ejercido por dos Cónsules, para que ninguno de ellos se tomase demasiadas libertades, y ambos estaban vigilados por el Senado que, casi siempre, tuvo capacidad de influencia en sus decisiones. Existía además la figura del Tribuno de la Plebe, para atender los requerimientos de esta, y luego estaban los Censores, que, aunque parezca una tontería, tenían un enorme poder.
En Roma eran los ciudadanos los que elegían a sus gobernantes, pero no nos confundamos, no era una democracia como la de los griegos, un sistema que incluso para los griegos de la época había demostrado no ser lo bastante eficaz. En Roma todos los ciudadanos podían votar, pero no todos los votos valían lo mismo: por supuesto valía más el voto de un rico que el de un pobre y el de un patricio que el de un plebeyo y el sistema estaba montado de tal modo que a la mayor parte de la gente no le traía cuenta ir a votar: primero votaban los ricos, por orden definido en el censo, luego cada tribu tenía su propio sistema, pero al final se resumía en que si eras plebeyo y pobre podías tirarte todo el día al sol esperando para introducir un voto que virtualmente no servía para nada… y eso desincentiva.
El que decidía cuándo votabas, cuánto valía tu voto y a qué cargos públicos podías optar, además de otras tareas, era el Censor, que era el que validaba el Censo. Ser Censor era la cumbre del “cursus honorum” para los romanos, el cargo más importante en la República (hasta el punto de que lo primero que hizo Augusto al abolirla es atribuirse a sí mismo sus competencias y que algunos emperadores posteriores seguían usando el título): la existencia misma del sistema dependía de su trabajo.
En cuanto al conocimiento que del individuo tenía el Estado, Roma era un poco como China en la actualidad, pero sin tecnología, y con la salvedad de que, casi siempre, al ciudadano le interesaba dar todos los datos posibles. Cada cinco años se realizaba el censo y los ciudadanos acudían a la Villa Pública (donde tenía lugar el censo) y allí se revisaban las jerarquías de la sociedad romana: el ciudadano debía declarar el nombre de su esposa, de sus hijos, cuántos esclavos tenía, cuánto dinero… el Estado tenía derecho a saberlo todo, y a nadie le importaba, pues los romanos creían que incluso los gustos y aficiones personales tenían que ser conocidos por él, ya que era el conocimiento, el conocimiento intrusivo lo que afianzaba la República.
A qué clase, centuria y tribu pertenecía cada cual se decidía en el momento del censo y una vez la información era consignada, los Censores eran los encargados de analizarla, teniendo el poder de ascender o degradar a cualquiera: el orden mismo de la República dependía de ellos, y todos los ciudadanos daban por hecho que cuanto mejor hicieran su trabajo mejor le iría a Roma, y si para que lo hicieran bien había que ir al censo cada cinco años a contarle todo al Estado, bien estaba.
Naturalmente no podemos saber qué opinaba la mayoría de los romanos del sistema político en que vivían, porque lo que sabemos de la época procede de los escritos de los cultos, que solían ser ricos y patricios, y estos parece que estaban encantados con que sus amos lo supieran todo sobre ellos gracias al sistema de incentivos y castigos que suponía el censo, un sistema que idealizaron mientras estuvo en servicio y que siguieron idealizando incluso muchos siglos después, mientras los que gobernaban eran diversos emperadores.
Ahora no estamos tan convencidos como lo estaban los romanos de que sea positivo que el Estado lo sepa todo sobre nosotros, al menos en las sociedades occidentales, y dado que nuestras vidas se están viendo cada vez más avocadas a ser máquinas de crear datos (sobre todo sobre nosotros mismos) nos empezamos a plantear qué es lo que ganamos con que nuestros “amos” (que están muy lejos de ser buenos) lo sepan todo sobre nosotros.
Por eso es muy interesante la propuesta que ha hecho hace solo unos días la Comisión Europea para crear un marco legal sobre la Inteligencia Artificial, en la que entre otras cosas prohíbe el uso de estas herramientas para el reconocimiento facial en lugares públicos (con excepciones), pero no prohíbe cosas como el uso de la Inteligencia Artificial para el control de inmigración , categorización biométrica, determinación del género, sexualidad o la vigilancia de trabajadores en infraestructuras de riesgo.
De la lectura de estas propuestas, en lo que no voy a entrar en mucho detalle, porque me he excedido en mis “historias de romanos”, se infiere que la Unión Europea al menos es consciente del desafío que representan estas nuevas tecnologías en aspectos como la privacidad de los ciudadanos, pero la duda cabe en dónde se han de trazar las líneas rojas y cómo pueden afectar al desarrollo de la Inteligencia Artificial en Europa y cómo puede afectar a la competitividad del sector frente a escenarios mucho más “liberales” con estas tecnologías, como pueden ser en estos momentos EEUU y China.
Y los límites no están claros: uno de los factores que han contribuido a frenar la epidemia de Covid en China ha sido el uso intensivo que se ha hecho de herramientas de Inteligencia Artificial, pero entrando en la privacidad de sus ciudadanos hasta extremos que la propuesta de la Comisión estima como inaceptables: ¿está justificado que un “buen amo” lo sepa todo sobre mi, si su causa es justa?
Por cierto, Salustio, cuando tuvo ocasión, fue un “amo” nefasto: al ser nombrado por Cesar gobernador de África se dedicó a esquilmarla (como hacían todos los gobernadores), pero con tal avaricia y crueldad que el mismo César le tuvo que pedir, amablemente, que se retirase de la vida pública, no le fuera a pasar algo malo…
Buenos días Don Raúl
Excelente, amena y muy didáctica columna. Como suele ser, marca de la «casa». Las otras columnas de otros autores también son magníficas así como los comentarios.
Y para variar tiene usted mas que razón, también, en el fondo su columna. Porque, me parece, que los romanos no decayeron por que fueran República o Imperio, si no porque en las luchas por el poder se odiaron tanto a si mismos, fruto de su soberbia, que las condiciones para que desde fuera se los invadiera y acabara con ellos ,antes o después se acabarían imponiendo.
El problema de en lo de tener un buen «amo» es si cuando uno ve que este es un masoquista, y para castigarse a si mismo castiga también a sus súbditos/esclavos, se puede «desenganchar» de tal relación de vasallaje después de haber estando cediendo tal cantidad de datos propios … O para que si no sirve esa cesión de datos, si no es para «vincular» (que es cómo llaman los bancos a que tengamos todo allí, colgado de una única cuenta, que es la única que se nos dejará tener..) al esclavo con el amo.
Caro está que en el tema masoquista, supongo que lo «máximo» es que el súbdito en vez de huir del amo masoca, lo busque. Supongo que es lo que es la idea de todos esos experimentos sociales que nos están colocando.. .
Al final es tema de degradación de las élites.. y en que por imitación y para ser aceptados por los de arriba imitan, copian, perfeccionan los súbditos. Y si unas élites degradadas y que se odien tanto a ellas mismas pueden, o NO, soportar la presión de otras élites que se auto perciben como sanas («estos romanos están majaretas», Obélix dixit), de tal manera que acaban cediendo, y con ellas toda la sociedad que se ha ido degradando en conjunto y por imitación)..
Sólo hay que ver las universidades USA de élite. O leer el Asterix. Es mas entretenido esto último.
Por lo demás, simplemente ver a las IA luchando con nuestras legislaciones, BOE… central y de las Taifas y buscando alguna lógica interna con a que procesar aquello; hasta me enternece.
Ni le cuento en cuanto a las imágenes y cuando tenga que clasificarlas por «géneros».. y si al final el/la/lo/le.. interfecto/a/e se entera de que la IA lo/le (ya no se como funciona el laísmo/leísmo a estas alturas, porque ya no percibo el objeto directo e indirecto) ha clasificado/a/e en la opción errónea al sujeto/a/e, porque la autopercepción que tiene de si mismo/a/e no coincide con lo que diga la IA.
¿Son las IA homófobas, o transfóbicas?
Suena a titulo de novela de Philip K. Dick, o relato corto de Stanislaw Lem (de la serie Diarios de las Estrellas…) Pero es que ese debate podría llegar a darse.
Es muy posible que la IA, si es verdaderamente I, haga como hace Obélix o hizo en su momento Alejandro Magno ante el nudo gordiano … o si no la IA que nos invadirá, la que resulte al final con mando sobre el resto, será totalmente made in China.
Un cordial saludo
El ser libre o depender de cualquier «amo» es cosa de cada individuo. La libertad lleva como contrapesa la responsabilidad personal de quien la ejerce, lo que hace que sean menos los que asuman esa carga y prefieran ser «mandados» por alguien que lo haga. Prefieren ser siervos despreocupados que señores ocupados.
En todo ello creo que tienen que ver en principio la genética, esa herencia recibida de anónimos antepasados que nos predispone para unas cosas u otras, pera también es fruto de la educación, formación o ambiente social en que cada cual vaya creciendo. No obstante no es una regla, sino lo que resultaría como proceso más normal. Esta formación personal más o menos crítica, es ayudada por las inquietudes intelectuales, por la disensión como principio y la desconfianza hacia los que mandan com actitud.
«Hasta finales de este siglo, los hombres han creído que no podrían vivir sin gobierno» dice Tolstoi en su obra «Contra los que nos gobiernan». No acertó. Ha pasado otro siglo y las gentes, cada vez más atemorizada y confusas, quieren creer (o necesitan creer) en algo o en alguien que los pastoree, los proteja y los mantenga paciendo tranquilamente. El sociólogo Juanma Agules a quien me he referido en alguna ocasión, tiene otro pequeño libro «La vida administrada. Sobre el naufragio social» en que desarrolla una estupenda metáfora del buque «Pequod» y su capitán Ahab en la persecución de una ballena blanca llamada «Moby Dick»: «La culminación tecnológica, no ha derivado en una mayor libertad, autonomía y democracia, sino que sólo ha podido tener lugar mediante la supresión de las tres».
En cuanto a permitir el control personal de cada individuo nos lleva al escenario «orwelliano» de un totalitarismo absoluto y a la destrucción de la biodiversidad humana. Es un plan que algunos parecen querer llevar hasta sus últimas consecuencias y para ello trabajan desde hace años a pesar de su apariencia distópica, absurda y estúpida. Para ello el continuo bombardeo mediático de desinformación o deformación calculada de los amos (los ricos siempre) hacia sus servidores (lacayos) o esclavos ayunos de lo más esencial en la caracterización de la especie: la libertad.
Hoy son esos dos modelos tan bien traídos en el artículo los que están en juego: totalitarismo de la estupidez o libertad de la inteligencia.
Un saludo.