Hoy observaba a las palomas posadas sobre el tejadillo de enfrente. Están ahí acurrucadas, mirando vete tú a saber qué, como si fueran dos señoras mayores pasando el rato. De repente, divisan un trozo de pan en la calzada y vuelan rápidamente a picotearlo. Luego vuelven a su refugio a esperar hasta el siguiente bocado. Eso es todo. Las palomas se dedican solo a comer, aparearse y esperar, o al menos eso parece. Quizá las subestime. Puede que en su aparente intrascendencia escondan reflexiones filosóficas como “¿por qué nacemos las palomas? ¿Somos las palomas realmente los seres más evolucionados de la tierra? ¿Hay otros mundos más allá de este tejado? ¿Qué utilidad tiene la existencia de esos llamados humanos que actúan con tanta superioridad?”
Y entonces he pensado que a veces, los seres humanos del mundo estamos viviendo como si fuéramos palomas: comer, dormir y aparearnos (unos más que otros) y conformarnos con vivir muy por debajo de nuestras posibilidades.
Existen momentos de estancamiento vital en los que olvidamos que nuestras infinitas capacidades están esperando a ser despertadas por nuestros sentidos. Son momentos en los que dejamos de navegar por los pliegues de nuestro cerebro en busca de estímulos y aprendizaje, y nos dedicamos a recorrer los mismos circuitos una y otra vez; repitiendo un esquema rutinario mientras escuchamos el discurso interno del día anterior. Picotear el tiempo de vez en cuando y ver pasar la vida desde el tejadillo. Pero precisamente porque no somos palomas, el alimento artístico, creativo o poético debería formar parte de nuestras vidas, y cuanto peor se presente el panorama más hincapié habría que hacer en esto, y no todo lo contrario.
Sin embargo, en épocas de crisis, se alienta al ciudadano a que viva como una paloma, porque el mensaje consiste en transmitir que todo lo que no esté directamente relacionado con la supervivencia más básica, es una excentricidad. Por eso, cuando la gente no tiene trabajo o sufre apuros económicos, hablar de arte suena elitista y estúpido, pero no hay nada más estúpido que compartimentar la vida de un ser humano. Y negar a un individuo la experiencia que supone el contacto con el arte es bastante perverso, porque vivir puede resultar tedioso si no añadimos estímulos que traspasen nuestras rutinas.
Si la humanidad estuviera solo destinada a sobrevivir no existirían ni el verbo “vivir” ni los artistas; esa gente que se pasa la vida buscando explicaciones y estímulos para salir de donde están. Personas que intentan derribar los muros de la razón para ver qué hay al otro lado. Porque intuyen que hay algo que la lógica no explica pero que provoca una emoción en el espectador, sin saber muy bien qué parte del cuadro o de la canción o de la pieza teatral es la que nos atrapa, pero está sucediendo algo que consigue que salgamos de la sala de una forma distinta a la que entramos. Y si esto no sucede no se puede llamar arte, se puede llamar “ocio”; un paréntesis que, una vez cerrado, no deja apenas poso.
El arte, sin embargo, debería esconder una intención de transformación, de movilización, de cambiar perspectivas, modificar puntos de vista y derribar esquemas.
Dejarnos huérfanos de este tipo de experiencias solo puede tener un fin: La distracción; distraernos en el día a día sin que nos paremos a pensar que nuestras vidas pueden alcanzar muchos más matices, y que la tristeza en la que nos sume la rutina es combatible.
La formación cultural o artística del individuo le llevará inevitablemente a localizar el yugo que le mantiene sumiso. Y todos los cambios sociales que reivindicamos deberían caminar en paralelo a aprender a identificar dónde estamos, cuál es nuestro nivel de ignorancia, qué nos queda por aprender y cómo funciona de forma profunda este sistema que deseamos cambiar, y es entonces cuando encontraremos las claves reales para cambiarlo.
Ya sé que no he dicho nada que no sepa todo el mundo, pero quizá sirva como recordatorio para redireccionar nuestros impulsos, y evitar que acaben atrapados entre los barrotes del mando a distancia.
Y si hay alguna paloma leyendo esto, siento haberla subestimado.
Aunque el comienzo de la lectura me ha parecido aburrido y vulgar, el final a sido extraordinario y reflexivo.
No hay nada como dejarse llevar por la economía de movimientos y pensamientos para dejar «morir» el cerevelo y vivir de la queja.
Habría que escribir un artículo de por que un@s les gusta ser obejas y a otr@s les gusta ser pastor y dirigir al «rebaño».
Gracias por hacernos pensar Barbara
Una miguita de pan en tiempos de escasez, mmm… Claro que esta en otro tejado, no sé si debo… Me tiene dicho el palomo jefe que no vuele más allá de nuestro edificio, que cruzar la calle hasta el tejado de enfrente me traerá los males del infierno. ¡Pero hace días que nadie tira migas de pan en nuestro tejado y nos hemos de conformar con algún que otro gusano repugnante!
Hace un día estupendo, ni una nube. No amenaza ni lluvia ni granizo, ni sopla demasiado viento; sólo una brisa ligera, alegre como un arrullo infantil. No veo yo qué peligro puedo correr por volar solo unos metros. Además el palomo es un tipo antipático, cada día me fio me nos de él. Mientras nosotras nos estamos quedando en los huesos a él se le ve cada día mejor, más lustroso y henchido.
Claro que… ¿y si tiene razón el palomo? Podría haber alguien -un cachorro humano de esos que tanto gritan, por ejemplo- con una escopeta de balines acechando. ¡Debe doler mucho que te acierten con un balín de plomo en toda la pechuga!
Pero… ¡tengo hambre, jolines! Uy, qué fisna me ha salido la queja. Es que, antes de que empezaran a escasear la miguillas de pan, yo era una paloma muy fina. Incluso algo pija. Entonces el palomo me caía bien, incluso. Era el más guapo y fuerte y sus plumas olían mejor que ningunas. Claro, que él se comía las mejores migas de pan, pero las migajas que sobraban llegaban para todas las palomas. Bueno, para todas, todas, no: algunas ya vivían en los márgenes más sucios del tejado; a esas las despreciábamos. Y fíjate cómo estamos ahora, todo el tejado está cubierto de suciedad, de vómito de gusano indigesto y las paredes arañadas porque las hay que, a falta de otro alimento, comen yeso. Hoy todas vivimos en los márgenes del tejado porque el tejado es en sí un gran margen… del casoplón del palomo. Él sí que vive bien, tiene siempre acopio de migas. Pero no las reparte porque dice que ha de estar fuerte para protegernos de nuestros enemigos.
Hace tiempo que unas cuantas empezamos a reunirnos en la sombra de una chimenea, donde se nos ve poco, para pensar cómo hemos llegado a esta lamentable situación y qué podemos hacer,. Hace unos días, la paloma más vieja nos preguntó en voz alta si alguien sabía quién es ese enemigo, y todas la miradas se dirigieron al centro del tejado, al casoplón del palomo. Nadie dijo nada, ninguna paloma elevó la voz, no fuera que el palomo la escuchara. Se gasta muy mal genio el palomo. Pero salimos de aquella reunión más taciturnas que nunca; incluso con cierto rencor, diría. Las palomas somos de natural buenas y confiadas, pero el hambre aprieta. Temo que pueda ocurrir alguna desgracia si ese rencor crece todavía más. O una revolución, aunque las palomas no somos muy dadas a las revoluciones.
Mmmm, casi la puedo oler, esa miga en el tejado vecino. Sólo tengo que olvidar las advertencias del palomo, dar un salto con un poco de impulso, batir las alas sobre la calle, volar. Voy…
(Pdta: ignoro cómo terminó la historia de aquella paloma. Yo sigo en el tejado, acoquinado por el palomo. El autor.)
En otro blog un amigo hablaba de un antropólogo judío de moda que nos recuerda que «homo sapiens», es la rama de nuestra especie que sobrevive con gran éxito gracias a dos atributos: la capacidad de Imaginar reglas y la de Comunicarlas.
Supongo que el arte es eso. Algo imaginado que se trata de comunicar. Que tenga más o menos utilidad práctica inmediata es otra cosa. El arte también comunica horizontes y aunque algún arte resulta más bien deprimente también los hay muy esperanzadores.
Otro psicólogo social, este olvidado y de hace más de cien años, atribuía a nuestro desproporcionado cerebro la capacidad de producir una gran diversidad de respuestas a los mismos estímulos.
También pensaba que, entre dicha diversidad, estaba la capacidad de esperar a responder, de introducir demoras de duración variable entre estímulo y respuesta.
El conjunto parece que resulta difícilmente previsible porque –aunque en gran parte se articula en torno a esa idea del sagrado deber de la supervivencia de la especie– siempre hay quien se plantea horizontes para que el picoteo mecánico de la paloma urbana tenga sentido teleológico.
O para descubrirlo. Porque si quisiéramos hablar con la paloma veríamos que es sensible y que, como toda la vida, es capaz de ser consciente de sus fines.
Esto de saber a dónde vamos nos priva a todos. Aunque las palomas parece que lo tienen algo más claro.
A ellas les resultamos curiosos porque somos la prueba de que el Dios de las palomas existe, y nos usa para llevarles migas de pan.
Además están consiguiendo educarnos y en menos de cien años han conseguido que pasemos de comerlas a llevarles comida. Ahora deliberan sobre nuestra próxima etapa evolutiva.
Apenas comenzamos a intuir que las fronteras de la vida son más porosas de lo que nos atrevemos a imaginar.
Me ha encantado su reflexión. He encontrado este blog por casualidad y he de reconocer que me ha sorprendido muy gratamente. Da gusto encontrar este tipo de joyas de vez en cuando. Gracias y enhorabuena.