Cuando se produce una catástrofe natural como la que acaba de provocar las inundaciones en Valencia, con más de 200 muertos, el clamor popular exigiendo una protección eficaz del Estado es unánime y no admite medias tintas. En momentos así se exige que el Estado se haga cargo de todo: del aviso anticipado y preciso de la llegada de la catástrofe, de las medidas de protección y/o evacuación de la población y de las ayudas posteriores para la recuperación. El protagonismo que se le asigna llega al extremo de que nadie parece tener en cuenta algo obvio: que el ser humano está a años-luz de poder predecir, como nos gustaría, el comportamiento de la Naturaleza en la gran mayoría de sus manifestaciones.
Al hilo de esto me gustaría darle una vuelta al tema que subyace: qué papel y qué límites debería tener el Estado y cuál debería ser el de los ciudadanos, el de la “sociedad civil”.
Parece evidente que, sea cual sea el modelo de Estado que se quiera plantear, éste tendría que asumir las funciones que tradicionalmente se le han atribuido en materia de Defensa, Seguridad interior (policía), Justicia, Hacienda y Representación exterior. A eso habría que añadir, ciertamente, la protección de la población (hasta donde sea posible) ante los diversos tipos de catástrofes de origen natural (inundaciones, sequías, terremotos, volcanes, meteoritos, etc.) o de origen humano (escapes radioactivos, químicos tóxicos, virus de laboratorio, etc.). La tradición socialdemócrata ha influido decisivamente en que el Estado también garantice las prestaciones del Estado de Bienestar: pensiones, sanidad, educación, desempleo y dependencia. A esto, hay que sumar el papel cada vez más decisivo del Estado como protector de la sociedad frente a los abusos en que pueden incurrir las grandes empresas privadas en sectores tales como la tecnología, los bancos, la energía, las farmacéuticas, etc.
El problema es que todo esto plantea, por una parte, un enorme desafío a las arcas públicas -en definitiva, al bolsillo de los ciudadanos- y, por otra parte, supone un modelo de relación entre el Estado y los ciudadanos cada vez más inquietante.
Respecto a lo primero, es evidente que la tendencia de fondo nos conduce a un Estado cada vez más grande, en términos de gasto público, de número de empleados y de intervención directa, o indirecta, en la vida de los ciudadanos. Naturalmente, el crecimiento del gasto público conlleva un crecimiento paralelo de la presión fiscal y/o de la deuda pública.
El sentido común dice que en algún momento la presión fiscal y la deuda tendrán que dejar de crecer porque, de lo contrario, nuestra economía se irá al garete. Pero, la realidad es que sigue creciendo. En parte porque la competencia electoral se salda, cada vez más, con medidas que implican un aumento del gasto público. Y, por otra parte, gastos tan “indiscutibles” política y socialmente como son, por ejemplo, las pensiones, que constituyen la mitad del gasto total del Estado (excluido el asociado a la deuda), están llamados a crecer mucho por nuestra evolución demográfica. Y con las pensiones, los gastos en sanidad y en dependencia. Es decir, por la cultura electoral en que hemos caído y por la enorme dificultad de frenar el aumento de las principales partidas, diríase que la tendencia al crecimiento del gasto público, y por tanto al del tamaño del Estado y de la presión fiscal, parece irreversible.
Por otra parte, sin darnos del todo cuenta de lo que implica, nos vamos deslizando progresivamente a un modelo de relación entre los ciudadanos y el Estado cada vez más inquietante. Si bien es cierto que el Estado proporciona un colchón de seguridad necesario y positivo, también lo es que cuantos más aspectos de nuestra existencia dejamos en sus manos menos nos movilizamos para solucionarlos por nosotros mismos y, por tanto, más pasivos y dependientes -y yo añadiría, y pedigüeños- nos vamos haciendo. No sólo el Estado se va asemejando al “Papá Estado” al que tanto alude la literatura, lo peor es que paralelamente nosotros, los ciudadanos, nos vamos convirtiendo en eternos niños mimados cada vez menos capaces de valernos por nosotros mismos. Es decir, nos vamos atrofiando. Naturalmente, este proceso de infantilización y dependencia de la ciudadanía, corre parejo al creciente poder del Estado sobre la sociedad. Un poder sobre el que cada vez más sobrevuela la tentación de ejercerlo de forma totalitaria con el pretexto de “proteger a los ciudadanos”.
Llegar a este diagnóstico de la situación es sencillo. Mucha gente lo viene diciendo de múltiples maneras desde hace tiempo. Lo difícil es dar con la solución. ¿Es realmente posible reducir sustancialmente el tamaño del Estado? ¿Y aumentar el protagonismo de la ciudadanía? ¿Es posible encontrar un punto de equilibrio entre el papel que sí debería asumir el Estado y el que debería tener la sociedad? En mi opinión las tres preguntas tienen una respuesta positiva, aunque su desarrollo no cabría en un artículo.
El problema es que una transformación tan sistémica del Estado y de su relación con la ciudadanía es un proceso que inevitablemente llevaría unos cuantos años y además tendría que ser dirigido, en gran medida, por los políticos que se hallen al frente de los sucesivos gobiernos; es decir, que sean juez y parte.
Querido Manuel. Veo que lo que vengo escuchando desde hace tiempo de «repensar el Estado», lo aportas a un debate conveniente siempre y obligado en las circunstancias trágicas actuales.
El artº 1.2. de nuestra Constitución establece la «soberanía nacional de la que emanan los poderes del Estado». Son por tanto poderes delegados de dar o quitar en función de cómo se usen o no. La soberanía corresponde a la nación constituída en Estado con sus diversos órganos.
En nuestro caso se ha establecido una figura genérica: la monarquía parlamentaria. Todo un oxímoron ya que las monarquías son absolutas y las Cortes Generales en un sistema democrático directo de representación política, son quienes tienen el verdadero poder: el legislativo.
Nada de eso está en la práctica política real donde el sistema electoral discrimina y vulnera el artº 14 de la C.E. al estalecer diferente valor de cada voto según circunscripción. Primer fallo que, al parecer, a nadie preocupa.
Luego los «partidos» se erigen en la única vía de representación política, se apropian del «pluralismo político» (artº 1.1. C.E.) y con ello de la exclusiva opinión, actividad y consecuencias del sistema político donde la «socialdemocracia» se convierte en pensamiento único. Los demás son «ultras» de un tipo o de otro.
No queda así la cosa. La estructura interna y de funcionamiento de tales partidos «deberán ser democráticos» (artº 6 C.E.), lo que significa que en ellos hay un debate permanente desde la militancia que vaya más allá del reparto de cargos. Son proyectos, análisis, reflexiones permanentes sobre lo que defienden o critican, pero eso ha quedado reducido a tener una mayoría que apoye al poder de turno: el bipartidismo que juega en el tablero con las mismas fichas aunque lleve diferentes colores. Los objetivos políticos no nacen del artº 23 de la C.E., sino de los marcados por quienes de verdad imponen sus intereses a través de gobiernos e instituciones. La soberanía nacional tiene un problema serio y grave en consecuencia.
Llegamos a las «listas cerradas» donde las «nomenklaturas» -y de hecho el lider del partido- impone las listas cerradas de quienes cree conveniente y a los que se impone la «disciplina de partido», lo que va contra el artº 71.1 de la C.E. (independencia del diputado en sus opiniones) y 67.2 (mandato imperativo). La soberanía democrática constitucional se va por el desagüe. Nadie es responsable ante nadie y la confusión está servida.
Y llegamos a los «poderes» delegados en la estructura del Estado.
Primero está la Jefatura del Estado que «arbitra y modera el funcionamiento regular (con arreglo a la Contitución básicamente) de las instituciones» pero sanciona y difunde leyes declaradas inconstitucionales y no parece preocuparse de la colonización institucional por parte del ejecutivo que, como es lógico, se erige en «estado» (el «puto amo» como proclamaba un ministro refirièndose a su jefe) del que dependen los cuerpos y poderes del Estado. Es decir, el estado se convierte en un sistema autoritario personal del partido gobernante que es a la vez juez y parte en cuanto a sus acciones .Entre ellas la imposición de leyes al legislativo en base a mayorías parlamentarias cuyos sujetos a su vez quedan a merced de las disciplinas de partido, de las listas cerradas, de los mandatos imperativos, etc. (todo un ejemplo de democracia representativa).
En España tenemos además un sistema autonómico cuya iniciativa, según la Constitución, correspondería a las Diputaciones interesadas (artº 143) con el fin de «acercar la gestión al ciudadano» no «recibir titularidad de competencias», consiguiendo no sólo los agravios comparativos que conocemos, sino una fragmentación social sectaria contraria a «la indisoluble unidad de la Nación Española»· (artº 2 C.E.) que se lleva por delante los principios de igualdad y justicia del artº 1.1 de la C.E. el artº 14 ya mencionado algunos más.
Y lo dejo aquí.
Claro que hay que repensar el Estado desde sus bases orgánicas primero, desde las funcionales después y más tarde las económicas, eliminando todas las muchas excrecencias del clientelismo que se han agarrado a las mamas cada vez más exangües de la soberanía nacional.
Un abrazo.
Por responder rápidamente, creo que «sí, deberíamos» pero que en ningún caso sería posible hacerlo salvo si este cambio es en la dirección de Reedición del Frente Popular que promueve el PSOE desde Rodríguez Zapatero y que se ha acentuado con la implantación por Sánchez de las estrategias que activistas españoles –posteriormente integrados en Podemos– desarrollaron e implantaron con éxito en la Venezuela de Chávez allá por el 2004. La clave fue y es la toma del Sistema Judicial ya casi en sus manos en España.
Es evidente que esta estrategia es un golpe de estado sin sangre –de momento– que se manifiesta en el control progresivo por dicho partido de todas las instituciones del Estado (sin olvidar uno de los primeros organismos controlados: el INE) y de un Constitucional que coopera plenamente con el mismo con desprecio patente no solo de la Constitución sino también de las sentencias del propio tribunal. Ahora resulta que lo que fue inconstutucional (encierro Covid) pasa a serlo plenamente porque así conviene. Si sumamos el los cambios del Código Penal por seguir en el Gobierno no puede quedar ninguna duda de que estamos en un proceso golpista y totalitario. Dos ideologías totalitarias lo dirigen: Nocionalismo y Socialismo.
Quien tenga todavía dudas de lo anterior puede leer el evangelio de la Izquierda actual: «Hegemonía y Estrategia Socialista» 1985. Laclau y Mouffe.
Ante esta estrategia el Estado está indefenso porque, como decíamos, es un golpe incruento y en lo esencial no está protegido por el Código Penal.
Por otra parte, no pocos pensadores geopolíticos vaticinan la gradual desaparición de la UE. Los últimos que he leído lo plantean para antes incluso del desmembramiento de la OTAN. No voy a llegar a tanto pero hoy la UE ya es un grave problema escondido por los medios de información
Es un escenario difícil pero no imposible.
Los golpistas cuentan con ello en sus estrategias pero dado que la probabilidad del fin de la UE es creciente creo que todos debemos prepararnos para actuar en consecuencia. Por cierto ¿no les parece curiosa la «migración» de las cúpulas del PSOE al Caribe incluyendo a FG y José Bono nacionalizados en República Dominicana? ¿Rodríguez Zapatero de protector de Maduro?. ¿Casi 40 viajes del «Falcon» a República Dominicana?
A pesar de ello creo que a España le iría mucho mejor estar fuera de la UE y del Euro por una sencilla razón: serían más evidentes las desastrosas políticas de la izquierda que serían reflejadas en los bolsillos ciudadanos rápidamente vía devaluaciones y cortes de flujos de créditos. Este colchón, en el fondo, nos mantiene aislados de la realidad y nos impide ajustarnos a ella.
Lo cual terminará por suceder con un país de camareros y grandes compañías que viven de subcontratar Servicios Públicos estatales.
Desde otro ángulo me ha parecido excelente el comentario del Sr. O’Farrill.
Saludos cordiales
No solo en España, sino también en Europa se está produciendo ya un cambio en el modelo de Estado obligado por las circunstancias; el problema es hacia donde está cambiando.
Los españoles pagamos entre un 24 y un 36% de nuestra renta bruta en impuestos, dependiendo de los ingresos y el tipo de hogar. Eso se traduce en aproximadamente entre 6.600 euros y 27.200 euros al año, según un informe que el Consejo General de Economistas ha publicado esta semana.
Esta inyección de dinero parece suficiente para recibir prestaciones adecuadas.
Estoy de acuerdo con el artículo en cuanto a que el crecimiento del estado genera un incremento proporcional de la presión fiscal y la deuda publicas además de una dependencia del papá estado, pero es que se está convirtiendo en un papá manirroto y despilfarrador, con una pésima gestión que no es controlada por la oposición al gobierno y cada vez menos por las instituciones.
En estos momentos también por y con motivo de ideologías caducas se produce un enfrentamiento entre lo público y lo privado.
La colaboración que debiera haber entre estas dos realidades está todavía lejos y no permite una gestión fluida y poco burocratizada.
Como ejemplo podemos citar en esta terrible catástrofe que nos ha acontecido sobre todo en Valencia, como las aportaciones de voluntarios y empresas
Amancio Ortega. Florentino Pérez. Caixabank Repsol, Apple, FCC, Mahoú etc..
Cuyo monto está siendo superior en este momento al de las administraciones, cuestionadas por su tardanza en acudir y perdiéndose en la burocratización de las mismas.
En fin que quizá antes de plantearnos un cambio en el modelo del Estado, deberíamos crear y desarrollar la cultura suficiente para saber a quien o quienes metemos en el gobierno.
Un abrazo