Hablando este verano con una amiga me comentaba que ella educa a sus hijos en la responsabilidad y no en la exigencia de derechos. Esto dio lugar a una vehemente conversación sobre que concebimos los derechos como una especie de título de propiedad regalado y sin ninguna contrapartida.
Hay que tener en cuenta que en ese conglomerado que llamamos nuestros derechos (solemos tener muy claro que nos los deben respetar, pero no tanto que también debemos respetárselos a los demás, que para eso están de-más) hay una gran variedad de categorías, que funcionan y tienen características diversas.
En el primer nivel estarían los clásicos derechos fundamentales o derechos/libertad, que actúan como escudo que protege al individuo frente a los poderes. Entre estos derechos están los más clásicos, como el derecho a la vida y a la integridad física y moral, el derecho a la libertad religiosa, ideológica y de culto, el derecho a la libertad de pensamiento y expresión, el derecho de reunión y de asociación… Estos derechos imponen una doble obligación al Poder: una negativa o de abstención de entrometerse en ellos y otra positiva de establecer un sistema normativo y judicial de protección frente a intromisiones de terceros.
Estos derechos nacen vinculados a la aparición del Estado democrático, que tiene su fundamento en la ideología liberal y tiende a garantizar un espacio mínimo de libertad al individuo y a los grupos para que puedan desarrollar su personalidad y sus capacidades. Es un ámbito sagrado libre de intromisiones arbitrarias o ilegítimas.
Junto con estos derechos clásicos, con la aparición de la ideología socialista, surge la concepción de que el simple reconocimiento de espacios de libertad no basta para garantizar la existencia de una sociedad justa. Y así junto a las cláusulas de Estado democrático y de Derecho aparece la del Estado social, que asume la obligación de garantizar a las personas ciertas prestaciones básicas que se consideran esenciales para una vida “digna”.
De este modo van apareciendo una serie de derechos prestacionales, que ya no se garantizan reconociendo un espacio inmune al poder, sino que funcionan precisamente al contrario: imponiendo al poder la intromisión en el espacio de los individuos para satisfacer ciertas prestaciones. Entre estos derechos se integran los pilares de lo que consideramos el Estado de bienestar, esto es, el derecho a una educación, a una sanidad y a unas pensiones y prestaciones públicas. Pero a estos derechos se ha ido añadiendo una lista de interminables prestaciones que incluyen desde el derecho a un mínimo vital, hasta la atención a la dependencia, al cambio de sexo, a la muerte digna…
Existe la extraña percepción de que estos derechos prestacionales son gratis y, en economía, cuando un bien o servicio tiene un precio cero, la demanda tiende al infinito. Esto es lo que está sucediendo con los llamados derechos prestacionales.
Conviene explicar que, en derecho constitucional, esos derechos/prestación son lo que se ha denominado medidas de optimización, lo que significa que la persona no tiene derecho a exigir un determinado nivel de prestación, sino que el poder público recibe un mandato de optimizar los recursos públicos para lograr el máximo nivel posible. Es decir, no tengo derecho a reclamar al Estado una vivienda digna, por mucho que la Constitución reconozca este derecho, pero los poderes públicos tienen un mandato constitucional de organizar un sistema que facilite el acceso de todos a la vivienda.
Esta confusión sobre el funcionamiento de los distintos derechos está provocando planteamientos sociales extraños. Así, la persona tiende a medir la calidad de su vida en función de los derechos que puede exigir y del ejercicio de “sus” derechos. Este es un planteamiento infantilizante en el que la persona no se siente realizada por sus logros personales, sino en función de lo que va recibiendo del Estado proveedor. Y al margen de que este funcionamiento facilite el control de una ciudadanía dependiente, supone eliminar el concepto de responsabilidad sobre nuestra vida y nuestro destino.
Y sin ese elemento de responsabilidad el edificio se agrieta y se derrumba.
La responsabilidad es imprescindible no sólo en el ejercicio de los derechos/prestación, sino también en el de los clásicos derechos/libertad. Así, aunque estos suponen el reconocimiento de un espacio de libertad inmune al poder y a terceros, no son ilimitados y terminan donde empiezan las libertades de los demás. En la inflación de derechos en que nos hallamos, el conflicto entre libertades es la regla y la justicia está colapsada de reclamaciones que, con respeto, responsabilidad y madurez, podían resolverse privadamente.
Pero donde está resultando singularmente grave esta concepción social es en el ámbito de los derechos prestacionales. Así, hoy en los Estados del bienestar la política gira en torno a una especie de subasta de derechos en la que cualquier opción política (de derechas o de izquierdas) se ve compelida a articular su oferta electoral sobre la promesa de derechos, aunque no se haya hecho ningún cálculo previo realista sobre su coste y viabilidad económica o incluso aunque se sea perfectamente consciente de la imposibilidad de cumplir con lo prometido.
Y este funcionamiento social está poniendo en verdadero riesgo uno de los mayores logros políticos de la historia conocida, como es el Estado democrático y social. No hay políticos capaces de decir a la ciudadanía que los derechos sólo son tales si se pueden financiar y que quien promete la luna está simplemente mintiendo.
Como decía al principio del post, el único antídoto es la educación en la responsabilidad. La responsabilidad individual de llevar al máximo nuestras capacidades sin muletas ni ayudas externas. La responsabilidad de proveernos a nosotros mismos e incluso de demostrar verdadera solidaridad con el más débil. Pero, como mínimo, la responsabilidad de no abusar de los derechos que nos sean innecesarios y de examinar la verosimilitud de las ofertas electorales que nos prometen un paraíso sin coste ni esfuerzo.
En el momento en el que estamos o ejercemos la responsabilidad o el Estado democrático terminará cayendo. Y hoy por hoy el único modelo alternativo es el que pretende imponer China.
Debo de nuevo invocar «La teoría de la ilusión financiera» de Amílcare Puviani en cuya mesa redonda en el CEPC estuvo involucrado este blog que muestra la prestidigitación institucional `para hacer creer al ciudadano que recibe de los servicios públicos más de lo que aporta con sus impuestos.
La falta de control real sobre el gasto público (que hoy incluye el clientelismo político en cantidades exorbitantes) donde se han dado cifras de muchos ceros, viene a demostrar que las AA.PP. no cumplen con los principios de gestión que tiene encomendados, mientras se persigue al contribuyente por un error (que procede la propia Administración) de 40 euros.
La ejemplaridad pública deja mucho que desear en este sentido y es lo que percibe el «soberano» (artº 1.2 C.E.) aparte de las tomaduras de pelo, mentiras, propaganda y manipulación por parte de los medios clientelares.
En todo caso y como anécdota, discrepo de que «en Economía, cuando un bien o servicio tiene precio cero, la demanda es infinita». Sólo hay que ver y conocer la escasa aceptación que tiene lo gratuito. La gente tiende a pensar que, cuanto más precio tiene algo, es mejor. «Es de necios confundir valor y precio», que diría el clásico. Y eso es lo que tenemos.
Un saludo.