
Mucho se está comentando lo difícil que es formar gobierno en este multipartido de líderes ego centrados en el que a los sufridos votantes continuamente nos sacan de ese día a día que tan intensamente vivimos siguiendo series y realitis, para someternos a la tortura de tener que informarnos y decidir nuestro voto.
Pero poco se ha hablado de una de las grandes virtudes de estos tiempos: el Boletín Oficial del Estado se ha quedado transitoriamente seco de leyes, al menos estatales, ya que, por desgracia, las comunidades autónomas siguen dándole a la manivela.
Uno de los padres del Estado democrático, el amigo Locke, decía que donde no hay ley no hay libertad. Locke vivía en una época en la que los súbditos estaban sometidos al capricho de reyes y nobles, que ejercían un poder sin control. El súbdito no sabía a qué atenerse, ni tenía certeza sobre lo que podía hacer o tenía que dejar de hacer. Los palos le podían venir de cualquier lado y de forma imprevisible.
En este contexto, los defensores de la libertad miraban a la ley como sagrado remedio que limitara el poder del príncipe y garantizara un espacio de libertad al ciudadano. Un invento maravilloso que cambió la vida del ser humano, que pasó así de súbdito a ciudadano: una ley que debería ser respetada por todos, incluso por reyes y nobles y que limitara el poder de estos. Una ley que pudiera ser invocada por el súbdito frente al poderoso y que delimitara un espacio sacro de libertad.
Otro de los padres del moderno Estado democrático, Rousseau, afirmaba que la libertad sigue siempre la suerte de las leyes, ella reina o perece con estas: no hay nada que yo sepa con mayor certeza. En esta concepción, el ser humano es libre porque no está expuesto a la arbitrariedad.
Pero Rousseau era consciente de que los atenienses habían perdido su democracia porque cada uno proponía leyes a su capricho y por eso afirmaba que cuando la ley está sometida a los hombres, no quedan más que esclavos y amos. Rousseau desconfiaba del pueblo del que decía ¿cómo podrá una muchedumbre ciega, que a menudo no sabe lo que quiere porque raramente sabe lo que es bueno para ella, poner en ejecución por sí misma una empresa de tal magnitud y tan difícil como un sistema de legislación?
Para Rousseau el problema sólo podía resolverse de un modo: legislando lo menos posible. Dictando aquellas leyes mayúsculas que configuraran un sistema jurídico cierto, que amparara las libertades de los ciudadanos frente al poder. Los ilustrados comparten estas ideas y alimentan el sueño de códigos generales, inspirados en la Razón, que rigieran sociedades justas.
Pero el problema seguía y sigue siendo, ¿de qué libertad estamos hablando si quedamos sometidos a un legislador arbitrario?
Los iusnaturalistas lo resolvían diciendo que sólo es verdadera ley aquella que se inspira en la ley natural, superior al hombre. Sin embargo, ante la imposibilidad de conocer esa ley natural y la consiguiente caída en descrédito del iusnaturalismo, había que buscar otro asidero. Rousseau lo buscó en la voluntad general como concepto objetivo que superaba la suma de voluntades individuales, pero que resultó ser igualmente inaccesible que la propia ley natural.
El último gran paso en este camino, fue el trascendente invento de las Constituciones, como textos generales que reconocieran un espacio mínimo de libertad que pudiera imponerse incluso frente al propio legislador. La Constitución se erige así como última garantía frente a la arbitrariedad del poder, también del legislativo.
Sin embargo, diversos factores han provocado que vivamos en sociedades con legislaciones motorizadas, como gráficamente las denominaba Carl Schmitt. Estamos en un momento en el que un político que no proponga cambiar un buen número de leyes o dictar unas cuantas leyes nuevas, parece que no tiene un plan. Que no sabe qué hacer y qué no es de fiar. Sin embargo, las leyes bien hechas deberían marcar un terreno de juego en el que se pudieran desarrollar distintas opciones políticas. Leyes bien concebidas debían poder regir un buen número de años, como el código civil que tardó cerca de 80 años en aprobarse y sigue vigente desde 1889.
Es una calamidad que cada político de turno se considere compelido a cambiar una buena parte del ordenamiento jurídico. Si a este factor unimos que nunca en la historia ha habido una densidad normativa como la que vivimos en estos momentos, el resultado es una confusión generalizada. Análogamente a lo que ocurría en la época de Locke, la falta de sistemática y la profusión de normas provoca que nadie tenga claro cuál es su espacio de libertad, tampoco qué puede hacer y qué no puede hacer y así resulta que los palos le pueden venir del sitio más insospechado.
De este modo, las sociedades modernas se convierten en coros de confusión en los que todos reclaman, en un griterío, sus derechos. Sin conocer su fundamento, como lo van hacer, sin saber si tienen base. Pero en un griterío. Además, el abuso del recurso a la ley hace decaer el respeto a la misma. Son textos de usar y tirar, que hoy aprueban unos y mañana cambiarán otros, de forma que pierde su carácter sacro. Y así todos reclaman sus derechos, pero por encima de una ley que nadie respeta porque nadie conoce.
La ley es una herramienta extremadamente potente de configuración social. Su correcto uso puede conducir a la evolución y el progreso social. Por el contrario, el abuso al que está siendo sometida -que supone una absoluta falta de respeto a su misión- genera sociedades confusas y decadentes.
Por tanto, si alguna
virtud tiene este multipartidismo es que por lo menos pone freno al obsceno
espectáculo de esa continua afrenta al Poder Legislativo.
Totalmente de acuerdo con el artículo de Isaac. No se trata de «legislar» por «legislar», sino de la existencia de un «corpus» sólido, bien construído, fácilmente entendible por todos. Algo contrario a nuestro caótico sistema jurídico actual, con gobiernos que legislan y dejan al Parlamento los aplausos a sus decisiones. Es el gran reto pendiente en el mundo jurídico: volver las aguas a su cauce inicial, revisar, corregir y eliminar todo lo accesorio, por mucho que eso signifique potenciar al Estado frente al «autonomismo» imperante pero…. ¿donde están quienes se atrevan? Un saludo.
Hace ya unos ocho años, un experto en la cuestión alertó de que los «BOE’s» autonómicos habían sobrepasado el Millón de páginas de las cuales no menos de Cien mil tenían contenido económico relevante. Pocos años más tarde, en una reunión de una institución de la UE en Madrid, alguien que guardaba datos legislativos explicó que se estaban trasladando o transcribiendo a la legislación española unas 14 normas europeas cada día. Lo dijo con evidente satisfacción mientras la audiencia absorbía con dificultad tal «enormidad».
En el este breve artículo de D. Isaac, el autor se remonta a los tiempos en los cuales la «ley» puso coto a la arbitrariedad decisoria de la Autoridad y el criterio de «Norma promulgada tras seguir procedimientos de discusión y reflexión reglados» sacralizó la obligación «moral» de obedecerla. Esto, indudablemente, fue un progreso porque ponía limitaciones al Poder y hasta que éste tuviera otra ocurrencia por lo menos había espacios de libre albedrío. Fue el tránsito entre la voluntad del Poder y el sometimiento de éste a «normas» para que «sus decisiones» se convirtiesen en obligatorias.
Omito en este instante la cuestión de las diferencias entre el «common law» anglo y el «derecho» continental europeo. Son diferencias importantes que hoy solemos olvidar pero que significan, –en términos relativos pero no banales–, que los países anglosajones llevan algunos siglos de ventaja «democrática» al de las naciones continentales que realmente carecemos de dicha experiencia porque casi ninguna tiene más de un siglo de dicha tradición y la mayoría bastante menos.
La cuestión –amplia cuestión– que realmente nos plantea el artículo es la de los efectos de la proliferación de normas en la sociedad. Lo que Isaac Salama llama su potente papel de modelar la sociedad. Su fuerza como Ingeniería Social.
Quizás se podría hablar también de los «Unintended effects», de las «Consecuencias Inesperadas» de dicha proliferación.
A mi modo de ver hay consecuencias muy poco o nada exploradas……………
¿Qué sucede en un grupo social regimentado, dirigido y limitado por un número ingente y constantemente creciente de normas?
¿No hay efectos en los comportamientos?
¿No los hay en la autoestima ciudadana?
¿Es igual una persona sometida a pocas leyes que una sometida a miles de ellas?
¿Son el mismo tipo de ser humano?
¿Pueden tener, por ejemplo, la misma creatividad o la misma motivación o la misma fuerza vital o la misma inteligencia?
¿Puede, en suma, un cuerpo de legisladores absolutamente minoritario –y cada vez de peor calidad humana y profesional– sustituir millones de mentes actuando y reflexionando con altos grados de autonomía?
¿La interminable proliferación normativa no tiene efectos sistémicos ignorados por quienes las promulgan?
La respuesta a estas preguntas y a otras es que Sí, que hay graves, gravísimos, efectos. Comenzando por los del «Control». El coste de control. El inmenso y destructivo coste de necesariamente tener que monitorizar el comportamiento de millones de seres que habrán de ser «vigilados» en todos los aspectos reglados de sus vidas (y los no reglados por si las moscas) porque la proliferación normativa por parte del poder no existe si este no ejerce Control.
Este fenómeno fue formalmente advertido a mediados del siglo pasado por Ashby. La Ley de Ashby es árida, poco difundida y plenamente operativa.
Viene a decir que…………………….. la masa creciente de aquello que debe ser controlado por el poder genera Costes de Control que crecen exponencialmente más deprisa que el crecimiento de la complejidad y que estos costes terminan por destruir el sistema social (que puede ir desde un sistema mecánico a un ecosistema, a un organismo celular o social)-
¿Cómo es el proceso de destrucción?: Sencillo. El Coste del control pronto se hace mayor que la Producción del Sistema y este entra en Rendimientos Negativos.
¿Puede el Poder hacer algo para minimizar los efectos de esta ley? Sí se puede: Según Ashby su ley tiene un corolario y consiste en Reducir Los Grados de Libertad de los elementos del Sistema.
¿Y qué sucede cuando los elementos de un sistema pierden grados de libertad? El sistema decae –«se gripa», dice el autor– y se muere.
La pérdida de libertad no solo es ya es mayor en los sistemas autodenominados democráticos que en otros sistemas explícitamente autoritarios sino que los primeros se ven obligados a recurrir a la gestión emocional de la sociedad (PSY-OPS del tipo «cambio climático» o ideologías de género) para mantener el control tal como si de dogmas de fe ciega y obligatoria se tratase. Con confesiones penitenciales públicas y procesiones apocalípticas con los Cien Mil niños de San Luis y los Autos de Fe.
La cuestión es que estos resultados –completamente científicos, conocidos y discretamente reservados– ya están en nuestras vidas ayudados por medios tecnológicos desarrollados primordialmente para permitir el control de masas.
Un saludo y buenos días
Buenos días don Isaac
En muchos sitios se exige una máximo de caracteres..
Si aplicarámos esa norma a nuestro cuerpo legislativo.. de tal manera que no pudiera exceder de determinada capacidad.
1/ Para hacer unas leyes tendrían que derogar otras. Y además la extensión en la redaccion de las nuevas no podría sobrepasar a las viejas.
2/ Es hasta posible que muchos de los que redactan las Leyes aprendieran a escribir y que dichas Leyes pudieran ser comprendidas por legos, que simplemente sabríamos escribir y leer.
Corolario:
No se que harían entonces toda esa pléyade de abogados del Estao, inspectores de Hacienda, TEACS.. recolocados en despachos diversos. Y muy bien pagados, como poseedores de los hilos de Adriana que permiten manejarse en el Dédalo legislativo. No creo, de todos modos, que lamentásemos su pérdida.
Un cordial saludo