El precio de la luz

El recibo de la luz, el precio del megavatio por hora, no para de crecer, día tras día. Nos explican que esta situación es transitoria y que se debe, sobre todo, al aumento del precio del gas y de los costes de emisión del carbono. Pero resulta que una buena parte de la electricidad que recibimos la generan los paneles solares, los aerogeneradores, las centrales hidroeléctricas y las centrales nucleares, que no consumen gas ni generan emisiones; y resulta también que el coste de la electricidad se fija en una subasta diaria en la que, al parecer, el precio que se establece es el que marcan las últimas centrales en participar en ella, que son las más caras y solo entran cuando son necesarias por exigencia de la demanda. Es decir, el precio lo marcan las centrales de carbón y las de ciclo combinado, con independencia de que el resto de las centrales hayan cubierto un mayor o menor porcentaje de la electricidad que se necesita.

A este precio final (lo que cuesta la energía ese día) se le añaden los llamados costes regulados, que incluyen las primas de las renovables, los déficit de tarifa, los sobrecostes cuando la electricidad no se produce en la península, los peajes de transporte y distribución, el alquiler del contador y los impuestos. Muchos de estos conceptos no se detallan en la factura; es más, muchos consumidores desconocen que una parte de su factura se destina a subvencionar la energía solar o eólica y a pagar una deuda contraída con las empresas eléctricas para aliviar la situación de los consumidores. Deuda que va creciendo y que se está pagando desde el año 2000 con sus correspondientes intereses.

Algo similar ocurre con el impuesto de la electricidad (el 5% del coste de la potencia y de la energía consumida) que inicialmente fue creado para ayudar al sector minero de nuestro país y ahora se destina a los fondos públicos, lo mismo que los impuestos sobre la gasolina o el tabaco. Este impuesto lo pagan todos los que han contratado un suministro eléctrico, haya o no consumo. Se justifica afirmando que este impuesto se aplica para garantizar el consumo responsable de los recursos limitados que ofrece la naturaleza y para promover unas condiciones medioambientales que protejan la salud de las personas.

En definitiva, el que contamina paga o, a la inversa, para contaminar hay que pagar, como sería el caso de los derechos de emisión, sean de gas o de carbón. Y hay que pagar más o menos según los días; antes de la pandemia eran de 20 euros y en los últimos días de casi 60 euros por tonelada de CO2. Todo ello regulado por la Unión Europea para mitigar el cambio climático y reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Hay un límite máximo en la cantidad de emisiones que nos podemos permitir y cada cual compra o vende estos derechos según sus necesidades; el que contamina menos vende lo que le sobra a los demás contaminadores.

Aunque las emisiones de carbono no son el único peligro para el planeta, ni siquiera el principal. Los vertidos industriales, los desechos agrícolas, los residuos urbanos, los plásticos, la minería también envenenan el aire, los suelos y las aguas. Y sus efectos son mucho más indiscutibles, evidentes e inmediatos que el llamado calentamiento global. 

Lo cierto es que el calentamiento global se está convirtiendo en un gran negocio para algunos. Los fabricantes de coches eléctricos, paneles fotovoltaicos, aerogeneradores y demás tecnologías “limpias” tienen un panorama prometedor. También supone una fuente considerable de ingresos para las arcas públicas que, con toda seguridad, no destinan la totalidad de lo recaudado a paliar la hipotética catástrofe que se avecina; por ejemplo, financiando la rehabilitación de viviendas para que sean más eficientes o colaborando al desarrollo de los países menos desarrollados.

Aunque, claro está, este desarrollo debe ser sostenible y descarbonizado, como el que pretenden tener las potencias occidentales, y eso tiene un coste considerable. El nuevo modelo económico es mucho más caro; tanto, que hay países que no se lo pueden permitir.

Hay una serie de productos y comportamientos que atentan contra la salud del planeta: quemar combustibles fósiles, utilizar plásticos, derrochar agua… La manera de desalentar estos comportamientos es, por un lado, la educación y por otro, como es habitual, el castigo; es decir, gravarlos con impuestos. Pero la educación es parcial e interesada y los impuestos repercuten finalmente sobre los consumidores, que tampoco tienen muchas opciones para consumir de una manera distinta de como lo están haciendo.

Así, por ejemplo, tanto en las escuelas como en los medios de comunicación, suelen destacarse las ventajas medioambientales de las llamadas tecnologías limpias, pero es habitual no informar de sus inconvenientes. Un ejemplo claro es el coste ambiental, además de sociopolítico, que supone la extracción de las tierras raras necesarias para fabricar turbinas eólicas, paneles solares y coches eléctricos, además de teléfonos móviles, ordenadores, armas, equipos médicos y otros muchos productos tecnológicos.

La tecnología ha sido la causante de la situación actual y se espera de ella que la solucione, con tecnologías menos agresivas y más eficientes. Este es el mensaje de fondo de la educación que se proporciona; ignorando que la tecnología es un producto social y que las sociedades están formadas por personas que serán tanto más responsables y respetuosas cuánto más cultivadas estén; es decir, cuanto más sepan y, en consecuencia, más conscientes sean de su ignorancia. Y para ello no basta con venerar la tecnología, sino que es preciso conocer la ciencia, la economía, la filosofía, el arte y, en general, los conocimientos, creencias y valores que la han hecho posible.

Un comentario

Una respuesta para “El precio de la luz”

  1. R. Estévez dice:

    Creo que la perplejidad del autor ante el precio de «la luz» proviene de que la trata «como si fuera un producto» que sirve para proporcionar energía a nuestras fábricas, negocios, empresas, ayuntamientos, servicios públicos, coches, hogares, etc.

    Lamentablemente este es el enfoque que más dificulta entender lo que está sucediendo porque realmente no se entiende que España, POR DECISIONES DE Úrsula Von Der Leyen y sus acólitos de la UE, ya no pueda fabricar Aluminio, y que los precios de cosas como el acero, el cemento, los ladrillos,las tejas y todos los productos en cuya fabricación entren cantidades importantes de energía, se hayan disparado un mínimo de un 50% y hasta un 300% o que prácticamente sea imposible fabricarlos. Y esperen a que estos Impuestos sobre la energía lleguen a la alimentación que también consume lo suyo. O a que llegue el invierno.

    Si, por el contrario, se considera la luz lo que de verdad es: El VEHÍCULO DE UNA FISCALIDAD DESAFORADA, todo se entiende perfectamente. De hecho desde 2012 el Impuesto sobre el gas de la vida –el CO2, sin el cual no hay vida– se ha multiplicado por 10 y el Fondo Monetario Internacional está metiendo presión discreta para que se multiplique por 15. Es decir 75 dólares Tm de CO2 cuando en 2012 nos cobraban 4.5 $ por lo mismo.

    El rollo del CO2 sirve para eso: para incrementar el IVA y las tasas sobre el CO2 de tal modo que haya inflación y las masivas deudas contraídas parezcan menos en Porcentaje del PIB. Es decir, nos roban dos veces con estos impuestos y con la inflación. Luego viene Sánchez con sus bonos culturales para jóvenes que, espera, le voten por ello. Compra descarada y cortijera de votos.

    O ¿hay alguien que se crea que, para el 2050, si seguimos pagando a estos parásitos para que se sigan comprando votos, va a bajar la temperatura terrestre más de lo que ya está bajando gracias al ciclo natural del clima?

    Esta cuestión es una vergüenza y merece mucha más atención y discernimiento de lo que le dedicamos.

    Gracias al autor

    PS. España cerró centrales de Carbón y Minas (alguna de las más rentables de Europa a cielo abierto) hace un año. Y por si fuera poco, los mismos genios, han prohibido la minería de uranio.

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