Quién iba a pensar que, obligados por sus captores a subirse a una silla y echarse una soga al cuello, durante las largas horas que duró su secuestro en la sucursal de un Banco de la capital sueca, tras ser liberados, los rehenes expresaran su deseo de dar una vuelta completa al mundo con sus secuestradores, que es como decir que se irían en su compañía al fin del mundo.
Los estudios posteriores de este llamativo suceso no acabaron de explicar si este efecto de súbito amor, comprensión y afán protector con quien te está amenazando de muerte, y de violento rechazo de quienes te intentan liberar, se debía al perfil propio de los empleados de Banca, al género de los rehenes –de los cuatro, tres eran mujeres–, a una lectura antigua del clásico D. Quijote de la Mancha con una especial identificación con el personaje de Sancho Panza, o a los vientos árticos que rondan la capital sueca a finales de agosto.
Pero el tiempo fue descartando algunas hipótesis, y aproximándose a otras. Poco después, la hija de un multimillonario americano, tras dos meses de secuestro protagonizaba el asalto a otro Banco, en este caso en California, formando parte del comando que lo realizó. Ni la posibilidad de lectura de las aventuras del famoso hidalgo, ni los aires escandinavos podían ya explicar las reacciones conocidas como el síndrome, al que se debería mutilar su adscripción geográfica.
Aún permanecía la duda sobre el género, al ser mujer quien ejecutó el asalto con sus compañeros tras el secuestro, y sobre la especial vinculación con la Banca (o con el dinero, que mucho se le parece). Una extraña mezcla de ambos era lo que los investigadores sospechaban que sustanciaba un comportamiento tan anómalo e irracional. La muy posterior teoría del apego de Bowlby les vino a dar la razón.
Este psiquiatra inglés, a mediados del siglo pasado, planteó una teoría en la que establecía la intensa y singular relación que se desarrolla entre la supervivencia y el afecto, o lo que es lo mismo, el amor que surge entre quien te alimenta y quien es alimentado, asunto este, en cambio, muy conocido entre los cuidadores de animales. En efecto, en áreas muy primitivas del cerebro humano, destinadas a labores de supervivencia en situaciones extremas, suele producirse un vínculo emocional inefable entre aquel de quien depende nuestra vida y nosotros mismos. Si el primero lo hace bien, es fácil convencernos del acto supremo de amor que realiza cuando nos perdona la vida pudiendo no hacerlo, lo que asegura una relación perversa a posteriori con él. Se desconocen los efectos de protección, seguridad y garantía de supervivencia que se desarrollan entre los empleados de las empresas, los militantes nacionalistas o los activistas de los partidos, y los funcionarios, pero se sigue investigando profusamente sobre ello, sin que se esperen prontos resultados al depender de presupuestos públicos.
No es descartable, en el caso de la hija del multimillonario, el efecto que pudo producir en su mente adscribirse al movimiento que sustentó su secuestro, el SLA (Ejército Simbionés de Liberación, en su traducción española), de inspiración anarquista y de vocación anticapitalista, en el sentido de dotar de un sentido existencial completo a una vida que seguramente carecía de principios al respecto (no olvidemos que se trata de la familia de un magnate de la prensa), impulsándola a abrazar fervorosamente al carácter mesiánico de salvadora de una humanidad solo concebida en su propia mente, sin importarle el evidente, palmario y tangible daño que pudiera estar haciendo a todos aquellos que estaban delante de sus narices.
Siguiendo con los vestigios históricos que nos puedan explicar el síndrome, allá por los principios del siglo XX, un artista nos hizo una confesión personal sintiendo próxima su muerte, pues es bien sabido por todos que no se puede morir mintiendo. En la novela que utilizó para ello, “La puñalada” (traducción de su original vernáculo), el insigne olotense Marian Vayreda narró excelentemente este síndrome, siendo uno de los primeros vestigios intelectuales de este complejo proceso psicológico. Es altamente dudoso, con la precisión con la que lo describió, que no se tratara de una cuestión que le hubiera afectado personalmente, como buen carlista que fue; y es que hay tantas personas que se empeñan en vincularse a ideologías que te esclavizan que ni se trata de un síndrome, ni se localiza en Estocolmo.
En el devenir del siglo pasado, varias ideologías políticas salieron muy mal paradas ante el acervo colectivo por una criminalidad que se cuenta con cifras de siete dígitos; cruentas guerras inmisericordes sin un atisbo de compasión, genocidios que esta vez sí fueron grabados, que nos dieron a todos la dimensión del más abominable rostro al que los seres humanos podemos llegar. No es posible ahora que se presenten a la opinión pública con los mismos rasgos que entonces, y disimulan sus señas de identidad detrás de nuevos eslóganes y discursos buenistas, que no son tan sencillos de desentrañar y desenmascarar para una ciudadanía que huye del conflicto con tanta prisa como se suma a la siesta colectiva.
En realidad, con excepción de los pueblos, sociedades e individuos, que son mucho más que una excepción, que luchan por la mera supervivencia, y de la cual aprenden pronto y con rapidez la importancia de abrirse camino, por la cuenta que les trae, el resto de sociedades y ciudadanos que reclaman en sus reivindicaciones pan, tierra y libertad, sufren un síndrome que procede del exceso, del apego al terruño, y de incapacidad de ejercer esa libertad que tanto dicen desear obviando el daño hacen al resto, que requeriría de una auténtica, profunda y prolongada psicoterapia, que enderece una psicopatía que al afectar a muchos no disminuye un ápice su veneno, sino que se convierte además en sociopatía.
Y no por estar tan extendido como este síndrome está, cómodo para las empresas, eficaz para el aparato del Estado, alimentado por la partitocracia, y obviado interesadamente por la autodenominada intelectualidad, deja de ser una suerte de perversión colectiva que dice mucho del estado mental de nuestras sociedades, con el que queremos encarar un nuevo mundo, desde la mentira sobre unos valores que nos empeñamos en tergiversar.
Es el punto final de un proyecto que alguna vez se llamó Europa, nacida y criada para alumbrar al mundo entero la senda del desarrollo a través de la cultura, perdida en el apego al terruño y amando ciegamente a quienes la siguen sometiendo.
Puede, entonces, que los episodios que dieron lugar a la descripción de este “síndrome”, no fueran más que el exponente mediático de algo mucho más arraigado en la mentalidad de las sociedades en las que nos desenvolvemos.
Algo de lo no somos conscientes y observamos como si se tratase de una situación sorprendente e inexplicable, cuando en realidad es un comportamiento asentado, conformado y muy latente en nuestra inconsciencia, y que no somos capaces de reconocer en matices que nos están dando señales evidentes de su existencia.
Así, creo, que muchas veces nos podemos encontrar adscritos a actitudes consensuadas, inmersos en patrones de pensamiento que, ilusos, creemos originados en nuestra supuesta libertad reflexiva, o simplemente electiva, cuando en realidad no estamos más que dejándonos envolver, seducidos por una sinfonía hipnótica de fondo, que no es nueva, aunque pueda contener algunos retoques sin transcendencia esencial.
Envueltos por las mismas conformaciones de pensamiento, que convertidas en ideología y asegurando protección y la estabilidad ansiada, acabaron, desde un signo u otro, con la posibilidad de millones de vidas, y sembraron de miedo el aire.
Un artículo muy interesante, Carlos, ¿estaremos en esta sociedad, sometidos a un “Síndrome de Estocolmo”, individual, ejercido por nosotros, sobre nosotros mismos?.
¿Un síndrome tejido desde la educación más temprana…que no necesita luego de mantener vigilantes controladores de su despliegue y evolución, pues ya quedará inscrito en los circuitos más profundos y ciegos de nuestro funcionamiento mental y…emocional?.