Los españoles llevamos casi un año esperando que los partidos resuelvan sus diferencias para que se constituya un gobierno. Lógicamente este asunto está polarizando toda la atención política, pero cuando haya gobierno es posible que otras cuestiones de fondo pasen a un primer plano. Una de ellas, muy relevante, es el nivel de politización del Estado. Un asunto cuya punta del iceberg asomará a la opinión pública en cuanto el nuevo gobierno empiece con el tradicional baile de ceses y nombramientos de altos cargos en la Administración central. Sin embargo, lo que subyace tiene mucho más calado.

La mayoría de los españoles, como el resto de los europeos, son firmes partidarios de que el Estado desempeñe un papel central en sus vidas, sea garantizando a todos el acceso a la educación, la sanidad, las pensiones y esas prestaciones que configuran nuestro Estado del Bienestar, o garantizando el acceso a la justicia, la seguridad en las calles y tantas otras cosas. Sin embargo, ese Estado es en realidad una gran maquinaria movida por miles y miles de funcionarios y dirigida, desde la cúspide de su organización, por políticos o personas nombradas por ellos.

Vivimos, por tanto, en una curiosa paradoja: por una parte reclamamos una implicación cada vez mayor del Estado en nuestras vidas, pero por otra sabemos que está dirigido por unos políticos de los que, en general, cada vez nos fiamos menos. Lo lógico sería entonces que, además de presionar por una regeneración de la política y de sus protagonistas, escrutáramos también cómo se relacionan con los funcionarios y cómo organizan la actividad de estos.

Es cierto que, más allá de cómo se desarrolle internamente la gestión del Gobierno (el Poder Ejecutivo), la salud de una democracia depende decisivamente de la independencia y eficacia de los otros dos poderes, el judicial y el parlamentario. Y también lo es que políticos y funcionarios se ven obligados a actuar dentro de los límites definidos por la legislación vigente (en gran medida europea) y por los compromisos y restricciones presupuestarias. Aun así, los márgenes de maniobra de que disponen son muy importantes y por eso merece mucho la pena prestarles atención.

Mucho se ha debatido sobre la relación que debe existir entre políticos y técnicos (funcionarios en este caso), y desde luego no es un asunto fácil de resolver. Pese a la multitud de defectos que acumula nuestro sistema de elección y representatividad política, los ciudadanos disponemos de algunos medios, pocos (¡para qué nos vamos a engañar!), para controlar y reemplazar a los políticos, cosa que no sucede con los funcionarios. Por otra parte, es lógico que los políticos tengan la posibilidad de introducir cambios en las líneas de actuación de la Administración, sobre todo cuando la promesa de esos cambios fue lo que les hizo ganar las elecciones. Pero también es lógico que los funcionarios, conocedores de la complejidad técnica y legal de las materias que tienen entre manos, tengan alguna manera de frenar los deseos de los políticos cuando estos no son viables. Y también es cierto que los políticos priorizan a menudo sus planes en función de su impacto electoral y con la vista puesta en las siguientes elecciones, mientras que los funcionarios, menos presionados por la opinión pública, reclaman políticas estables y con visión de largo plazo.

Lo que se discute, en definitiva, no es si debe haber un cierto nivel de politización de la Administración, sino cuál es el equilibrio razonable entre el criterio político y el criterio técnico. O, en otras palabras, cuál debe ser el margen de libertad y de independencia de los técnicos respecto de los políticos. El ámbito donde suele dirimirse esta tensión es en el modo de selección y nombramiento (o cese) de los funcionarios para ejercer (o abandonar) los puestos de mayor nivel. En una primera (y simplista) aproximación, suele decirse que el político, aunque no pueda despedirlos, aspira a poder nombrar y cesar de sus puestos al mayor número de funcionarios que sea posible cuando él lo considere oportuno, ya que así se asegurará que le ponen las mínimas trabas. Quienes creen que los funcionarios son los depositarios del conocimiento técnico y, por tanto, de la sensatez en las decisiones, aspiran a que el político tenga muy poco margen de discrecionalidad en este sentido.

En realidad se trata de un debate que afecta a una realidad compleja, en el que hay infinidad de grises y muy pocos blancos o negros. Pero, en mi opinión, hay algunas medidas que contribuirían a avanzar hacia ese equilibrio antes citado.

Una medida fundamental es la profesionalización de los altos cargos. Me estoy refiriendo a que los directores generales y presidentes de empresas públicas no los designaran el Gobierno (como ahora) sino que fueran gestores profesionales, elegidos mediante un concurso público y por comisiones de selección integradas por expertos independientes, por períodos de seis años renovables y con derecho a una indemnización en caso de cese antes de ese plazo. A esos puestos podrían concurrir funcionarios (conocer el funcionamiento de la Administración debería ser uno de los méritos importantes a valorar) y personas procedentes del sector privado. Como ya me he referido a esta cuestión en otras ocasiones me limito a apuntarlo de nuevo.

Otra medida que considero esencial, y de la que en cambio se habla mucho menos, es la elaboración de políticas a largo plazo (15 o 20 años). Estas políticas deberían ser el fruto de amplios debates con los sectores de la sociedad afectados y contar con un amplio consenso en el Parlamento. Deberían estar bien documentadas y accesibles a la sociedad. Un ejemplo son los famosos libros blancos que tan habituales son en otros países. Como también me he referido a ello en otros artículos no me extenderé sobre ello ahora.

Esto serviría para dotar a los responsables políticos, a los gestores profesionales citados y a los funcionarios, de una visión y una estrategia de actuación a largo plazo bien construida y articulada. Lo cual, unido al consenso parlamentario con el que fue aprobado, contribuiría a reducir los riesgos de empezar de cero o de proponer ocurrencias cada vez que llega un nuevo gobierno o un nuevo ministro.

Hay una tercera medida que sería la complementaria de la anterior y que, a pesar de las dificultades prácticas de su aplicación, es esencial. Me refiero a la evaluación de las políticas a posteriori. La idea es que todos los organismos públicos sean examinados y auditados a fondo por un tercero independiente con el fin de identificar qué se ha hecho y qué no en relación con lo que en su día se pretendía hacer, cuáles han sido los motivos que han impedido hacer lo que no se ha hecho, cómo y por qué se adoptaron las decisiones que cambiaron los planes, etc. ¿Problema? Que esa responsabilidad debe recaer en un organismo independiente, capaz de resistir las presiones de los ministerios afectados y dotado de los medios adecuados. Quizás la fórmula más adecuada es que ese organismo tuviera un estatus similar al del Banco de España u otros similares.

Se podrían seguir citando medidas para que el Estado, y en particular las administraciones públicas, desempeñaran mejor su función y evitaran que las veleidades de los responsables políticos de turno, o las inercias funcionariales, mermaran su eficacia. Pero, para ello, sería necesario que la sociedad, los medios de comunicación y los propios partidos cayeran en la cuenta de la inmensa contradicción que supone ser tan enormemente dependientes del Estado y, al mismo tiempo, prestar tan poca atención a cómo funciona éste por dentro.

5 comentarios

5 Respuestas a “¿Hasta dónde debe llegar la politización del Estado?”

  1. O,farrill dice:

    Estimado Manuel, gracias por tu artículo que abre un interesante debate y nos permite plantearnos cuestiones básicas, como qué entendemos cada uno de nosotros por «política», «estado» o «democracia» más allá de sus acepciones clásicas. Los asuntos de la «política» (de la convivencia social) se resuelven a través de una organización (estado) por un sistema de participación conjunta de los ciudadanos (democracia). Como vemos, el Estado es una consecuencia de la Política, por lo que hay una lógica «politización» del Estado. Otra cuestión es si son los propios ciudadanos los que, de forma altruista y generosa, se ocupan de los asuntos de interés común (lo que está absolutamente descartado) o si se debe crear un «Estado» con una Administración Pública pagada por dichos ciudadanos (es lo que hacemos). Otra cosa son las «políticas» o ideologías de cada cual o de sectores sociales determinados, que aspiran a hacerse con el poder.
    ¿Donde está ese poder? Indudablemente en quienes tienen facultades para dictar leyes en nombre del pueblo, en consensuar reglas de juego para la convivencia. Si nuestros representantes no estuviesen «ideologizados» y respondiesen únicamente a la mejor forma de resolver nuestros problemas, probablemente tendríamos a unos simples «gestores» de lo público que se pondrían de acuerdo con facilidad pues, las soluciones, sólo obedecerían al buen sentido y a la razón, pero…. cuando se trata de instalarse en el que se supone verdadero poder (gobierno), no hay razones, ni sensatez, ni sentido común.
    Como todo está pervertido y es el gobierno el que dicta las reglas, no lo hace mirando el bien general, sino beneficios particulares para quienes lo apoyan (clientelismo), lo que a su vez supone el mantenimiento del verdadero poder: seguir haciendo leyes de acuerdo con «su» política partidaria. Esto excluye de entrada las «políticas a largo plazo», más propias de «estadistas», de intelectuales o de académicos, preocupados por el porvenir.
    Lo estamos viendo con nuestras actuales generaciones de políticos. El Parlamento o las Cortes generales están formadas desde la última convocatoria electoral. ¿Alguien sabe en que asuntos importantes están trabajando los elegidos? Tenemos unos cuantos. Los más graves en política internacional: desde la situación de la UE, a los conflictos bélicos imperiales; desde los tratados comerciales a los 65 millones de refugiados dispersos a la busca de otra vida diferente… ¿Alguien habla, se preocupa, toma alguna iniciativa…? Un dato: hace unos días, preguntando por un funcionario del Congreso amigo, me decían que estaba de vacaciones. La justificación: «cómo esto está todavía parado aprovechan…» Un saludo.

  2. pasmao dice:

    Apreciado Manuel

    Simplemente niego la mayor. No creo que esa «mayoría» de españoles y/o europeos deseen que el estado desempeñe un aspecto tan central en sus vidas sea tan mayoritaria.

    No ha habido alternativa, simplemente.

    De esa falta de alternativa y de «esto son lentejas y las tomas o las dejas», pero las pagas con tus impuestos independientemente de lo que hagas se ha llegado a la degradada situación actual.

    No soy precisamente un neoliberal.. creo que la actitud de muchos, que estamos cansados de que el estado tutele nuestras vidas, no se debe a que seamos unos darwinistas sociales, neoliberales salvajes..

    El estado ahora se asemeja mucho a la iglesia medieval, con todo su poder y corrupción asociadas.

    Y las «crisis de fe» de muchos entonces se pueden asemejar a las crisis de fe que tenemos muchos ahora.

    El estado no puede ni debe solucionar muchos de los problemas en los que se inmiscuye con la cohartada de un justicia social, o de ese estado bienestar que a sus mandarines se la sopla (perdón por la expresión).

    Poca solución le veo al problema. Pero si se quiere solucionar algo por lo menos empecemos a reconocer que existe un problema.

    un cordial saludo

  3. Loli dice:

    Creo que es tan interesante, como prácticamente obvio, lo que planteas, Manuel, en tu artículo, que de haberse empezado a poner en práctica hace tiempo, e inclusive no tanto, a estas horas tendríamos un Parlamento trabajando ya desde hace más de un año.

    Pero a la falta de ideas, de iniciativas fuera de los estrechos márgenes ideológicos, de una manifiesta pobreza cultural e intelectual, por parte de líderes políticos (no lo hago extensible a todos aquellos que forman parte de los estamentos de los partidos, aunque esa preparación parece cundir poco y notarse menos en las esferas organizativas más altas de los mismos), se une el cada vez más atrofiado interés que por nuestro sistema de convivencia, que por nuestro modelo social, demostramos en la sociedad civil.

    La solución aparenta difícil, porque quizás, entre otras cosas, a lo mejor, nosotros, es decir, esa sociedad que va a ser gestionada, tendríamos que comenzar a no huir, o mandar directamente al campo de la «desidia», los conflictos, problemas e inclusive las contradicciones y paradojas que nos brotan día a día por prácticamente todas las costuras del sistema.

    Es curioso comprobar cómo en los temas de conversación relacionados con «la política», concepto al que nos dirigimos generalmente como si de un «ente» alejado de nosotros se tratara, somos capaces de «indignarnos» ante la manera de gestionar o ante las leyes que surgen producto del trabajo legislativo de aquéllos a quienes hemos encomendado el trabajo de realizarlo, o ante la falta de ese mismo trabajo.

    También somos capaces de «idear» soluciones para ello, para todos los problemas, pocas veces cayendo en la cuenta de son fórmulas generalistas y superficiales, que no tienen en cuenta la mayor parte de los factores que entran en juego…..sencillamente porque los desconocemos.

    Y digo curioso también, porque a la hora de intentar «escarbar», «profundizar» más en los temas políticos (en general en todos), aún en los que pensamos que más nos afectan (que en realidad son todos, de forma directa o indirecta), o bien nos volvemos reticentes y perezosos a ello, (pocas veces se suele percibir, en conversaciones cotidianas al respecto, un reconocimiento de la ignorancia política en la que nos movemos), cuando no hace su aparición la agresividad y el reproche facilón de etiquetarnos: «claro como eres de tal o cual….piensas de tal o cual manera»….ya está todo explicado.

    Así zanjamos debates, ejercicios mentales y hasta emocionales , y seguramente, con ello también, las posibilidad de que la inteligencia se abra paso…en la sociedad civil….y en sus dirigentes o aspirantes a ello.

  4. EB dice:

    Manuel,

    Me temo que usted asumió una tarea por el momento imposible. Plantear la relación entre política y Estado (más precisamente Estado-nación como experiencia histórica) requiere una larga introducción y un marco conceptual y analítico claro y preciso. Ese marco hoy no existe. Los varios intentos de desarrollar marcos adecuados y aceptables han fracasado porque parten de supuestos erróneos sobre la naturaleza humana y la naturaleza de la política y el gobierno y por lo tanto no pueden explicar cómo afectan a la sociedad en general, y a la economía en particular. Esos errores son más grotescos cuando los intentos tienen un propósito normativo, es decir, cuando pretenden argumentar una institucionalidad ideal (poco ayuda recurrir a los «clásicos»).

    Lo primero que debemos hacer es entender por qué es tan difícil desarrollar un marco adecuado y pienso que la respuesta hay que buscarla en la historia de las ciencias sociales en general. Luego hay que revisar los proyectos de investigación en curso para ver qué proponen y cuánto podrían ayudar hoy mientras todavía no pasan de “marco en construcción”.

  5. Luis dice:

    Creo que hemos llegado a un estado en el que, el trabajo de políticos y parlamentarios nos inspira muy poco respeto. Tampoco estoy muy seguro de cuanto de ese respeto ha existido antes. Pero, en cualquier caso, la sociedad sólo piensa en que el Estado le solucione sus problemas y, para nada, en cómo deba funcionar esa maquinaria administrativa. Y sí que es responsabilidad primordial de los políticos el que esa maquinaria funcione adecuadamente aunque, parece, no les viene nada mal el que ese funcionamiento sea tan ineficaz.

    Las medidas que se proponen en el artículo me parecen muy válidas y si realmente hubiese voluntad de implementar estas y otras que también ayudasen, no tendríamos dificultad especial en llegar a una operativa relativamente óptima de la Administración. Se conocen y se dispone de recursos sobrados para abordar dichas mejoras.

    Sabemos de algunas de las dificultades que las reformas administrativas conllevan, están en relación con el estatus de los propios funcionarios y nadie se atreve a cambiarlo. Resulta clamoroso como la adecuación de cualquier institución a nuevas funciones, objetivos y propósitos requiere cambios constantes y, en el caso de la Administración, nada se mueve (…lo necesario) a pesar de que todos los gobiernos, sin excepción, nos vienen hablando de reformas.

    Mientras tanto los ciudadanos en un limbo perpetuo, creyendo que elecciones son garantía de democracia y de la mejor forma de gobierno posible.

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