1939. Miles de refugiados judíos se agolpan en la frontera entre Austria y Suiza. El Gobierno suizo ha cerrado sus fronteras y da instrucciones a los funcionarios de no dejar pasar a nadie. Paul Grüninger, oficial de fronteras de la policía suiza, falsifica los papeles de judíos para permitirlos entrar y escapar así del horror nazi. Cuando las autoridades suizas lo descubren, Grüninger pierde su trabajo y se convierte en un ‘paria’ del sistema. Nunca más volvió a tener un trabajo estable y, sin embargo, murió feliz: «no podía haber hecho otra cosa».

Cuando un sistema necesita que gentes corrientes tengan comportamientos heroicos para que su funcionamiento sea mínimamente decente, quiere decir que algo grave está ocurriendo. Sin el dramatismo del caso Grüninger, esto es lo que hoy pasa en todas las sociedades democráticas.

El Wall Street Journal hace poco publicaba un artículo sobre España en el que venía a decir que el Estado tenía una fortísima presencia económica y que eso estaba formando una red de intereses entre empresas y políticos, sobre todo regionales y locales, que creaba el caldo de cultivo perfecto para la corrupción. Pensémoslo bien, empresas con un descomunal poder económico y fuertemente dependientes, en sus cuentas de resultados, de decisiones políticas; enfrente, políticos que tienen la llave de esos beneficios y que pueden ambicionar algo más que el bien común. Aunque el WSJ refería el artículo a España, bien podía describir la situación de cualquiera de las democracias occidentales, con ciertos matices en función del peso que el sector público tenga en la economía.

Frente a ese cóctel explosivo que mezcla en una trama de intereses a quienes tienen el poder económico y a quienes manejan el BOE, ¿qué puede oponer el sistema? ¿Cómo se garantiza que tenga un funcionamiento mínimamente decoroso y que se cumplan las reglas del juego?

Cuando se habla de cazar a empresarios y políticos sin escrúpulos, los jueces son los primeros que se nos vienen a la cabeza. Y ciertamente son los que, finalmente, tienen que enjuiciar y condenar. Pero, para que eso ocurra, tiene que haber una larga cadena de eslabones que estén bien sujetos y que aguanten la tensión que un caso de estas características va a provocar. En cuanto un eslabón falle, el sistema cede. ¿Cuáles son esos eslabones?

En el primer eslabón están todos aquéllos que pueden destapar el pastel: policías, interventores –que son los que comprueban todo el gasto público– inspectores de hacienda, etcétera. Todos ellos funcionarios. Sí, es cierto, no pueden ser despedidos; pero ¿qué impide que el funcionario incómodo sea apartado de una determinada investigación? ¿O que reciba instrucciones de su superior de abandonar esa línea de investigación y seguir otra? ¿O simplemente que se le ofrezca otro destino mejor donde no incomode? Los mandos son cargos de libre designación, lo que significa que pueden ser cesados por el cargo político sin dar explicaciones. Si este primer eslabón falla toda la cadena se rompe y el malo se libra. El eslabón suele aguantar cuando se trata de investigar al oponente del partido en el poder o a ‘empresarios cadáveres’ que poco pueden incomodar al poder político. En los demás casos hacen falta comportamientos heroicos de jefes y subordinados para que pueda salir adelante una investigación. Así de sencillo, así de pavoroso.

En el siguiente eslabón está la fiscalía. Un juez que reciba una denuncia del ‘investigador de la trama’ no puede condenar si no hay alguien que acuse. En estos delitos no suele haber personas concretas perjudicadas, sino que el perjuicio es para el ‘interés público’, es decir, nos roban a todos y a nadie en concreto. En estos casos, solo podrían acusar la fiscalía, en defensa del interés público; la abogacía del Estado, si hay perjuicio económico para la hacienda pública; o particulares o asociaciones, ejercitando la acción popular.

A través de la acción popular cualquier persona puede impulsar la persecución de un delito, aunque no haya sido directamente perjudicada. Sin embargo, hay una tendencia cada vez mayor de restringir su espacio de actuación, en cuanto su presencia suele resultar incómoda. En estos momentos el Tribunal Constitucional tiene pendiente decidir si es posible que el juez penal condene cuando solo acusa la acción popular. Si finalmente se decide que, para que pueda haber condena, las personas o asociaciones no directamente perjudicadas deben ir acompañadas de la fiscalía o del perjudicado, la acción popular quedará en algo testimonial y este eslabón estará aún más debilitado.

Prescindiendo entonces de la acción popular, ¿quién puede acusar para que el juez condene? Tanto la fiscalía como la abogacía del Estado dependen del Gobierno y, por tanto, del partido político en el poder. Cierto que la fiscalía tiene un estatuto formal de independencia, pero el Fiscal General del Estado es nombrado por el Gobierno. Por tanto, el fiscal que se atreva a impulsar una investigación judicial y una acusación contra un ‘pez gordo’ puede tener problemas. Nuevamente harán falta comportamientos heroicos del funcionario de a pie y de los jefes que le apoyen. Otro eslabón débil en la cadena de la justicia. Lógicamente mejorarían las cosas si los fiscales tuvieran el estatuto de independencia de los jueces y si el Fiscal General fuera elegido periódicamente por los propios fiscales.

Si todo lo anterior sale bien, llegamos al juez. Ya he escrito un post sobre cómo mejorar la independencia judicial. De todos modos creo que la justicia es el eslabón más fuerte de la cadena y ha demostrado que resiste bien las presiones. Sin embargo, hay todavía varios obstáculos que superar para que la cosa siga su curso, se destape el pastel y se sancionen los delitos. La primera y más importante es que un pleito de las características del que tengo en mente supone un volumen de papel que juzgados ya saturados no están en disposición de digerir, con lo que se produce un atasco considerable. Resultado: un pleito que, por su relevancia social, debería resolverse rápida y diligentemente, se enquista durante años, con cargos políticos sujetos indefinidamente a una ‘presunción de culpabilidad social’ y con su vida civilmente congelada. Es una típica estrategia de abogado curtido inundar al juzgado de papel para embarullar una instrucción que podía ser más sencilla. La ley y los jueces deben ser mucho más severos con este tipo de conductas. El derecho a la tutela judicial efectiva, a la que enseguida apelan los abogados, no supone tolerar abusos.

En cualquier caso, hay varias soluciones para tratar de acelerar la resolución. Podrían crearse juzgados especializados, con el riesgo evidente de los temidos ‘jueces estrellas’, pero con la ventaja de que podrían estar más protegidos de las ‘presiones’ y más ‘lejos’ del foco de tensión. Sin embargo, prefiero que el asunto caiga en quien toque y que se prevean mecanismos para que a ese juzgado se le limite el reparto de asuntos durante un tiempo razonable y para que el Poder Judicial proteja su independencia.

El segundo obstáculo en este eslabón de la justicia tiene que ver con el tribunal al que, por ley, le toca juzgar los delitos cometidos por la casta de políticos regionales: la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Autónoma. En este tribunal, una tercera parte de sus miembros no son jueces de carrera, sino profesionales del derecho designados a propuesta del Parlamento autonómico. En qué cabeza cabe que una sala politizada pueda juzgar los delitos de los políticos. Esta es una cuestión de la que casi nadie habla y que habría que cambiar ya. Es tan sencillo como cambiar la ley orgánica del poder judicial.

Uf … hemos llegado al final. Si estamos aquí quiere decir que han ganado los buenos, como en el cine. Para eso ha hecho falta que, al menos, tres héroes consagraran unos buenos años de su vida para que el pleito llegue a buen puerto. ¿Realmente creemos que estas mimbres suponen un obstáculo real para que la red de intereses creados no se salga con la suya? La buena noticia es que hay muchos más héroes de lo que pensamos. Pero deberíamos ponerles las cosas más fáciles.

2 comentarios

2 Respuestas a “HÉROES Y VILLANOS”

  1. José Luis Carrillo dice:

    No entiendo muy bien lo que quieres decir con lo de gentes corrientes, salvo que quieras hacer la división entre: gentes, gentes corrientes y gentes vulgares, entendiendo por gentes a los seres humanos, que en mi opinión cuanto más humanos somos, más vulgares nos hacemos. Es decir, desde mi punto de vista nadie es corriente, otra cosa es que con nuestras actitudes podamos acercarnos a ser héroes o villanos.
    Estoy totalmente de acuerdo con todos los eslabones, o escalones, en definitiva con todas las divisiones en forma piramidal que planteas, lo que pasa, es que como nos han enseñado que a cada división tenemos que ponerla una etiqueta para diferenciarlos del siguiente eslabón, pues nos olvidamos del origen, es decir, todos los jueces, abogados, políticos, policías, empresarios, sindicalistas, funcionarios, fontaneros, electricistas, nacionalistas, licenciados… y una interminable lista, por cierto, cada vez más grande, porque no nos olvidemos, cuanto más compartimentos existan más divididos estaremos y nuestros comportamientos para asegurar nuestra supervivencia, serán cada vez más tribales, más de clan, más de gueto, es decir, será más fácil ignorar al escalón de abajo y pegarnos con el de arriba.
    Decía, que nos olvidamos del origen, porque nuestras etiquetas inventadas, nos impiden ver que todos somos seres humanos con un proyectos común, salir de la ignorancia y de la vulgaridad que nos envuelve, pero claro, partiendo de asumir que somos unos auténticos vulgares ignorantes. Porque vamos a ver, es que los de la punta de la pirámide, políticos, jueces o banqueros, vienen de un planeta distinto del que vivimos, ¡pues no!, todos salimos del mismo invento, de nuestro defendido modelo social.
    La verdad es que los inventores y voceros del modelito, lo han hecho “que te pasas”, porque mientras no seamos capaces de al menos verlo, de ver que los demás no están de más, sino que todos formamos parte del mismo eslabón, va a ser muy difícil salir de él, y el asunto posiblemente esté en mirarnos un poco más a nosotros mismos, a nuestras mismidades y fijarnos algo menos en el de enfrente. Ya lo insinuó alguien hace mucho tiempo, me refiero a lo de la paja y el ojo ajeno.

  2. 9629 dice:

    Querido Salama, los cargos no son nada por sí solos, son lo que sea y esté dispuesto a hacer la persona que hay detrás. El cargo no decide, decide la persona. Esta puede desarrollar su trabajo de forma encomiable y anónima, puede que sea muy bueno, incluso brillante, pero es algo que no trasciende el ámbito de su vida normal y de aquellos con los que normalmente se relaciona. Sin embargo, un día cambia todo. Es un asunto similar a otros muchos, sabe lo que tiene que hacer y lo hace con la misma dedicación pero hay un elemento diferencial, enfrente no hay otra persona normal, hay un político y detrás está el poder político. Ya nada va a ser igual. La lucha no va a ser de igual a igual, porque el Estado no tiene poder, lo tienen los políticos que se han preocupado de que el sistema no funcione por su cuenta. El asunto ya no se desenvuelve en su escenario normal y con las armas normales, ya no se trata de procesos y leyes. Lo que ayer era una persona anónima se va a convertir en el blanco de una jauría que no tiene problemas en difamar porque va a quedar impune. Es una mafia sin escrúpulos.

    En la película Los Intocables, el viejo policía Jim Malone (Sean Connery) se presenta en el despacho de Eliot Ness (Kevin Costner), lo lleva a la oficina de correos de Chicago y se plantan ante una puerta tras la que se oculta un almacén clandestino de alcohol, hacha en mano le advierte: “Si cruza esta puerta ahora, entrará en un mundo de problemas del que no se puede retroceder”. Eliot Ness la cruzó y su vida cambió y entró en un mundo de problemas. Podría haberse dado la vuelta, aceptar un sistema corrupto y vivir una vida tranquila, pero creyó que no era lo que su deber le exigía. En la película los buenos ganan, pero en la realidad no ganan nada. Si no estás al servicio de otros intereses políticos, nadie te lo va a agradecer. En la vida de muchas personas corrientes que desempeñan un cargo en ese eslabón, llega un momento en el que se encuentran ante esa puerta. En ese momento tienen que decidir si la derriban o si prefieren vivir tranquilamente. La lucha contra la corrupción exige actos heroicos, porque al final, no es el sistema el que funciona, es una persona, la que decide que traspasa la puerta. Hay quien prefiere no hacerlo y es difícil juzgar, porque no podemos exigir a nadie que convierta su vida normal en un mundo de problemas. Los héroes quedan bien en las películas, pero no en la vida real. La lucha contra la corrupción no debería depender de actos heroicos, deberíamos tener la garantía de que si derribamos la puerta todo el cuerpo de policía de Chicago va a estar detrás apoyándonos.

    En 1992 el Juez del Tribunal Supremo Marino Barbero abrió una puerta llamada Filesa. No olvidaré nunca su lucha, para mí heroica y solitaria, contra la corrupción generalizada. Era un hombre corriente hasta entonces. Resultaba repulsivo ver como lo linchaban y el poco, nulo, amparo que tuvo del Estado (el CGPJ le denegó el amparo que solicitó). El problema es que han pasado veinte años y todo sigue igual (tenemos ejemplos claros) y no es una cuestión de un partido u otro, todos son iguales cuando les toca. Marino Barbero nos ha dejado ya, pero si hoy se plantara delante de otra puerta es probable que le dijera a Jim Malone: “Jim, vamos a tomarnos una cerveza y deja la puta puerta en paz.” ¿Quién se lo podría reprochar? Ahora se anuncian nuevas medidas contra la corrupción, penas más duras pero ¿Qué diferencia hay entre no cumplir 5 años y no cumplir 10 años? Ninguna. El papel lo aguanta todo. Lo que hace falta es algo tan simple como imposible, que los políticos no impidan el cumplimiento de la ley y no linchen al que trata de hacerlo. Que la lucha contra la corrupción no dependa de héroes solitarios sino del funcionamiento de un sistema que a día de hoy sigue sin existir.

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