La justicia como poder

Para Montesquieu, la justicia sólo es la boca que dice la ley, por lo que es un poder vacío. Montesquieu concebía leyes perfectas, que el juez, como autómata, sólo debía aplicar a cada caso. No podía estar más equivocado. En el mundo real, el juez decide lo que dicen leyes sumamente imperfectas. Además, el juez es el último garante de que se cumpla la ley; es decir, es la última resistencia para evitar que se abra paso una tiranía de los poderes fácticos. En este blog hemos hablado de la importancia de la independencia de quienes supervisan la actuación de los poderes (ya sea políticos, administrativos o económicos). El juez es el supervisor de todos los supervisores, el que tiene la última palabra.

En este post me centraré en la independencia judicial, una muletilla que se repite, si bien pocos tienen claro lo que es o cómo se consigue. Es más, casi todos los que hablan de independencia judicial, aunque aparenten defenderla, lo que suelen intentar es utilizar esta fórmula ritual para influir en las decisiones judiciales acercando la justicia a sus intereses.

Primero lo obvio, no os engañéis: todos y cada uno de los jueces tienen ideología, como cada hijo de vecino. Un juez es una persona formada y, por tanto, con opinión sobre la mayoría de los temas. La independencia judicial no tiene nada que ver con la ideología, entendida como conjunto de ideas, opiniones y posturas sobre cuestiones filosóficas, éticas, políticas, económicas o sociales. La independencia, en cambio, sí se ve comprometida cuando alrededor del juez se teje una red de intereses que le hacen concebir la idea de que del sentido de su decisión puede derivarse un premio o un castigo para su persona. Es entonces cuando el juez puede estar tentado a dejar de someterse exclusivamente a la ley para actuar indirectamente en su propio provecho y directamente en el del poder que ha creado el estímulo.

Todos los que detentan algún tipo de poder están interesados en controlar la justicia. La forma más simple es controlar el gobierno de los jueces. La Constitución creó el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), como gobierno independiente de los jueces. Las funciones que podían afectar a la independencia judicial, como la decisión sobre los ascensos o las inspecciones y sanciones, pasaron del Ministerio de Justicia a este Consejo.

La Constitución preveía un Consejo de 20 miembros, 12 de los cuales se elegían entre jueces y magistrados y los otros 8 entre abogados y juristas de reconocido prestigio. Pero mientras la Constitución precisó cómo se elegían los 8 abogados y juristas -por el Congreso y el Senado por mayorías de 3/5- se olvidó de especificar quiénes elegían a los otros 12. En los primeros años de ingenuidad democrática, todo el mundo creyó que estaba implícito en la Constitución que los 12 miembros de extracción judicial se debían elegir por los jueces, ya directamente ya a través de sus asociaciones. Y así se estableció en la primera Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ).

Pero los políticos no tardaron en darse cuenta de que la justicia podía ser un obstáculo para la ejecución de sus políticas, con lo que se sucedieron distintos intentos por controlarla. Pasará a la historia de este país el «hemos matado a Montesquieu» que pronunció el entonces vicepresidente Guerra cuando en la LOPJ de 1985 se pasó a un sistema en el que los 20 miembros del CGPJ serían designados por el Congreso y el Senado.

Desde entonces en cada renovación del CGPJ (cada 5 años) asistimos al mismo cambalache entre los grandes partidos para configurar un gobierno de los jueces equilibrado, es decir, al gusto de los propios políticos. Los líderes de los principales partidos llegan a un acuerdo que incluye a los miembros del CGPJ, a los magistrados del TC o al Presidente de RTVE, y los diputados y senadores como perfecta correa transmisora convalidan los pactos sin crítica. La partitocracia perfecta.

En 2001 se modificó la LOPJ para introducir un mecanismo mixto de selección de los 12 miembros del CGPJ de extracción judicial, en el que Congreso y Senado deben elegir entre 36 jueces y magistrados propuestos por las asociaciones judiciales y por los propios jueces no asociados. El sistema de designación sigue sin ser plenamente satisfactorio, pero al menos ha impedido que éstos hayan podido influir en la última renovación del presidente, tras la dimisión de Divar.

¿Cómo debería ser el gobierno de los jueces? Un Consejo de 20 miembros es un guirigay poco operativo. Lo ideal serían entre 7 y 14 miembros. Para garantizar su independencia cabría pensar en un gobierno enteramente de jueces, elegido por los propios jueces directamente o, mejor aun, por sorteo cada cierto tiempo. El sorteo tiene indudables ventajas que hoy hemos desdeñado. En estos tiempos nos hemos convertido en integristas de la democracia representativa, lo cual hace que sólo aceptemos como legítima la designación de cargos por elección. En la Grecia Clásica, sin embargo, el sorteo se consideraba democrático, en cuanto cualquiera podía ejercer el poder con independencia de sus circunstancias o de su origen. A Platón, que criticaba la democracia como el «gobierno de los incompetentes», no le parecía mal el sorteo, ya que se acercaba al poder de los sabios en un aspecto esencial: en que es el gobierno de quienes no desean gobernar y no aspirarn al poder a cualquier precio.

Sería ideal un Consejo de nueve miembros designados por sorteo. Nueve jueces que no buscan el poder por el poder y a quienes se les da la posibilidad de gobernar algo que conocen perfectamente para mejorarlo. No me suena mal. Por supuesto, el sistema de sorteo funcionará mejor cuanto más eficiente sea el sistema de selección, formación y evaluación de jueces y magistrados. Mientras este no se perfeccione y para evitar que por sorteo lleguen al gobierno jueces incompetentes o extravagantes, cabría limitar el conjunto de los elegibles a los que ostenten la máxima categoría judicial, es decir, a los magistrados del Tribunal Supremo. Una vez establecido un buen sistema de evaluación cabría realizar el sorteo, por ejemplo, entre los 100 jueces más competentes, con independencia de su antigüedad o categoría.

En contra del modelo de poder judicial que propongo, hay quienes recelan de que exista un poder que no esté sometido a controles externos, creándose una casta de vigilantes que sólo responderían frente a sí mismos. Sin embargo, me parece una caricatura concebir a los más de 4000 jueces como una secta homogénea interesada en ejercer una tiranía sobre el resto de los poderes. Si algo así se intentara el Parlamento podría modificar, sin más, el modelo de gobierno de los jueces, con lo que el equilibrio de poderes se mantiene. Someter a los jueces a controles externos tiene el enorme riesgo de que estos controles se instrumentalicen para someter a la justicia y, por otro lado, ¿quién controla al controlador externo? Es un Consejo dignificado y una Fiscalía independiente quienes tienen que estar vigilantes ante las posibles anomalías o disfunciones.

Por último, quiero dedicarle espacio a las asociaciones judiciales, como elemento que distorsiona la independencia judicial. Hay asociaciones de derechas y de izquierdas, cercanas cada una de ellas a los partidos más próximos ideológicamente, lo que ha permitido que los medios de comunicación dividan a los altos tribunales en bloques ideológicos y justifiquen sus decisiones como una toma de postura en apoyo del partido afín. Los jueces tienen ideología, pero lo que no es admisible es que aparezcan vinculados a una asociación profesional que funciona como correa de un partido político. De este modo la pertenencia a una asociación de izquierdas o de derechas no es sino una forma de burlar la prohibición de pertenecer a partidos políticos. ¿Acaso no nos chocarían militares integrados en una u otra asociación cercana a determinados partidos políticos? Pues los jueces deben mantener análoga neutralidad partidista, al menos, desde un punto de vista aparencial.

En fin, miremos donde miremos todo está bastante mal, pero hay salidas. A veces parece cierta aquella chorrada de que «contra Franco se vivía mejor». Hoy resulta más difícil saber dónde está el enemigo. Pero no nos engañemos: en cuanto abandonamos la pereza y profundizamos en cualquier tema descubrimos que hay infinidad de cosas por hacer.

Un comentario

Una respuesta para “La justicia como poder”

  1. O'farrill dice:

    Suscribo el artículo y coincido plenamente con el autor. Es más, hace un par de días escribía algo parecido.
    La independencia judicial, no es diferente de la del resto de los «cuerpos» del Estado (que no de los gobiernos) o de cualquir funcionario público: desde el Jefe del Estado hasta el rango funcionarial más pequeño.
    En el Estado las ideologías personales quedan en la puerta para que la neutralidad e imparcialidad de la Función Pública sea efectiva. Es más, hay una gran responsabilidad de los cuerpos del Estado en la deriva política partidaria trasladada a las normas y resoluciones administrativas o judiciales, que quedan al albur de cómo sea, cómo piense y qué ambicione el funcionario correspondiente.
    Pero esa independencia judicial lleva consigo las cuestiones siguientes:
    1ª.- La elección ajena a la política, a las asociaciones y a los partidos que bien podía ser por sorteo entre candidatos de especial cualificación para el CGPJ que, estoy de acuerdo, no tiene porqué tener tantos miembros. En todo caso desde el propio mundo judicial.
    2ª.- La temporalidad en el cargo que evite tentaciones al amparo de su permanencia. Sería posible un sistema rotatorio anual.
    3ª.- La independencia y autonomía de medios y recursos necesarios para el adecuado ejercicio de la función.
    4ª.- El control institucional desde la Jefatura del Estado del «funcionamiento regular de las instituciones» (artº56 C.E.) al igual que debe hacer con el ejecutivo y legislativo donde sería importante la revocación o derogación de un amplio porcentaje de normas, sustituyendo cantidad por calidad y seguridad jurídica.
    5ª.- La tutela judicial efectiva real de acuerdo con el artº 14º de la C.E.
    Como vemos nada parecido a lo que tenemos.
    Un saludo.

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