Andando por cualquier calle de Madrid oigo el himno característico de uno de los dos principales partidos políticos del país, varios forofos sonrientes captan adeptos. Se me quitan las ganas de votar ¿Por qué será? ¿Cuál es la causa para que la gente corriente se sienta cada vez más lejana de la política?
Sin duda, una de las principales causas de la desafección del ciudadano medio hacia la política es esa extraña sensación de que todo es una farsa en la que cada uno desempeña un papel. Pero sobre todo, es la percepción de que ese papel está alejado de la realidad de las cosas. Nos hemos habituado al ejercicio de fingimiento que supone la política: políticos que ocultan lo que piensan por miedo a perder votos y que dicen lo que creen que la gente quiere oír.
En concreto, la actual configuración de los partidos políticos ha hecho que la división de poderes sea una simple apariencia que encubre una realidad más mezquina. La realidad, ya bastante perceptible, es que los partidos políticos se han convertido en engrasadas maquinarias cuyo único objetivo real es permanecer en el poder el máximo tiempo posible.
Pero empecemos por el principio ¿Qué deberían ser los partidos políticos en un mundo ideal y por qué es deseable la división de poderes? Los partidos deberían ser asociaciones de personas que unen sus esfuerzos para tratar de llevar a la práctica su idea de cómo se puede mejorar la sociedad en la que viven.
Lo primero, por tanto, sería tener ideas sobre cómo mejorar la sociedad. La primera misión de un partido político sería decidir hacia donde quiere que avance la sociedad a largo plazo y cuales son los pasos intermedios que hay que dar para llegar a ese destino social. Ganar unas elecciones es una simple herramienta para conseguir aplicar esa idea, plasmada en un programa de gobierno. Sin embargo, la realidad es que los partidos han convertido la herramienta en su finalidad última: maximizar su número de votos. Los votos son imprescindibles para la subsistencia del partido: dinero a través de subvenciones y préstamos bancarios, cargos que distribuir entre sus adeptos. La idea es prescindible. A partir de ahí surge el fingimiento. El poder no es un instrumento para realizar el cambio de la sociedad hacia la idea, sino que se termina convirtiendo en un fin en sí mismo. El partido así refundado tiene como única obsesión extender su ámbito de influencia hacia todos los ámbitos de poder.
¿Por qué es deseable la división de poderes? La división de poderes se instaura por la desconfianza hacia un poder absoluto que ejerce todas las manifestaciones conocidas de la soberanía. Desconfianza que sintetiza la famosa máxima: “el poder corrompe. El poder absoluto corrompe absolutamente”. Los modernos Estados se fundan en la idea de distribuir los poderes del Estado entre diversas instancias que actúan como contrapeso y como límite del poder de las otras. En particular, existe la obsesión por controlar el poder del Ejecutivo como encarnación histórica del antiguo poder absoluto. El Gobierno queda así sometido a las leyes que aprueba el Parlamento y los jueces garantizan ese sometimiento. Desde siempre los partidos políticos han tratado de sortear estos límites. Veamos dos ejemplos en relación con los dos poderes más significativos: el poder legislativo y el judicial.
¿Podríamos empezar por preguntarnos a quién sirven nuestros parlamentarios? La sede de la soberanía popular, es decir, el Parlamento, hoy está férreamente gobernado por los partidos políticos. Los parlamentarios sienten que deben su cargo no a los electores, sino a las siglas, a la marca electoral que les presentó en un determinado puesto de una lista. No nos engañemos, el elector vota a una marca (llámese PP, PSOE o IU) y, en su caso, al primer actor de esa lista y candidato a presidente. Al 90% de los candidatos que se presentan no los conoce y quizá no los votaría si los conociera.
¿A quién deben entonces su puesto de trabajo los parlamentarios? ¿A quién han de prestar fidelidad los diputados y senadores? A su partido político por dos importantes razones: les deben el cargo y si quieren seguir en su trabajo deben conseguir que el partido siga confiando en ellos y los incluya en las listas. Por tanto, los parlamentarios no tienen la sensación de deberse a los ciudadanos, sino a su partido. El partido impone el sentido del voto a sus diputados que sólo deben apretar el botón adecuado en las votaciones. ¿Qué utilidad tiene entonces tener 350 diputados y 264 senadores? ¿No sería lo mismo atribuir a cada líder del correspondiente partido político un derecho de voto ponderado por la representación electoral que hubiera obtenido su partido y un grupo de asesores por materias?
Resulta saludable que la realidad y la apariencia se empiecen a aproximar. Que se levanten los velos que nos impiden ver cómo funcionan los mecanismos de poder. Por supuesto es posible afirmar que el parlamentarismo exige debates a más de 4 ó 5 primeras espadas, pero lo cierto es que las eternas discusiones asamblearias resultan obscenamente ineficientes. Las principales funciones del Parlamento, las que justifican su existencia, son la aprobación de las leyes, la aprobación de los presupuestos y el control del Gobierno. El actual parlamentarismo es absolutamente ineficiente para el desempeño de esas funciones.
Centrémonos en la elaboración de las leyes (el presupuesto no es más que una ley con un procedimiento singular de tramitación). Nuevamente aquí la realidad escandaliza. La realidad es que la mayoría de las leyes se redactan directamente por el Gobierno y reciben la sanción del Parlamento. La realidad es que nuestras leyes son tan complejas que la mayoría de los parlamentarios no las entienden, ni pueden debatir sobre ellas. El paso de las leyes por el parlamento se convierte en una auténtica formalidad vacía, en la que el Gobierno tiende a percibir a las Cortes como un incómodo estorbo para la aprobación de sus leyes. Los parlamentarios del partido político en el poder adoptan una actitud de pura sumisión a lo que se les dicta desde el Gobierno. Cuando éste no tiene mayoría absoluta se abre una negociación obscena, generalmente con grupos nacionalistas cuya obsesión es ampliar los poderes de su respectiva región. Conseguida esa mayor cuota de poder por la Comunidad nacionalista a cambio de unos votos por una ley cuyo contenido es lo de menos, el resto de Comunidades reivindican el mismo nivel de autogobierno. Resultado: cada ley que consigue aprobar un Gobierno en minoría supone una cesión de poder del Estado frente a las Comunidades Autónomas. Una mayor descentralización que además no obedece a un planteamiento general, a una idea de hacia donde debe encaminarse el país a largo plazo, sino a la necesidad transitoria del Gobierno de sacar adelante un determinado proyecto de ley.
Tampoco el poder judicial escapa a la influencia de los partidos. Echemos un vistazo a los juzgados y tribunales ordinarios. La Constitución, para garantizar la independencia de los jueces, creó el Consejo General del Poder Judicial como su órgano independiente de gobierno. La idea era desplazar a ese órgano las funciones que en el régimen anterior correspondían al Ministerio de Justicia y que podían afectar a la independencia judicial, como son el acceso a la profesión, los ascensos y las sanciones. Lo cierto es que los 20 vocales del CGPJ son designados por las Cortes Generales por lo que reproducen sus mayorías: los partidos políticos se reparten sus vocales en función de la participación parlamentaria de cada partido. En general, los partidos políticos, en lugar de buscar a la gente más capacitada, tienden a colocar a quien más fielmente defienda la voluntad y los intereses del partido.
El Consejo decide los magistrados que van a ir al Tribunal Supremo o a la Audiencia Nacional. Precisamente los dos Tribunales más importantes y los que deben enjuiciar la acción administrativa y la responsabilidad penal de los políticos. Las más fuertes disputas en el seno del Consejo se refieren al nombramiento de los magistrados de esos Tribunales, que tienden a elegirse en función de sus colores políticos. En el ámbito autonómico, lo que ocurre con los Tribunales Superiores de Justicia es aun más grave. Una tercera parte de los miembros de la Sala de lo Civil y Penal no son jueces sino profesionales del derecho y se designan a propuesta del propio Parlamento autonómico. A esta Sala corresponde juzgar la responsabilidad penal de los altos cargos autonómicos. En qué cabeza cabe que una sala politizada pueda juzgar los delitos de los políticos.
Es cierto que, al margen de esos altos tribunales, donde se deciden las cuestiones de relevancia política, existen una gran mayoría de jueces anónimos que hacen su trabajo con entrega y dedicación. A ellos también les afecta la politización de la justicia. Las legítimas expectativas profesionales de los más válidos y trabajadores resultan frustradas por el ascenso de quienes se acercan a los partidos políticos dejando a un lado su verdadera profesión. Esto genera frustración en quien trata de hacer un trabajo digno al servicio de la sociedad.
Hasta aquí el planteamiento de cómo funcionan las cosas. De cuales son algunos de los problemas más evidentes. En esta web pensamos que las cosas pueden cambiar y tenemos la intención a lo largo de sucesivos artículos de ir desgranando posibles soluciones. Queremos abrir un foro de debate en el que se puedan poner en común problemas y soluciones, conscientes de que la democracia tiene diversas formas de manifestarse en función de las peculiaridades de cada país. Sin embargo, para que pueda hablarse de verdadera democracia no basta con que existan elecciones periódicas cuyo resultado refleje la realidad del voto. Son necesarios otros mínimos. Entre esos mínimos existe coincidencia en señalar la necesidad de un poder judicial independiente y de un sano parlamentarismo. Sin estos mínimos podemos tener una apariencia de democracia, pero no una democracia real.
(Este artículo se publicó por primera vez el 3 de Enero de 2012)
En el articulo de Salama, «Los partidos políticos y la división de poderes», hay una exposición detallada de uno de los asuntos más complejos de la realidad política española. Es cierto, como sucede en todos los países, que la interpretación jurídica de las constituciones, de por si, políticas es interpretativa. Señalo este adjetivo porque es quizás el objeto del debate.
Todos los días leemos en los periódicos, única fuente de información a la que se remite la generalidad de los ciudadanos, con su componente de propaganda interesada, las decisiones del Tribunal Constitucional sobre los asuntos espinosos de la realidad nacional. La votación, generalmente viene dividida en dos facciones mayoritarias, con algún salvamento de voto generalmente promulgado por el representante o representantes de la minorías.
Cuando Salama afirma que cada ley que promulga un gobierno en minoría cede poder del Estado a las comunidades autónomas, quizás, incurre en una interpretación «centralista» del Estado, que, quizás,no es congruente con el Articulo 2 de la Constitución que es en si «autonómico». Basado en la solidaridad «a través» de las autonomías.
El desarrollo, y es otra consideración «dinámica» de la constitución, de Titulo VIII permite una «dinamicidad» permanente. Y, quizás, es este uno de los grandes valores de la Constitución española. Talvez el mal no esta ahí, si no en el «privilegio» centralista de las mayorías.
Con respecto a la designación de jueces, Salama, también, señala el partidismo político. Es difícil encarar este asunto. Es, por lo menos, comprensible que las decisiones sobre el desarrollo de unas leyes promulgadas desde el poder político tengan una «interpretación» acorde. Sabemos que en otros momentos y otros países, ha existido la cooptación. Pero este procedimiento tiene el vicio de «club selecto», que hoy en día parece desfasado.
El señalamiento final, que hace Salama, sobre «en que cabeza cabe» que los jueces nombrados por los políticos juzguen a esos mismos políticos. Que salida tiene?. Salama desea un Poder Judicial independiente. Independiente de que y como?. Un Parlamentarismo sano. Como se tiene ese Parlamento?. Quizás no es hora, no lo digo con ironía, de volver a la «aristocracia» de Aristoteles. De alguna manera, habiendo un monarca constitucional, se ha llegado a la República de Platón.
Quizás el paso, es el que enunciaba Bautista y que aconsejaba Platón, la educación y la transformación continua. Valores, de alguna manera, consagrados en nuestra constitución y malamente desarrollados.
Encuentro muy interesante este artículo del señor Salama tanto por las cosas que entiendo (pocas) como por las muchas que sin el menor sonrojo confieso que no entiendo.
El ciudadano medio, esa multitud de personas que no tenemos una cultura extensa y andamos tirando a flojillos en infinidad de materias, no entiende, yo no entiendo, de cantidad de cuestiones que están ahí, en el día a día, y que marcan y configuran nuestro vivir y por tanto nos afectan, claro; y porque están ahí y se sabe de su importancia es difícil el sustraerse a, aun dentro de los límites de unas capacidades escasas hermanas de una formación escasa, tener opiniones.
El poder legislativo, por ejemplo, yo creo que sería buena cosa que, aparte de que las personas que lo representan no estuviesen nombradas, o elegidas, por el parlamento o por los partidos, su ideología o tendencia política no trascendiera, no se supiese, fuera una especie de “secreto inviolable” de manera que los ciudadanos no tuviésemos una especie de premonición de pitonisos adivinando qué va a dictaminar (o a lo mejor se dice sentenciar) un juez dependiendo de a quién esté juzgando.
Me quedo bastante desconcertada cuando escribe “los parlamentarios sienten que deben su cargo no a los electores, sino a las siglas” y seguido añade “no nos engañemos, el elector vota a una marca (llámese PP, PSOE o IU) y, en su caso, al primer actor de esa lista y candidato a presidente. Al 90% de los candidatos que se presentan no los conoce y quizá no los votaría si los conociera”; me quedo confusa porque sí, el elector vota a las siglas parece lógico que los parlamentarios que representan a esas siglas se sientan obligados a ellas, que es la forma de responder a las expectativas de los electores que las votaron.
¿Qué otra forma habría de hacerlo?
¿Cómo tendría que funcionar la sociedad, y la información, y la comunicación para que los electores pudiéramos conocer al candidato?
Una cosa que si yo fuera parlamentaria creo que me resultaría a veces muy peliaguda es eso de la disciplina de voto. Con independencia de a qué partido se pertenezca las personas somos, pues, eso, individuos, y se me figura como tragarse un sapo cuando en ocasiones (que las habrá) tienen de algún modo que traicionarse.
Y acabo, que me he pasado de la cuota de palabras; pero me bullen en la cabeza muchas más cosas.
Perdón, he redactado mal una frase; quería decir «porque si el elector vota a las siglas parece lógico…»
Enhorabuena por el post y por esta nueva iniciativa que va en la dirección de intentar influir para que las cosas cambien.
Mucha suerte
Parece claro que para corregir la situación que se describe en el artículo, hay que tomar medidas para revertirla. La poca tradición en la sociedad española de la democracia nos ha llevado a cometer errores de principiante hasta caer en una partitocracia cada ves más descarnada.
En nuestra transición desde la dictadura, los partidos políticos a falta de esa tradicion y cultura social debieron ejercer un papel protagonista en lugar de ser simple mediadores o focos de agrupamiento de la voluntad popular, pero afortunadamente las cosas han cambiado y estamos en la obligación y necesidad de profundizar nuestra democracia pasando el protagonismo al pueblo, a los electores.
Soy de los que opinan que la manera más eficiente sería mediante la obligatoriedad para todos los partidos de realizar elecciones primarias competitivas abiertas no solo a los militantes si no a todos los votantes para seleccionar los candidatos a Presidente de Gobierno, Presidente de Comunidad Autónoma y Alcalde.
Además en aras a la separación de poderes propondría la elección directa por los ciudadanos de estos cargos responsables del poder ejecutivo en votación directa y diferenciada de la correspondiente a la elección de los miembros del poder legislativo en los tres niveles del estado.
Creo que de esa forma facilitaríamos los contrapesos de poder y evitaríamos el que un reducido grupo de personas de los partidos mayoritarios elijan los cargos de los tres poderes del estado y tomen al final todas las decisiones.