
Escribo esto todavía medio aislado por una gran nevada en mitad de una gran ciudad, una urbe, Madrid en este caso, que es conocida por muchos otros motivos, unos buenos y otros malos, pero que desde luego no es famosa como destino para amantes de la nieve.
Una ciudad que, como digo, no está acostumbrada a que toneladas y toneladas de un precioso y helador manto blanco caigan del cielo para cubrir las calles, volver impracticables las carreteras y destrozar sin piedad millones de árboles. Y esto sí que da pena, porque mi experiencia personal me dice que cada árbol que cae, al menos en mi barrio, es rápidamente sustituido por una capa de asfalto, ya que para evitar futuros problemas no suelen replantarlos, supongo que porque requieren cuidados y hay que ahorrar. Esta ciudad de la que hablo, la mía, está aún, una semana y pico después del evento, sumida en una especie de caos de baja intensidad que dice mucho acerca de lo escasamente preparados que estamos todos para eventos que se salen de lo habitual, y lo mal que los gestionan los que deben hacerlo.
Cualquiera que haya aprendido artes marciales con un maestro medio decente, o que en su defecto haya visto Kung Fu Panda o Karate Kid, sabe que lo más importante que ha de hacer todo aprendiz de artista marcial en caso de conflicto es reaccionar ante lo que venga sin dar nada por sentado: no tiene sentido esperar una patada, porque el malo a lo mejor te sorprende con un puñetazo, y es mucho mejor simplemente ver que pasa y reaccionar ante lo que se presente… o, como dice en su “Tao del kung fu” Bruce Lee: “el mayor error que se puede tener en un combate es anticipar el resultado” (el famoso “be water, my friend”), lo que no quita, por supuesto, que se presuponga que hayas entrenado para saber reaccionar ante ambas posibilidades y que tu cuerpo haya interiorizado una reacción ante la patada o el puño que se dirijan contra tu cara.
Lo que pasa en mi país cada vez que hay una crisis de mayor o menor intensidad es algo parecido a la diferencia entre una pelea de verdad y lo que se ve en ciertos videos de YouTube, o a cierta gente dando clases de defensa personal, en las que el atacante tira despacito y con muy buen ángulo un puñetazo al defensor, y este le responde con una preciosa sucesión de movimientos coreografiados: muy bonito, pero poco real, ya que lo no suelen decir en esas clases (y este es uno de los grandes fallos de la mayor parte de los cursillos de defensa personal para mujeres, por ejemplo) es que ese puñetazo lo puede lanzar algún día alguien que de verdad sepa golpear y que lo hará con potencia, que el atacante posiblemente será mucho más grande y fuerte que tú, que puede ser alguien realmente malo al que no le importe hacer daño, y que el golpe ni va a ir despacio ni va a dejar tiempo para que recuerdes tu coreografía, por lo que más vale que tengas interiorizada una respuesta y estés preparada para que salga de forma instintiva, sin que el estrés que supone tener alguien delante que viene a partirte la cara te haga quedar paralizada como un conejo en medio de la carretera. Al final lo único que se tiene si no se toma uno en serio el entrenamiento y no aprende que, además de la coreografía, hay que entrenar el stress y la agresividad, es una falsa sensación de seguridad, ya que, a casi todos los seres humanos, aunque les salga soltar un puñetazo, no les suele salir golpear otro a continuación, y otro, y otro, y hacerlo con la fuerza suficiente (para eso o se nace o hay que entrenarlo).
Púes bien, si algo me ha quedado claro de las crisis que hemos vivido últimamente en los lares en los que yo habito es que ni aquellos que toman las decisiones están preparados para reaccionar ante cualquier cosa que se salga de los caminos trillados ni los ciudadanos se lo ponemos fácil para no meter la pata una y otra vez. Por seguir con la analogía de las artes marciales, ni en la terrible pandemia que nos asola ni en la mucho más modesta catástrofe que hace a una ciudad preciosa bajo la nieve, pero impracticable para los que la habitan, los representantes públicos han demostrado estar lo suficientemente entrenados: ni saben fluir en el combate, ni (y esto es lo más grave) habían entrenado qué hacer ante los golpes. Estos el cinturón negro no se lo han ganado; unos pocos como mucho blanco-amarillo, mientras que la mayoría deberían ser directamente expulsados del Dojo.
Lo que único que nos salva de esa extinción, que puede que merezcamos después de todo, es que si bien los que dirigen el cotarro están demostrando ser unos auténticos paquetes en todos los niveles, los que de verdad se meten en el fango, los que pelean, sí que tienen interiorizados los principios de sus Jet Kune Do (“camino del puño que intercepta, el arte marcial creada por el mencionado Bruce Lee): en las UCI atestadas por la pandemia médicos y enfermeras saben lo que tienen que hacer y mantienen la sangre fría, aunque estén cada vez más agotados, y en las calles de la ciudad nevada bomberos, militares, operarios y policías saben cómo hacer su trabajo, aunque no les ayuden demasiado los que se supone que tendrían que guiarles en el combate, más ocupados en sus casposas peleítas del único juego que de verdad les importa: el de las próximas elecciones.
Pero esta vez no voy a ir (solamente) a lo fácil, que sería cargar a machete, sin piedad pedida ni clemencia concedida, contra los que con su incompetencia nos condenan a morir en solitario en hospitales atendidos por personal agotado y a punto de quebrarse, o contra los poco previsores responsables municipales que no saben qué hacer cuando una tormenta descomunal sobre cuya posibilidad se les venía avisando desde hace semanas se desata sobre la ciudad.
Esta vez voy a intentar mirar un poco más allá y tratar de asumir la parte de culpa que tenemos los ciudadanos (además de por votar a los que votamos, que ya de por si es como darle a un mono dos pistolas), unos ciudadanos que el día después de una nevada que ocurre cada cien años en Madrid nos quejábamos porque no había una quitanieves en cada garaje.
Unos ciudadanos que, pese a que cada día muere por coronavirus más gente que en la mayoría de los accidentes aéreos, preferimos seguir haciendo nuestra vida como si no pasase nada, no renunciar a nada, acudir a eventos y espectáculos, ver a gente, reunirnos… y necesitamos toques de queda para cambiar nuestros hábitos un corto período de tiempo, porque nos resulta muy duro hacer el sacrificio unos meses; o unos ciudadanos que cargamos contra los responsables municipales por no limpiarnos la calle en un día (diez días después esas protestas son totalmente fundadas, pero no lo estaban el día después de la nevada) pero no somos capaces de echar la mano al vecino que tiene pala para limpiar un poco nuestro tramo de acera.
Nos hemos acostumbrado a que solo funcionamos con prohibiciones y a esperar que nos saquen siempre las castañas del fuego, sin darnos cuenta de que aquellos que nos gobiernan no están preparados para defendernos ante lo imprevisto: no son agua que fluye, son hielo que se quiebra.
Así nos va.
Gracias, don Raúl, por poner el acento en la responsabilidad individual y en nuestra parte de culpa. Que es necesario, salta a la vista.
Uno se acerca a este blog para adquirir conocimiento leyendo a los autores y comentaristas de los post, personas a las que considera más cultas y mejor informadas que uno mismo, con diferencia. Y siente agradecimiento y satisfacción por lo que le enseñan y aprende.
Y sin embargo, últimamente uno experimenta, como algún comentarista expresa, desilusión. El motivo es que uno percibe, en el análisis de los temas por una parte de los comentaristas, una tendencia a permanecer en una realidad paralela, como si siguieran un rumbo ya trazado de antemano por sus inamovibles convicciones y que limitan su espíritu crítico.
Uno piensa que todos recibimos y seleccionamos la abundante información que llega a nuestras casas y a partir de ella elaboramos un mapa mental a partir del cual interpretamos lo que está sucediendo. Es sorprendente la disparidad de las conclusiones a las que unos y otros llegamos, seguramente por la credibilidad que se otorga o se niega a dicha información y que previamente pasamos por el filtro de nuestras creencias y convicciones.
Uno percibe que una parte de los intervinientes están anclados en teorías conspiranoicas y/o negacionistas que les llevan a defender lo indefendible y se sorprende con disgusto de que mentes inteligentes y cultivadas se encuentren atrapadas en esa realidad paralela. La cartulina amarilla del señor Oquendo, el ”rebote” sobrevenido del señor Ligur y las teorías a veces “peregrinas” (con perdón) de O’Farril, son un reflejo.
Cualquiera que haya escuchado y leído al presidente saliente de USA a lo largo de su mandato, no puede desear que hubiera continuado su cargo, a no ser que esté engañado o “atrapado”.
Se ha citado aquí a César Vidal, otra mente cultivada y atrapada. Cuando uno lo escucha, ha de salir a pasear un rato junto al mar, para desintoxicar.
La palabra hoy es esperanza. Que fluya!
Salud, saludos.
Por alusión de «JBL» a mis «peregrinas» teorías, me gustaría saber cuales son las «suyas» que -ya anticipo- respetaré y no calificaré. Las teorías «peregrinas» son parte de la Ciencia y de su debate. A veces resulta que son acertadas frente al relato oficial. No hace falta citar ejemplos.
Un saludo.
Cuando era niña solía pedir a mi abuelo que nos relatase, a mi hermano y a mí, cómo, nada más terminar la guerra civil, él, junto con otros vecinos, padres jóvenes de familia y los que no lo eran tanto, azada en mano, y toda aquella herramienta que sirviera, bajaron enfrente de sus casas, que entonces era un descampado cerca del río y con apenas construcciones más allá del Matadero y el Mercado Central de Frutas y Verduras, y se pusieron a parcelar la tierra, dividirla entre las familias, ararla y sembrarla con lo que tenían o conseguían.
Aquella era una zona eminentemente obrera que había sufrido los zarpazos de todos, los del Frente Popular y sindicatos incluidos y los Nacionales
Había gente represaliada por el simple hecho de trabajar en el militarizado ferrocarril, aunque tan solo fuera un simple conductor de locomotoras, hasta personas que habían salvado la vida gracias a que su vecino, o su familiar republicano se había jugado la suya escondiéndole en su casa.
La iniciativa fue totalmente espontánea y sin wasap.
Y funcionó.
El Gobierno de los vencedores les dejó hacer, consciente, quizás, de que esa iniciativa paliaría de algún modo la escasez de alimentos y la hambruna que se podría dibujar en el panorama del país en los años inmediatos a la contienda.
Conocerían, seguramente, que la gente se organizaba sola, sabía trabajar, tres años de conflicto bélico y de tiranía política en ambos bandos, no pasaron en balde.
Miró para otro lado.
Mi madre recogía el relato de mi abuelo para rememorar unos años de niñez bañados en precariedad pero también en momentos, para ella, mágicos, conocía el sabor del tomate recién arrancado de la mata, y la blancura de una sábanas secándose al sol, entre un mar de ellas en las tierras parceladas, lo digo, porque siendo años duros, ella no dejaba de contárnoslo cada vez que tenía ocasión, y de hacerlo desde un recuerdo agradable, incluso feliz.
Aquello duró unos tres o cuatro años, creo.
Lo suficiente para que en los peores tiempos de escasez de alimentos, aunque no sobraran, tampoco se produjeran hambrunas, al menos entre la gente que allí vivía.
Este tipo de episodios parece que no solo se dio en esa zona de Madrid.
Sin embargo yo lo conocí a través de actores directos, y no sé de referencias documentadas o publicadas al respecto.
En la “nevada del siglo” que vivimos hace unas semanas en Madrid, puede que pusiera de manifiesto la incapacidad de reacción a la que nos hemos amoldado antes circunstancias imprevistas.
Pero creo que no es del todo así.
En mi calle, en la segunda madrugada de heladas, gente de la barriada sacó pico y pala, no sé de dónde, y bajó para abrir caminos en el hielo de las aceras.
Durante las treinta horas de nevada, y casi desde el primer momento, al ver cómo aquello desbordaba a las autoridades locales, cuando los coches se quedaban atrapados en las calzadas y se paraban, la gente bajaba de los mismos para ayudar a otros conductores.
En los días siguientes se organizaron, por parte de particulares, grupos de coches de los llamados “cuatro por cuatro” para el desplazamiento de personal sanitario de aquellas emergencias que se les reportaba, hacia cualquier sitio…
Tampoco se ha publicitado mucho.
Para complicar algo más la cosa, el pasado día 20 de Enero, en el mismísimo castizo corazón de esta dura y entrañable ciudad, que es la mía, permítaseme decirlo, al lado de la pequeña y pacífica Iglesia que lleva el nombre de su Patrona, la Virgen de la Paloma, una explosión se llevó por delante cuatro vidas, un inmueble habitado por religiosos, entero, aterrorizó, más aún, a los residentes mayores del centro contigüo donde vivían, causó tremendos destrozos en edificios colindantes y sembró una emblemática y pequeña calle de escombros, fuego, humo, y coches calcinados….
Lo primero que se veía según se disipaba la humareda, era gente bajando a la calle retirando escombros por ver si había alguien debajo….
Puede que nos hallamos acomodado, demasiado, a que actúen por nosotros, piensen por nosotros, sean las autoridades quienes tengan todo previsto y bien controlado, en multitud de aspectos de la vida social lo estamos viendo.
Pero…cuando las cosas vienen de forma no tanto imprevisible, como imprevista, que creo que son dos cosas diferentes, no siempre la actuación y el comportamiento de la gente, y su capacidad para sorprender hasta a los más hábiles controladores, responde a lo que los algoritmos dibujan, es lo que me parece.