Metidos ya en la campaña para las elecciones autonómicas y municipales del 28 de mayo, es típico entre los analistas señalar que el grueso de los votantes se mantiene fiel al partido al que viene votando y que, por tanto, las sorpresas en los resultados electorales dependen de lo que al final decidan quienes están sopesando cambiar su voto. Por eso, los estrategas electorales de cada partido construyen sus propuestas y mensajes pensando principalmente en los que puedan atraer de estos últimos.
Según el barómetro mensual de El País y la SER publicado en mayo, de los 24,5 millones de personas que votaron en las generales de noviembre de 2019, más de 16 millones mantienen su intención de votar a los mismos partidos que entonces y unos 8 millones de votantes (1 de cada 3) deja abierta la posibilidad de cambiar su voto. Naturalmente, a ellos hay que sumar los cerca de 1,7 millones que votan por primera vez.
Obviamente, la fidelidad es muy superior en los partidos de la oposición, PP y VOX, que en los que sostienen al Gobierno.
Incluso entre los 12,5 millones que se abstuvieron en aquellas elecciones, apenas 3,8 millones (30,4%) están planteándose votar ahora a un partido concreto.
¿Por qué tanta gente sigue votando al mismo partido?
Mirémoslo de otra manera. Si se les preguntase a los millones de electores si creen que la realidad social, económica y política sobre la que debe decidir cualquier gobierno en este país es compleja, seguramente la mayoría reconocería que sí, que mucho. Tanto que a casi todos se nos escapan muchas de las principales implicaciones de la mayoría de sus decisiones.
Si somos conscientes de que la realidad es tan compleja, ¿por qué nos cuesta tanto aceptar que el análisis político que hicimos en su día para votar al partido al que venimos votando pueda estar equivocado? ¿Acaso teníamos una visión más completa y acertada de la realidad y desde entonces no ha hecho falta que la mejoráramos?
Así pues, si somos conscientes de que la realidad es tan compleja, ¿por qué nos cuesta tanto aceptar que el análisis político que hicimos en su día para votar al partido al que venimos votando pueda estar equivocado? ¿Acaso teníamos una visión más completa y acertada de la realidad y desde entonces no ha hecho falta que la mejoráramos? ¿Acaso la realidad ha cambiado tan poco en estos años que siguen siendo válidos nuestros primeros análisis? ¿Acaso no hay, al menos, una parte de verdad y de inteligencia en los argumentos de los millones de personas que votan a otros partidos? ¿Acaso todos esos millones de personas son estúpidas, se dejan manipular o actúan de mala fe? El tipo de certezas políticas en las que nos apoyamos, ¿están, de verdad, construidas racionalmente?
Hace poco, en una de mis clases de política, yo les hacía este mismo planteamiento a mis alumnos. Tras pensarlo un poco, acabaron reconociendo que en realidad lo que sucedía es que la inmensa mayoría de los electores han renunciado a hacer su propio diagnóstico de la situación del país y a construir su visión de las prioridades y líneas de actuación que debería impulsar su Gobierno ideal.
Se podría justificar, en parte, esa renuncia por dos motivos. El primero por la gran dedicación de tiempo y de estudio que ello requeriría. Y el segundo por la enorme dificultad para comprender nuestra realidad política, y lo que pueda haber de aceptable o criticable en las propuestas de cada partido, que añade la falta de transparencia y la constante manipulación que hacen todos los partidos, tanto en las propuestas que defienden como en las que atacan de sus adversarios, y que se suma al sesgo partidista de los medios de comunicación.
Al renunciar a hacer nuestro propio análisis pasamos a depender de la sensación positiva o negativa que nos suscite cada líder político o partido, y solemos elegir uno que nos inspire la suficiente confianza (por sus propios méritos o por la dureza con que ataca al que más no repugna) como para delegar en él la responsabilidad de hacer ese diagnóstico y esas propuestas de actuación. Mis alumnos sostenían que esa elección se hace sobre todo por razones emocionales (con “las tripas”).
En realidad, si profundizamos lo suficiente nos podemos encontrar que, tanto en el sustrato emocional de la elección como en la previa adscripción ideológica, está muy extendida la sensación de que los míos son los “buenos” y los de enfrente los “malos”.
Pero, también influye la previa adscripción ideológica que cada cual hace de sí mismo. Si uno se siente de “derechas” o de “izquierdas” (o anti “comunista” o anti “facha”). Pero si preguntas qué caracteriza a la derecha y qué a la izquierda, muchos, quizás la mayoría, no son capaces de concretar demasiado salvo, quizás, más o menos “Estado de Bienestar”, más o menos presión fiscal y un feminismo más o menos radical.
En realidad, si profundizamos lo suficiente nos podemos encontrar que, tanto en el sustrato emocional de la elección como en la previa adscripción ideológica, está muy extendida la sensación de que los míos son los “buenos” y los de enfrente los “malos”. Por supuesto que casi nadie lo dice así, porque suena terriblemente infantil, pero es lo que subyace en buena medida. Sobre todo, cuando el ambiente político está cada vez más polarizado, como pasa ahora.
Al catalogar como malos a los de enfrente, es evidente que estamos renunciando a comprender el grado de validez real de sus propuestas. ¿Todo lo que dicen está mal? ¿No hay nada en lo que tú pudieras estar de acuerdo con ellos?
Ante estas preguntas, una de mis alumnas acabó reconociendo, casi en voz baja, que, aunque nunca votaría a VOX, con algunos de sus planteamientos estaba de acuerdo, aunque con otros, la mayoría, no. Y que eso mismo podía decir de Podemos, y del PP y del PSOE. Por tanto, si fuera posible ella haría su propio menú de propuestas, combinando las de unos con las de otros.
Si se fuera generalizando que cada uno, en la medida de sus posibilidades, fuera construyendo y profundizando su propio esquema de las medidas que deberían impulsarse desde el Gobierno y, paralelamente, fuera identificando el grado de coincidencia de cada partido con ese esquema, probablemente la fidelidad de los votantes se reduciría, porque de unas elecciones a otras su visión de lo que sería prioritario para el país cambiaría, al menos en parte, y su comprensión de qué partido estaría más cerca de hacer realidad esas prioridades también podría cambiar. En cualquier caso, avanzaríamos hacia una auténtica libertad de opinión y de voto, y por tanto hacia una mayor calidad democrática.
A modo de recapitulación, no estaría de más que nos preguntáramos si, cuando las grandes figuras históricas pusieron en marcha la actual democracia parlamentaria, entre los siglos XVIII, XIX y XX, lo hubieran planteado del mismo modo de haber sabido que el pueblo iba a ejercer su poder decidiendo su voto como lo hace ahora. ¿Lo que ellos tenían en su cabeza era muy diferente a esto?
Simplificando un tanto la respuesta a la pregunta sería porque cree (o así lo es) que su interés particular depende un partido u otro. El alquiler o la compra de votos (en Ceuta y Melilla en los votos por correo en claro delito electoral) por medio se subvenciones personales o colectivas a multitud de «chiringuitos»,con cargo a los presupuestos públicos, suponen una «plusvalía» electoral para quien practica la «fidelización a cambio de dinero».
En otros casos, la psicología de las masas (Le Bon) -como en el caso de esa alumna que dice en voz baja su preferencia- obliga a mantener una opinión común. Eso se consigue con los apesebrados medios de comunicación. La libertad legítima de cualquiera se ve coaccionada por el ambiente creado a favor o en contra de unas formaciones políticas donde el infantilismo de «buenos» y «malos» siempre está presente (hace unos días, en la Puerta del Sol, unos cuantos gritaban contra el fascismo porque tenían grietas en sus viviendas a causa de unas obras del metro; cuando les pregunté por ello no tenían ni idea de lo que fue el fascismo, pero que eso vendía en los medios de comunicación; tampoco, podían relacionar los problemas estructurales de un terreno con el fascismo).
Hay otros que lo tienen como emblema familiar: «en mi casa siempre se vota X». Es parte del acondicionamiento de la propia opinión a la del entorno familiar para evitar las discusiones, donde se acepta la opinión del «jefe» o «jefa» de familia.
Otros se apoyan para dejarse llevar por la «masa»en el consabido -y desgraciadamente cierto muchas veces- «todos hacen lo mismo». Los muchos casos de corrupción en el arco político y en la esfera pública así lo avalan. Es la derrota de la democracia.
Y decimos eso porque -por desgracia- en la percepción ciudadana está que la política y lo político está enfangado hasta los tuétanos. Que una cosa que dice la Constitución sobre la soberanía nacional «de la que emanan los poderes del Estado» es palabrería hueca. Que la igualdad proclamada para «todos ante la ley» es pura retórica. Que los valores y principios que antes servían de baluarte ante la corrupción y el delito, parecen unidireccionales y están pasados demoda. Que los «líderes» y las ideas que imponen están cocinadas en los mismos lugares doctrinales y qué sólo siendo simples marionetas de los que mandan de verdad, se puede hacer «política».
Que el contrato social entre electores y elegidos está distorsionado por un sistema electoral inconstitucional e injusto que discrimina el valor del voto según circunscripción. Que las listas cerradas partidarias aseguran la disciplina interna (mandato imperativo igualmente inconstitucional) de los elegidos. Que no hay posibilidad de revocación de voto por pérdida de confianza en los elegidos (una cosa muy útil para el «dedómetro»). Que la política no es lo que debería, sino la forma de resolverse la vida de muchos advenedizos (pruébese a ver quien trabajaría por el sólo incentivo moral en la defensa de cualquier ideología).
Que la captura totalitaria de los ejecutivos sobre el resto de poderes («cesarismo») es un hecho constatado en todo el mundo occidental «democrático» (¿de quien dependen….? pues eso). Que las decisiones de Estado (de la soberanía) se presentan torticeramente por los medios de propaganda del régimen que sea como decisiones democráticas, sin que los ciudadanos puedan pronunciarse sobre las mismas, por su ignorancia; lo que no se aplica en las elecciones). Que éstas pueden ser distorsionadas gracias al sistema de cómputo tecnológico o simplemente escondiendo sacas de votos por correo….
No sigo. Parece que la fidelidad de voto lleva contraprestación a base de aumentar y repartir impuestos y deuda pública para mantener a la clientela. Que nadie se ha visto y menos leído un programa porque «están para no cumplirse». Que la representación política es falsa, irreal e inconstitucional. Que el «no nos representan» sigue más vivo que nunca. Que esa democracia impostada del mundo civilizado, a veces sufre algún varapalo de algún valiente como el Fiscal General de Colombia que sí parece saber de quién depende su responsabilidad institucional….
Un saludo.
Acabo de abrir el buzon de correo postal y aparecen cuatro o cinco sobres de propaganda electoral. Todos identificados con el nombre del partido correspondiente menos uno de ellos…. adivinen a qué formación pertenecía. Sí a Vox.
Cuando un partido legítimo sufre las descalificaciones del resto del espectro y deben esconderse para evitar agresiones o tener una actitud avergonzada por defender a España, estamos ante lo que suavemente se diría «una anomalía democrática», pero en la realidad es el resultado de un sistema politico que permite la misma sin que haya responsabilidades.
Y hay que recordar siempre que el nazismo fue «nacionalsocialista» y el «fascismo» sindicalista por mucho que se tergiverse la Historia.
Un saludo.