Quedarse en casa

El espacio o zona de confort es aquella en la que nos sentimos cómodos o seguros, aquella que podemos predecir y controlar, en la que no hay sorpresas, solo certezas. Es una zona, física y mental, que conocemos. Sabemos lo que va a suceder, cómo vamos a comportarnos y cómo lo va a hacer aquello que nos rodea, nuestras circunstancias, las cosas y las personas.

No es necesariamente una situación feliz ni estimulante, pero sí estable, que no cambia y que no tiene riesgos. Incluso la aventura, cuando la hay, está planificada. Un crucero, un paseo en globo, una noche en el desierto… diseñados para divertirnos, para alterar o provocar nuestras emociones e, incluso, para que pasemos miedo.

Aunque deberíamos llamarlo susto, porque el miedo ya lo tenemos incorporado. Es la causa y la consecuencia del estado de confort. La falsa tranquilidad que proporciona el mundo pequeño en el que nos hemos refugiado siempre viene acompañada del desasosiego, el temor, de que ese mundo se desmorone.

Tenemos miedo de enfermar, de quedarnos sin trabajo, de que dejen de querernos; o de que esto les suceda a las personas que queremos. Estos son los miedos grandes. Pero también nos inquieta que nos puedan robar, que nos pongan una multa, que no funcione la televisión, que se nos puedan perder las llaves o el teléfono y tantas otras situaciones habituales relacionadas con la subsistencia.

Tenemos miedo a las consecuencias de no cumplir o de que no se cumpla la norma. Se nos ha educado para que lo tengamos. Desde muy pequeños se nos ha dicho qué es lo que podemos y lo que no podemos hacer, cuáles son las reglas y cuál es el castigo o el efecto de no cumplirlas; y también cuál es el premio, la recompensa, de nuestra buena conducta. Además se nos ha advertido de que nos están vigilando, de que hay alguien o algo que sabe cuando y por qué castigarnos o premiarnos.

Así es como se nos somete, mediante vigilancia, amenazas y promesas. De la misma manera que nos sometemos los unos a los otros; con enfados y sonrisas, con pequeñas venganzas y chantajes, con rechazos y caricias, con críticas o adulaciones.  Así es como se consigue y se mantiene el poder, con mayúsculas y minúsculas, el grande y el cotidiano. Creando un recinto confortable y fomentando el miedo de perderlo.

Manes fue un noble persa del siglo III que fundó una religión, el maniqueísmo, que se basa en la existencia de dos principios contrarios que luchan eternamente entre sí, el bien y el mal, la Luz y las Tinieblas. Si esto fuera cierto, parece que los malos están ganando; por goleada.

Vivimos en sociedad, necesitamos los unos de los otros, pero la población es mucho más fácil de manejar si no se mueve, si se queda en casa, si solo sale de ella para lo estrictamente necesario. Y esto se consigue alimentando nuestros miedos y nuestra pereza y teniéndonos entretenidos.

Desde hace unos años, especialmente desde la llegada de Internet y las comunicaciones móviles, el ocio y el comercio se están trasladando desde las calles hasta lo doméstico. En parte por los horarios laborales, en parte por el coste de la vida, pero sobre todo por el aumento del individualismo. En este momento, uno de cada cuatro hogares españoles es unipersonal; en otros países como Dinamarca o Finlandia casi es uno de cada dos. A muchos de ellos llegan Facebook, YouTube, Netflix, los mensajeros de Glovo y los pedidos de Amazon.

En este contexto, la pandemia no frena, sino que aviva, esta tendencia. Si se cierran los restaurantes, los teatros, los gimnasios, las iglesias y se limitan los asistentes a los eventos sociales, ¿qué opción nos queda para relacionarnos? Y, aunque se mantuvieran abiertos, ¿quién se atreve a salir de su refugio y acercarse a los demás con el riesgo que supone?

Sin entrar en teorías de la conspiración, todavía no se sabe con certeza si el SARS-CoV-2 es un virus natural o manipulado, ni si se ha propagado de forma accidental o intencionada. Lo que está claro es que ha acelerado enormemente algunos fenómenos que ya se estaban produciendo.

Entre ellos, el desmantelamiento progresivo de la sociedad civil y el control exhaustivo de la población. Y otros menos evidentes, como el deterioro del arte, la ciencia, la cultura o el estudio, cuando no transcurren por los cauces oficiales. Sin escenarios ni bares, sin plazas ni bibliotecas; sin público y sin tertulias, nuestro mundo se vuelve más pequeño.

Refugiados en casa. A solas, encerrados en nuestra mismidad y enloqueciendo mientras nos van colonizando nuestras neuras, obsesiones y manías. Huraños y vigilados, depositando en la Red todo lo que decimos, leemos, miramos o compramos.

4 comentarios

4 Respuestas a “Quedarse en casa”

  1. Alicia dice:

    Pienso que sería maravilloso ― pero impensable, por eso quizás lo pienso sólo yo, muy proclive a (posiblemente por la lesión cerebral de la que vengo tirando desde donde me alcanza la memoria) pensar lo que me viene en gana) ― que todos, absolutamente todos, los habitantes del mundo entero, nos arrancásemos las mascarillas y saliésemos a la calle y viviésemos como si no estuviese ocurriendo algo considerado más amenazante que las innumerables amenazas que Enrique menciona en el artículo.
    Me atrevo a pensarlo, sí, pero ni se me pasa por las mientes atreverme a pensar que todos, absolutamente todos, nos pusiéramos de acuerdo en hacer algo así, en ser tan desobedientes y tan nada temerosos de multas, que quién pondría; o represalias, que quién tomaría; o el rechazo o desprecio o ridiculización a que quién nos sometería.
    Yo lo preferiría, la verdad. Preferiría sin lugar a duda que todos prefiriésemos correr el riesgo de enfermar, o incluso de morir, pero en libertad.
    Aunque, la digo, esa manera mía de preferir y de pensar debe sin duda de deberse a esa anomalía que se aloja en algún lugar de mi cerebro.
    Las personas aquejadas de cualesquiera de las tantas otras diversas dolencias que puedan aquejarlas ―colesteroles, cánceres, cardiopatías, insuficiencias renales, etc. ―, no estarán de acuerdo conmigo.
    Tampoco estarán de acuerdo ― y puedo entenderlo, pese a la lesión ya mencionada ― quienes consideren ridículo el no pensar como todo el mundo y entiendan ― aunque eso sí que no puedo entenderlo ― que es más saludable vivir sin libertad que morir sin miedo.
    Quede claro, no obstante, que también yo tengo mis miedos y, el mayor de todos, el que me causa lo muy ridiculizada que me hace sentir el decir lo que pienso. Pero eso ya me ocurría con la pandemia que aqueja al común de los humanos ― normales, por supuesto ― y consiste en despreciar y ridiculizar al diferente.
    Quizás es por eso que el covid-19 me dé tan poquito miedo.
    Aunque, la verdad, el decirlo sí que me lo da.
    Pero, bueno, que volviendo al tema y al título del artículo, existen personas que cuanto más salen a la calle, cuanto más acuden a lugares en los que ha de suponerse se relacionarían con otras personas, más cuenta se dan de que en ese mundo de ahí fuera no tienen cabida. Y se quedan en casa, en esa casa que cada cual tiene en algún lugar de su sentir o de su alma, al que te invitan a que, por favor y por tu bien, no salgas de ahí.
    Pero a eso no se le llama confinar. Y se puede hacer con o sin mascarilla, y sin necesidad de lavarse las manos.
    Y resulta tranquilizador ¿A que sí?

  2. Sergio dice:

    Buenas noches,

    Hasta hace relativamente pocos años, la mayoría de los mortales apenas viajaban, el conocimiento para aquellos privilegiados que sus familias podían permitírselo, y no muy lejos del lugar de nacimiento, los demás al oficio familiar.

    Llegó la revolución industrial y posteriormente el abaratamiento de los combustibles fósiles, billetes de avión a precio de saldo y la locura de viajar sin entender ni querer comprender la cultura ni el placer del viaje, turismo sin conocimiento ni aprendizaje.

    Entendiendo la negatividad general del momento actual, más nos valdría utilizar estos meses con mesura y oportunidad de reflexionar nuestro lugar y destino en la vida, individual pero colectivamente, encontrar o al menos indagar en ese «sentido de la vida», que ni el Estado ni los medios, y mucho menos las redes sociales nos van a mostrar.

    Quizás el covid no sea tan importante como lo venden, al menos para los que seguimos vivos, pero tenemos un problema mayor, anterior a la pandemia, que no tenemos ni idea lo que es realmente importante, más allá de lo básico, de lo primario, más allá de estar encerrados en casa o salir adónde nos marque la operadora turística de turno.

    La libertad no nos la ha quitado el covid, no la hemos tenido nunca.

    Un saludo

    Sergio

  3. Manu Oquendo dice:

    El viaje tiene muchos significados. Unos instrumentales y otros simbólicos, unos pragmáticos y otros psíquicos.
    Adler, en su obra «El carácter neurótico» –1910, si no recuerdo mal– dice que la necesidad compulsiva de viajar o de salir de casa innecesariamente es una de las señales de neurosis a las que debemos prestar atención terapéutica.
    No está mal tenerlo en cuenta en tiempos de confinamiento. Como bien dice Alicia, es bueno saber estar quietos en casa.

  4. Loli dice:

    Coincido con lo que plantea Sergio, “la libertad no la hemos tenido nunca”, solo que ahora esa realidad pone delante de nosotros como no lo habíamos pensado, y tenemos que afrontarla con el rostro tapado y restringido.

    Es cierto que, por ejemplo, viajar, ha sido más fácil, hasta ahora, que en otros tiempos tampoco muy lejanos.

    Sin embargo esos viajes que no estaban al alcance de todos, también solían tener otra connotación.

    La propia odisea de su realización facilitaba que quien lo realizara buscara una experiencia efectiva y profunda, enriquecedora para él y los demás, por lo menos de manera algo más generalizada, pienso.

    Pero como eso muchas de las actitudes que Enrique expone en su artículo, parece que de forma sumamente imprudente, las hemos concebido como “libertad subsidiaria a una hipotética seguridad”…hemos otorgado poderes plenipotenciarios a quienes voceaban que nos la prometían….y…ahora estamos como estamos.

    Tengo la sensación…que aumenta con el desarrollo de los acontecimientos…, que hemos tenido un tiempo inestimable de desahogo, a pesar de todo, en la posibilidad de elección en ese “tiempo libre” que la organización social nos permitía, para desarrollar valores que nos permitieran romper barreras de miedo, y recuperar nuestros poderes delegados…a otras instancias.

    Algo así como que si el tiempo en que nos tuvieron encerrados en nuestras casas, porque quienes mandaban no sabían hacer otra cosa, esos mismos, en vez de perderlo y emplearlo en aumentar su…empecinamiento y poder, lo hubiesen empleado en buscar alternativas a esa restricción brutal de derechos y libertades, con las muchísimas herramientas que la tecnología y avances del siglo XXI, permiten ya a estas alturas, el resultado…no sería tan terrible como el que parece dibujar el horizonte.

    Perdimos oportunidades, como la de la posibilidad de viajar y de relacionarnos, no para huir de nosotros mismos…para buscar el ocio…para aumentar y consolidar perezas, si no para crecer y enriquecer nuestras muy necesarias relaciones entre los seres humanos.

    En ese sentido, entiendo a Alicia y el posterior comentario de Manu.

    Da mucho miedo encontrarte a solas contigo mismo, sin nadie a quien poder hacer cómplice de tu pereza.

    No importa…para eso nos facilitan el acceso a las “series”…a la “seriación simple y plana de la vida” que nos mandan a través de los medios de comunicación.

    Es curioso, ya ni siquiera hace falta que nos esforcemos en la lectura…nos cuentan lo que pone en los libros.

    Pereza…palabra cuya escritura y fonético se asemeja mucho a “perecer”.

    “Se le dan órdenes a quien no sabe obedecerse a sí mismo”
    Así habló Zaratustra, Nietzsche

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