En el manido y controvertido asunto de la “crisis de valores”, uno de los problemas que más polémicas suscita es el relativo al principio de autoridad. Los que echan de menos situaciones pasadas, nos dicen que se ha perdido el respeto y abogan por rescatar la obediencia como fundamento de las relaciones personales y sociales. Quienes entienden que hay que dejar atrás este aspecto, insisten en la importancia del sentido de igualdad en los vínculos que las personas establecemos entre nosotros.
Y ni lo uno ni lo otro parecen estar resolviendo un problema, que a todas luces se nos está escapando de las manos, si nos atenemos a lo que sucede en nuestro entorno social, familiar y personal, al ver como cada vez abundan más los síntomas preocupantes al respecto. El niño tirano, el síndrome del emperador, los centros de tutela de menores, el uso de medicamentos ante comportamientos que se consideran desviados, el estilo transgresor de muchos jóvenes y los episodios violentos en los Institutos, las denuncias de padres por padecer agresiones de sus hijos, son algunos de los botones de muestra más evidentes y conocidos.
No creo que sea negativo reconocer que con la autoridad nos hemos hecho un verdadero lío, y proliferan por doquier respuestas de lo más curiosas ante el problema, como la insumisión de unas administraciones respecto a otras, las llamadas a la desobediencia civil desde puestos de responsabilidad, y objeciones de conciencia ante temas polémicos.
En el complicado juego de las palabras, y en este mundo donde el manejo de la semántica se ha convertido en una habilidad para los hombres de futuro, nos empeñamos en revolver el sentido de cada término, como si con los sinónimos pudiéramos resolver la cuestión.
Cada término quiere decir una sola cosa, y aunque periodistas y mediocres escritores utilicen el truco de usar los sinónimos cuando se encuentran sin palabras a las que echar mano, no es lícito cambiar el sentido que cada término tiene.
Esto pasa en nuestras sociedades al respecto de las palabras autoridad y poder, que se usan de manera arbitraria, confusa e indiscriminada, dando lugar a auténticos absurdos en la manera en las que se abordan las disyuntivas sociales que han de desarrollarse y acotarse.
La principal diferencia radica en que poder es una facultad relativa a la fuerza para lograr algo, y autoridad la detenta quien se entiende que está legitimado para ejercerla. Así, en una comunidad de vecinos, el poder lo tiene el presidente, pero la autoridad la ostentará aquél vecino que tiene una cierta audiencia entre los demás. En un centro educativo, el poder lo tendrá el director, pero la autoridad será de aquel profesor que más desarrolle el sentido de la justicia en los conflictos. En un equipo, el poder lo suele ostentar el entrenador, aunque bien puede ser que alguno de los jugadores ejerza una significativa influencia sobre el resto de ellos.
El ámbito del poder nos lleva directamente a la fuerza, ya sea física, ejecutiva, coercitiva o legal, y no es cuestionable, discutible ni puede soslayarse o evitarse. Los Estados de Derecho suelen incluir en sus procedimientos formas para garantizar que un mismo asunto sea tratado de formas distintas por personas diferentes, para asegurar el carácter de justo de lo que se juzga, pero a nadie se le ocurriría cuestionar el poder de los jueces para llevar adelante los juicios, excepto ejemplarizantes prácticas políticas. Un ejemplo ideal que funciona casi exclusivamente por mecanismos de poder es el ejército, algo no muy distinto a lo que sucede con la Policía.
Respecto a la autoridad todo es distinto, pues no viene dada por el puesto que se ocupe, un escalafón determinado, o un nombramiento, sino por efecto de las relaciones que se producen en un grupo humano. A diferencia del poder, la autoridad no es nominal, sino que se ha de lograr, se tiene que conseguir, y viene dada a partir de lo que sucede en las situaciones en las que se ha de demostrar que se ostenta a partir de la valía, el valor y la voluntad.
En algunos círculos el poder y la autoridad son coincidentes en un mismo puesto o cargo, pero el problema se produce cuando estas dos instancias no se conjugan en la misma persona o puesto que ocupa. Uno de los síntomas más claros de la decadencia y perversión de un sistema humano, es aquel en el que las vías para la consecución del poder facilitan que quien lo ostente no tenga suficiente autoridad para ejercer su cargo. Cuando esto se produce, deberíamos preguntarnos que está mal, si la manera de lograrlo, la brecha entre el poder y sus apoderados sobre aquellos a los que se aplicará esa fuerza, o si los más capacitados no quieren o no pueden participar de aquello para lo que estarían más cualificados.
La confusión respecto a estas cuestiones, hace que se afirme la autoridad de ciertos puestos, categorías y funciones, mediante el uso de las armas propias del poder para conseguirlo. Así, la autoridad de un profesor no debería imponerse por una ley, sino lograrse a través del buen hacer de su ejercicio; la autoridad de un sistema democrático tampoco debería instruirse, sino conseguirla a través de la múltiples ventajas que ofrecen los cauces de participación ciudadana; la autoridad de los padres no sería necesario protegerla con la fuerza, ya que estos tendrían las autoridad implícita de ser los referentes vitales de sus hijos.
Cuando nos hemos quedado sin el uso de la fuerza se nos ha visto el pelo a todos, en lo referente a lo legítimo y adecuado de aquello que estábamos tratando de imponer. Y aunque aumentan otras formas de ejercitar la autoridad como la persuasión, el discurso racional, el chantaje y la amenaza, y las represalias diferidas, no somos capaces de enderezar adecuadamente el rumbo como quisiéramos.
Y, es que sin el poder que otorga la fuerza, se abre paso otra realidad que cuestiona lo establecido, una verdad que nos cuesta reconocer, y que consiste en ¿quién eres tú para obligarme a obedecer? ¿qué participación tienes en mí para insistir en que haga lo que dices? ¿qué compromiso has establecido conmigo para que seas alguien en mi vida? ¿cuánto tiempo me has dedicado para que seas alguien digno de que te haga caso? ¿qué esfuerzos has hecho para ayudarme a ser una persona valiosa? ¿qué interés has demostrado en las cosas que me importan, me preocupan y me desvelan? ¿qué has sacrificado de lo que te interesa a ti para entregar generosamente tus energías para un crecimiento sano y fuerte?
Las carencias de dedicación, atención, cuidado y afectividad, esfuerzos y sacrificios, son las que están fraguando de manera paulatina esa rebeldía pasiva e incontrolada de la que tantas veces nos quejamos.
Igual estos puestos nunca han tenido realmente autoridad, solo el poder, y es ahora cuando nos estamos dando cuenta. Si fuera así, y esa autoridad está solo impuesta por la fuerza más o menos expresada o disimulada, tenemos un reto por delante fundamental, convencer a esa, cada vez más mayoritaria, población que practica los estilos anti-sistema, de que no tienen razón, porque realmente hemos cambiado un modelo en el cual quien ocupaba el poder no tiene autoridad alguna.
Me temo que el poder no dejará paso a aquellos que verdaderamente tienen autoridad, hasta que la situación no sea auténticamente calamitosa. ¿O, lo es ya?
Yendo más lejos de la semántica de las palabras. Peiro deja claro la diferencia de intención entre lo que el llama autoridad y poder forzado. De alguna manera abre una espita a otra forma de organizar el sistema de convivencia y, por ende, la organización política.
Si, como, para mi, propone Peiro, los gobernantes tuvieran esa «autoridad» fruto del compromiso, de la entrega, etc., la estructura cambiaría. Habría una gran transformación de la política. Quizás, entonces, toda esa, legitima, protesta de los movimientos surgidos contra el sistema se encausarían
El pasado nunca fue mejor en lo que respecta a la autoridad. El mayor problema ha venido dado porque los padres, y profesores quizas se hayan enfrentado a una libertad que antes no tenian. Demasiado pronto. Poco a poco estamos viendo como la gente no es capaz de manejar temas como la educación, ante lo cual nadie con un minimo de sentido de la observación se debería sorprender u ofender.
Pero no podemos retroceder a las formas usadas en el pasado. Debe existir un tercer camino que a mi se me escapa.
La verdad es que me parece crucial este asunto en el momento en el que estamos viviendo, crucial plantearse la revolución en este sentido..¿que está pasando? creo que muchos indignados están confundiendose empeñandose en que les devuelvan pequeñas cositas que les quitan, si les devolvieran esas cositas, pasarían a ser Dignos? , la dignidad entonces corresponde a tener o no tener algo «POR DERECHO»?, yo diría mas bien ¿ que has hecho tu para ser digno ? ¿ trabajar ? ¿ para ser digno de que ? ¿ de dinero ? No señores, la dignidad está en el amor que surge del que no posee nada y se entrega a todo sin miedo a que le quiten, y seguramente a ese nadie le dará nada, porque es DIGNO DE NO NECESITARLO!
Mejor dicho, es lo suficientemente DIGNO COMO PARA NO NECESITARLO!
Si Ana, parece que la dignidad se va lentamente convirtiendo en una reclamación de derechos adquiridos, y no en esa forma de vivir en la que te preocupa que el otro tenga menos, en la que estás dispuesto a ceder lo que crees tuyo para que algunos pueda acceder a algo más, en el que solo te movilizas para que no te quiten a ti, cuando nunca hiciste nada para que todo fuera un poco mejor.
Este mundo necesita lecciones como la que indicas. Los poderes necesitan que les den lecciones en la que enseñemos que hay otras formas de vivir que no consisten en parapetarse detrás de la exclusividad de tus propios intereses. Políticos, bancos, iglesias, sindicatos, partidos, financieras, inmobiliarias, necesitan ver una ciudadanía cuya dignidad resida en ocuparse de la dignidad de los demás.