Hay que entenderlo, la tolerancia a la frustración es esencial para la adaptación al mundo en que vivimos. Una correcta, adecuada y bien instaurada tolerancia a los reveses y desengaños favorece, sin duda, llevar los sin sabores de este mundo con buen talante y mejor resignación. Evita crearse expectativas desmesuradas, facilita un saludable principio de realidad, te previene de los deterioros derivados de los fracasos y te ajusta a lo viable o, como mucho, a lo posible.
Suele entenderse la insolencia del infante como consecuencia de dificultades en tolerar la frustración, así como los comportamientos asociados, tales como rabietas, pulsos, desafíos, chantajes emocionales y pataletas. Un niño que sabe frustrarse aguanta bien los «nos» que el mundo adulto le provee ante los deseos irrefrenables que manifiestan por doquier, y los admite con natural resignación fruto de una adecuada asimilación del «no».
Pero la infancia ha cambiado a pasos agigantados en pocas generaciones, y lo que hace no mucho era algo muy frecuente en los recursos emocionales de los niños, como es esperar algo y no obtenerlo casi nunca, ha cambiado radicalmente hacia el polo diametralmente opuesto, que es pedir algo y obtener el triple o cuádruple de lo que podía imaginar. Basta con analizar las Cartas a los Reyes Magos de hace cuarenta años y compararlas con la de los niños de hoy en día.
En las antiguas los padres enmascarados solían poner un límite de tres o cuatro cosas a sus hijos, a sabiendas que poco más de una podrían proveerles, y que el resto se repartirían en material escolar, ropa y algún que otro juguete didáctico. En la actualidad, previo a la crisis económica actual, la lista podía llegar a tener entre diez y quince objetos de consumo de diferente índole, y los padres hacen piruetas en los grandes almacenes para que los deseos de sus hijos se vieran satisfechos. Y es que dos paradigmas o parámetros que vienen unidos que se han aumentado exponencialmente al unísono en las vidas de los pequeños, una es el deseo, sea del tipo que sea, y otra es la excitación, que siempre suele ser de la misma clase.
El deseo ha sido una fuerza muy maltratada en las culturas más estructuradas como la nuestra, y aunque en la actualidad forma parte esencial del mundo en el que vivimos, hace solamente dos generaciones sus rasgos eran considerados abiertamente producto de la mala educación, la insolencia y la mala crianza. En estos momentos está abiertamente potenciado no solo por una sociedad de consumo sino también consumista, ya los padres muchas veces o les cuesta o no saben moderarla adecuadamente.
La segunda, la excitación, es consecuencia de un incremento sustancial de los estímulos a los que los niños están expuestos, tanto por el entorno cercano, como especialmente de los medios tecnológicos que los rodean. Siendo la estimulación un elemento esencial para el buen desarrollo, se convierte en obstáculo e impedimento cuando no se produce en paralelo con los aspectos emocionales y afectivos del sujeto en los que deben insertarse. Y estas dos cuestiones requieren intrínsecamente la presencia y dedicación de los padres, tutores o educadores, y suelen diferir muy habitualmente con la frecuencia con la que unos y otros la practican. Si la estimulación se dirige hacia el desarrollo no habría que ponerle objeción alguna, pero lo más frecuente es que se dirija hacia la satisfacción personal que es cuando no produce crecimiento alguno.
Como los movimientos sociales suelen ir a un ritmo mucho más lento de los que puede imprimir una persona por si misma y por su cuenta, convendría que como conjunto nos replanteáramos qué hacer con el deseo, porque si sigue en «curso libre» se seguirá formando a montones de niños híper-excitados incapaces de aplicar recursos internos tan básicos como la contención, la posposición de la recompensa o el esfuerzo por el logro. No digamos si vamos a mayores y tenemos que educar en el sentido del deseo, el manejo de su fuerza o la forma fantástica en que se nos suele presentar en nuestra mente. Y ya queda a años-luz encajar el fracaso, comprender los ciclos de retroalimentación del deseo y reconsiderar la manera en la que liberarse de sus trampas hacia una composición más profunda de la libertad interior.
Y es que parecería que entre los que anhelan volver a etapas en las que la tolerancia hacia la frustración era lo primordial, y el mundo actual en que el deseo personal se ha convertido en el mandamiento a cumplir pase lo que pase y bajo cualquier circunstancia debería abrirse un camino intermedio en el que desde las diferentes esferas de nuestra sociedad nos planteáramos con más frecuencia el ¿Por qué? ¿Cómo y cuándo? y, sobre todo el ¿Para qué? de todos los deseos de consecución, satisfacción y posesión.
No creo que se pueda en ningún caso hablar de una sociedad responsable y orgullosa de si misma, sin que las generaciones que dirigen los pasos de los demás tengan mínimamente clara la respuesta a esta pregunta. De lo contrario estaríamos simplemente hablando de una sociedad de «nuevos ricos», prepotente, hortera y arrogante, que busca permanecer en la autosatisfacción desde una autoestima que no se ha conquistado desde el propio trabajo y desarrollo interior, sino comprándolo barato en el mercado de valores.
Alguna idea me gustaría aportar al debate, en la que como padre y orientador muchas veces me toca participar, y es aquello que un día un maestro enseñaba a otros padres: Melchor regalaba lo valioso, pues cómprale a tu hijo algo que tenga valor para que lo admire, lo conserve y acabe formando parte de él; Gaspar regalaba algo para respirar con más pureza, pues regálale algo que le sirva para la alegría, la diversión y se pueda entretener con ello, incluso que solo pueda divertirse si los demás participan; y Baltasar regalaba lo oculto y lo misterioso, pues regálale algo que le sirva para crecer jugando, aquello que se hará real en él cuando ya lo tenga incorporado como cualidad o capacidad. Así el regalo recaerá en las tres esferas del ser, la constructiva del futuro, la conservadora del presente y la misteriosa del pasado.
Ya Bertrand Russell, en «La búsqueda de la felicidad», decía que hay que enseñar a los niños a aburrirse, y criticaba el exceso (¡que a nosotros nos parecería escasez!) de diversiones en la sociedad de allá por los años 20.
Buen artículo y bien redactado. Sólo hacer un inciso en la necesidad del equilibrio de las cosas. Tan malo es tenerlo «todo» como vivir en la negación.
No puedo olvidar que resido en comunidad y que el «deseo» de mis hijos viene marcado por el entorno en el que conviven, aquí poco puedo intervenir. Tan sólo adaptarme a mi bolsillo y hasta donde llegue lo permito.
En pleno apogeo de campaña televisiva de bombardeo de imàgenes de juguetes, jueguitos tecnológicos a cada cual màs chulo etc etc…para próximas compras de àquellos…para uso y disfrute..aparece este artículo!, comentarios?–apenas ninguno…
Como dirían los hippiyes o similares..no nos cortes el rollo tronco!–ahora que se me ofrece de todo– TODO LO QUIERO aunque ni lo necesite!!,
No puedo extenderme, por comodidad y falta de tiempo..
Lo redactado es de una profundidad total..y aunque copie, resalto unas frases para mí importantes:
«Plantearse con màs frecuencia, porqué?, cómo y cuando?, y sobre todo PARA QUÈ?,»
«Encajar el fracaso, comprender los ciclos de retroalimentación del deseo y reconsiderar la manera en la que liberarse de sus trampas hacia una composición mas profunda de libertad interior».
Termino con un aforismo de caràcter humanista que dice así: Principio del Placer: Si Persigues el Placer te encadenas al Sufrimiento, pero en tanto no perjudiques tu salud, goza sin inhibición cuando la oportunidad se presente (se dè). Estudios humanistas Silo.net
Por supuesto esto es sólo mi opinión..a quién le parezca bién- bién.. Y a quién no! También!..