Cada vez más niños son diagnosticados de TDAH (Trastorno de Atención con Hiperactividad) y, sin embargo, todavía no se ha encontrado cuál es la causa de este supuesto trastorno. Los investigadores no dejan de buscar anomalías en el cerebro que puedan justificar que estamos no ante una reacción sintomática, sino ante una enfermedad que mejora con medicación.
Muchos expertos son de la opinión de que no se trata de una enfermedad, sino de la vía mediante la cual el niño expresa un malestar que no está siendo escuchado y atendido. De momento, sabemos que tiene que ver con un déficit en la autorregulación de origen multicausal.
Según datos facilitados por el periodista de investigación Miguel Jara, España está a la cabeza en el consumo mundial de ansiolíticos, opiáceos y antidepresivos, entre el año 2000 y el 2012, su venta se disparó un 57% y sigue aumentando. El diagnóstico del TDAH tampoco ha parado de crecer desde que en el año 2004 se comercializó en España el metilfenidato de liberación prolongada (Concerta, Ritalín); actualmente su prescripción aumenta de modo exponencial, siendo superada solo por EE.UU y Canadá.
El actual modelo psicopatológico que respalda los diagnósticos (DSMV) no está exento de ideología; al localizar en el cerebro el origen de los comportamientos “patológicos”, no considera las circunstancias vitales que inciden en la aparición de los problemas psicológicos. Al tratarse meramente de una disfunción neuroquímica, la biología prima sobre la biografía y se exime no solo al sujeto, sino también al modelo social, de la responsabilidad de cambiar.
Hasta el siglo XIX la organización social se basaba en la ley, cuyo origen era la autoridad divina en la que se sustentaba la tradición y la moral; poco a poco, y a través de la hegemonía del discurso científico, ese principio fue sustituido por “la norma”. Lo normal no es un concepto neutro, sirve de coartada para el ejercicio del poder, excluye la diferencia entre los sujetos y desatiende la singularidad de sus síntomas, anulando el relato subjetivo, siendo más difícil rebelarse contra la norma que contra la ley.
Estamos asistiendo a una progresiva “patologización” de la vida cotidiana; en este momento se están redefiniendo como trastornos problemas que son comunes a toda la población, como son los duelos ante la pérdida de un ser querido o las rabietas en los niños pequeños. De este modo, se va desdibujando la frontera entre normalidad y enfermedad, confundiéndose el síntoma con el trastorno, lo que respalda el uso generalizado de psicofármacos antidepresivos, ansiolíticos y estabilizadores del humor.
A menudo al niño se le evalúa, se le etiqueta y se le medica sin dedicar tiempo suficiente a entender qué le está pasando o a cuestionar el contexto en el que la conducta se produce. Como dice la psicoanalista Hebe Tizio: “El síntoma social es lo que el discurso dominante ubica como problema porque perturba el orden preestablecido y debe ser erradicado”.
A diferencia del trastorno, el síntoma supone una causa y se trata de descubrir cuál es su función. Es un lenguaje que no ha encontrado otros medios de expresión. Podemos ver varios niños hiperactivos y en cada uno esa conducta obedecerá a diferentes causas. A veces el niño no duerme lo suficiente o no se le ponen límites adecuados, favoreciendo así un estado de hiperexcitación. La tarea del adulto es la de ayudar a regular, pero a veces los adultos desistimos de llevar a cabo esta función y dejamos que los niños se autorregulen solos –por ej. en el uso de dispositivos electrónicos– sin pactar tiempos u ofrecerles alternativas, a través del juego, el dibujo, los cuentos y, sobre todo, las actividades al aire libre junto con otros niños, cosa cada vez más difícil ya que en las ciudades los niños apenas juegan en la calle.
Muchos padres transmiten un patrón generacional, ellos tampoco han sido contenidos por sus progenitores y, si lo han sido, actualmente se encuentran desbordados, sobrepasados por las exigencias del modelo social. Vivimos en una sociedad hiperactiva, con un ritmo a veces vertiginoso y con un exceso de estimulación que requiere de estrategias para educar la atención, en un mundo que fomenta la multitarea, la dispersión y la desatención. La tarea de educar hoy a los hijos puede ser muy solitaria, falta tribu, familia, red social que apoye y contenga, para que los padres puedan sostener a los hijos con más recursos y menos temor al fracaso.
Cuando un niño se siente seguro en sus vínculos de apego está preparado para explorar el entorno y, de manera natural, desarrolla una gran curiosidad que es la base del aprendizaje. Cuando un adulto se siente seguro y respaldado en su entorno, está preparado para favorecer esa exploración.
Hace ya 10 años un neurólogo australiano Fred Baughman publicó un libro muy revelador, “El Fraude del TDAH”, donde dice que se ha medicado a millones de niños bajo la explicación de que padecían un desequilibrio bioquímico: “Nunca se dijo a los padres que ese supuesto desequilibrio no estaba comprobado, no se les dijo que las pruebas para diagnosticarlo son sumamente subjetivas y que las anfetaminas que se les administran son drogas adictivas y que tienen una sorprendente gama de efectos secundarios adversos y efectos a largo plazo todavía poco conocidos, por lo tanto se les mintió cundo se les hizo firmar un consentimiento informado”.
Actualmente muchos autores defienden que el TDAH es una enfermedad inventada tras la cual, como ocurre con todas las denominadas “enfermedades psiquiátricas”, están los intereses de la industria. La tensión que los niños manifiestan proviene en gran medida –aparte de otros factores ambientales: contaminantes, conservantes, etc.– de disfunciones o carencias tanto en la familia como en la escuela. Cuando un niño está ansioso, deprimido o distraído, está respondiendo a algo que le sobrepasa. Esas emociones son un barómetro de lo que le está ocurriendo. El medicamento, al igual que cualquier droga, actúa como un cortocircuito, obstaculiza la comprensión y dificulta la capacidad del niño para desarrollar habilidades de autorregulación. Es necesario reconocer en cada niño sus fortalezas y su estilo de aprendizaje, de modo que se favorezcan sus intereses, no los del centro escolar o los de la empresa farmacéutica.
Es evidente que las anfetaminas, como todos los estimulantes, mejoran la capacidad de concentración a corto plazo, pero es un efecto temporal con muchos riesgos. Entre otros, se describen efectos secundarios como insomnio, aislamiento, síntomas psicóticos e incluso fallecimiento por fallos cardíacos.
El pediatra Daniel Zeidmer -citado por Baughman en su libro- escribió irónicamente: “Es obvio que existe un nuevo síndrome entre los adultos que enseñan a nuestros niños en edad escolar: El Trastorno por Déficit del Maestro, o TDM. Este diagnóstico debe aplicarse a un maestro cuando existan en uno o más de sus estudiantes los siguientes síntomas y signos clásicos: estudiantes que están inquietos en su clase y se mueven constantemente, que no ponen atención, que sueñan despiertos, que no terminan su tarea y a menudo se levantan de sus asientos. Cuando los alumnos tienen estas manifestaciones, se debería diagnosticar de TDM al maestro y de inmediato administrarle anfetaminas y otras drogas que lo acelerarían, lo harían más dinámico y más interesante para sus estudiantes”.
Se nota que el artículo está escrito por alguien que domina el tema. Estoy totalmente de acuerdo aunque por supuesto que no hubiera sabido jamás expresarlo de forma ni remotamente parecida. Soy una persona corriente, con una formación que podría calificarse incluso de escasa, pero tengo ojos y oídos, y me importa el mundo y lo que en él habita, y me fijo sin poder evitarlo en el entorno en el que estoy en cada momento, y en cómo se relacionan los padres con los hijos y con los docentes y los docentes entre sí – los veo cuando por las mañanas paso por la puerta de un colegio y los padres están dejando a los niños, y las profesoras reunidas en la puerta hablan entre sí y se dirigen a los niños que llegan – y cuando oigo teorías muy elaboradas acerca de no sé qué síndromes de los que poco o nada entiendo pienso “es mucho más sencillo, se trata de niños que no viven felices” y que se sienten faltos de afecto, y que quienes hubieran servirles de modelo o referencia dejan – por las razones que sea, cada cual es dependiente de sus circunstancias y su historia y su ambiente – bastante que desear.
Una mañana, es un ejemplo tonto pero a mí me pareció significativo, un hombre paseaba un perrillo y este se acercó a una de las profesoras que charlaban en corrillo, ella se giró mal encarada y dijo en tono áspero “¡le voy a pegar un día una patá a un perro!”. Que no es grave, pero sí denota la sensibilidad y forma de manifestarla que pueda trasmitir a sus educandos.
Hola Maite, la tremenda vaguedad con que usted expresa todas y cada una de sus afirmaciones y su manifiesta intención de denunciar «el modelo social» para identificarse como anti-sistema me impiden entender lo que usted dice. La pobreza de su lógica y la falta de evidencia en apoyo de sus afirmaciones me hicieron sospechar de sus afirmaciones y una rápida consulta a Wikipedia en inglés y español me ha confirmado que usted ha preferido ignorar lo poco que se sabe –algo que no debe sorprender porque todavía sabemos poco sobre nuestra conducta individual y social.
Coincido por completo con lo expuesto en el artículo de Maite y, lo siento, discrepo de nuestro amigo EB y del catecismo de la «Wikipedia». Por una razón, porque tengo una hija con la que convivo desde su nacimiento a la que la madre (con título de pedagoga) ha querido «medicar» siempre porque no respondía a sus expectativas o «modelos» sociales que, como siempre, son los establecidos o impuestos por connivencia o conveniencia. El rechazo inicial de la madre a su hija sometiéndola a todo tipo de «pruebas» y terapias (a los dos años estaba con terapia psicológica) es uno de los motivos de que, en este momento, mi hija haya sido incluida (también interesadamente) en el mundo de la «discapacidad» (un eufemismo sin justificación muchas veces) hasta haber sido incapacitada por la madre (dice que en su propio beneficio) en base a «normas» y sentencia judicial basada en un simple reconocimiento pericial de 15 minutos. La vida de mi hija se ha visto truncada por un examen forense absurdo y contradictorio que le quita su libertad (al quitarle su responsabilidad) y la deja sometida a una especie de vida vegetativa tras ignorarse su capacidad real y despachar judicialmente este tema en una vista de solo cinco minutos de duración, en la que los padres no pudimos siquiera declarar. Por cierto, la demanda de la madre solicita la «medicación» de su hija intentando obligarme a ello.
Esta es la realidad no es «Wikipedia». Un saludo.
Interesante artículo y enfoque.
¿Se podría hacer lo mismo con el tema de la sexsualización de la infancia?, donde si antes sólo había niños y niñas ahora hay todo un abanico para mayor confusíón de los infantes y mayor regocijo de los «adultos»
La legislación que ahora incluso permite que los tratamientos hormonales se puedan dar sin conocimiento de los jóvens, lo mismo que la píldora del día después, etc, etc
La necesaria normalización de la que de manera tan interesante nos ha explicado Doña Maite se aplica también a crios que no tienen que saber de «equipo» son, son niños, conviertiendo lo que antes era el infierno por solo haber dos equipos el A y el B en el megainfierno de que incluye desde la A hasta la Z y en varios alfabetos, sólo porque unos adultos se tengan que sentir a gusto con una eleccion pasada.
Se faltaba al respeto antes pero mas se falta ahora, porque los medios y conocimientos sólo han servido para amplificar el error buscando simplemente que la normalización obedezca simplente a criterios de poder.
Y ni les cuento y con la que está cayendo la normalización lingüistica, donde la dictadura de lo políticamente correcto no es ningún eufemismo.
En fin, una pena.
un cordial saludo