Los análisis más rigurosos y amplios del problema del acoso escolar nos hablan de espirales de violencia. Es decir, de comportamientos de agresividad como episodios que forman una sucesión permanente en las relaciones que establecen los menores. Solo menos de la mitad de los escolares españoles se zafan de formar, de una u otra manera, parte de dicha espiral. Implicados como tal, lo están nada menos que más de la mitad, y eso son muchas decenas de miles de niños y niñas.
El estilo de periodismo que se practica en nuestro país solo se preocupa de las noticias extremas concretas, que saltan como puntas del iceberg, de un fenómeno mucho más amplio que está en la base de la convivencia entre iguales en la escuela, y nos quieren hacer creer que se trata de momentos puntuales por parte de sujetos solo transitoriamente descontrolados.
En realidad, por los datos aportados por los investigadores, se trata de un estilo de vida practicado e interiorizado por los menores, que se asienta en varios pilares esenciales del mundo adulto. La competitividad llevada al extremo de la rivalidad, el beneficio para los más poderosos de los escenarios de conflicto, la pasividad manifiesta de las mayorías silenciosas, o la incultura y desinterés sobre los componentes emocionales básicos, son algunas de los más importantes. Para cada uno de ellos podemos encontrar con facilidad paralelismos en el mundo adulto, en el ámbito de la política, de la empresa, en los medios de comunicación o en las relaciones sociales, cargados de una agresividad y de unas malas intenciones que se desbordan en cuanto uno se fija un poco más de lo que suele hacer.
No cabe duda de que se trata de la reproducción y emulación por parte de los menores, que aún no han aprendido los recursos para jugar a aparentar lo políticamente correcto, del clima en el que se desenvuelven las relaciones de los adultos, en un ámbito concreto como la escuela, en el que todo ello es medible y cuantificable a diferencia de otros en los que es más difícil hacerlo.
El carácter menos disimulador y más abiertamente cómplice de los menores hace que resulten más visibles, así como la supuesta preocupación de la sociedad en lo relativo a la enseñanza, impide que estos “tornados” puedan ser debidamente encubiertos y enterrados, como los responsables de la sociedad del bienestar desearían, y aún lo siguen y seguirán intentando.
La perspectiva que arrojan los datos es abrumadora. En los primeros cursos de Primaria (1º-4º), caracterizada por una intensa socialización activa, el acoso ni es personal (los roles de acosadores y víctimas se intercambian con facilidad entre el conjunto), ni es “estructural” (similares situaciones conflictivas son resueltas de distintas maneras). Por lo tanto, se deduce que los problemas inherentes que resultan de la convivencia de los menores son abordados desde la perspectiva del deseo colectivo de su posible solución para todos. En cambio, a partir de esa edad (10-11 años), y hasta la entrada en el Bachillerato (17 aprox.), progresivamente se van consolidando los papeles que cada uno adopta, y, sobre todo, se asume e interioriza la necesidad de recurrir a la violencia como fórmula principal para encarar, atajar y resolver los conflictos de la convivencia.
Se entiende que, en esta última franja, de manera progresiva, el menor llega a ciertas conclusiones fatídicas. Primero, que los conflictos son la antesala irremediable de una guerra en ciernes inevitable. Segundo, que la violencia como recurso para afrontarla es abiertamente legítima. Tercero, que al mundo adulto circundante esas cuestiones no le importan demasiado, en tanto en cuanto no le afectan al desarrollo de sus competencias laborales, a sus funciones profesionales o tengan consecuencias económicas desfavorables. Y cuarto, que el fin es tratar de ocupar un lugar de privilegio y seguridad, desde el que conseguir la derrota de quién se interprete que pueda amenazarlo. Todo un juego completo de las dinámicas en pos de un Poder –que se suponía que debería ejercer el mundo adulto–.
Algunos malintencionados interpretarán que estamos hablando soterradamente de las prácticas de la Hacienda Pública –pues es harto sabido que “somos todos” (aunque debe de ser que unos más que otros)–, pero nada más lejos de la realidad. Se trata de revelar la manera en la que nuestros menores se van abriendo camino para hacerse adultos, siguiendo los pasos, métodos y recursos, que van aprendiendo de facto del entorno que les educa. Y ese entorno parece transitar del “sálvese quien pueda” de la madre temerosa e hiperprotectora, al “si te dan, tú das” del padre justiciero y vengativo, que avalan con certeza la sensación generalizada de que la violencia contra los demás asegura evitar la violencia potencial sobre ti mismo. La ley del Talión en formato juvenil aplicada tanto en su perspectiva preventiva como coercitiva.
Ha habido muchas e interesantes intervenciones sobre este fenómeno, pero indudablemente incapaces de atajar la amplísima dimensión del problema. Por el carácter revelador de ambas, es interesante destacar dos iniciativas. Una de ellas, es la aplicación en los centros escolares de programas de Mediación en conflictos, a través de la designación de equipos y figuras que intervienen cuando surgen estos. Destaca el hecho de que son los propios alumnos y alumnas de cada curso quienes se encargan de abordar y resolver el problema que ha surgido, con un índice muy alto de éxito. Es decir, que cuando a los jóvenes se les da la oportunidad de encarar el problema de una manera no violenta, casi todos ellos son capaces de erradicar la violencia como recurso directo, obviando a los adultos y poniendo en evidencia su clamoroso fracaso.
El otro, a diferencia de los programas que ponen el acento en el agresor, la víctima o ambos –que suelen resolver el conflicto puntual, pero pocas veces modifican los roles que han adoptado en el futuro–, es llevar a cabo una sensibilización especial hacia los colectivos afectados, para que sean los no involucrados personalmente en el problema suscitado, quienes actúen. Afean al agresor su conducta sin excluirle, y defienden a la víctima protegiéndola y facilitando su capacidad para hacerse valer, posibilitando una ulterior convivencia real.
Y me pregunto: ¿del colectivo de los maestros, educadores y profesores, cuántos son los que entienden que ese problema es su problema, y que la responsabilidad de su función está más allá de lo suscrito en su contrato laboral, y que su presencia adulta es inseparable del referente que deben jugar con los menores? ¿No será esta realidad otra más en la que el mundo adulto la crea, la favorece y facilita para sus propios intereses, para luego desatenderla mirando para otro lado? Se crearán comisiones, se harán congresos, se pagarán estudios al respecto, se subvencionarán colectivos que intervengan, con el fin de lavarle la cara al problema, mientras se discutirá siniestramente en los despachos de qué manera poderle sacar más provecho.
Y es que el sentimiento de culpa que subyace a la manera en la que tratamos a nuestros niños, nacidos o no, a veces asoma irremisiblemente sin que podamos ocultarlo, pese a sus histriónicas maniobras. ¿Verdad querido Julen?
Rechazo el supuesto de convivencia entre iguales en la escuela. No la hay porque tampoco la hay en la familia ni en ninguna parte (quizás en algún convento haya simulacros de igualdad –cada uno aislado en su habitación). No la hay ni la puede haber porque no hay dos humanos iguales por razones biológicas, culturales y circunstanciales. Quienes quieren ver «en acción» las consecuencias de nuestras diferencias solo tienen que abrir los ojos. En relaciones de largo plazo, generalmente limitadas a un grupo pequeño, la tolerancia de las diferencias es esencial para su duración. Y no extraña que los intentos de quienes se creen «bien intencionados» queriendo imponer «igualdad» sea causa de conflictos.
Pero también rechazo que nuestras vidas están marcadas por espirales de violencia. Sí, hay escaladas de violencia y algunas terminan pronto y muy mal. Pero la gran mayoría de las escaladas se terminan porque sabemos votar con los pies: nos tapamos los oídos y los ojos, y nos marchamos. Y las más graves se terminan porque las partes temprano o tarde sucumben a la razón: el costo de un triunfo puede ser muy alto, mucho más alto de lo que estamos dispuestos a sacrificar –sí, esto es lo que se llama disuasión y funciona. Aunque reconozca la importancia de la estupidez y la maldad en la humanidad, también reconozco que lo estúpido y lo malo tienen límites –si no fuera asi, la población mundial nunca habría aumentado tanto como para asustar a otros «bien intencionados» y servir de excusa a científicos falsos sobre los límites de la naturaleza al aumento de la población.
Estos comportamientos son igual de comunes en numerosos mamíferos y forman parte del proceso de aprendizaje y si –en vez de tratarlos en positivo reconduciéndolos como aprendizaje de los mecanismos de defensa y ataque naturales– pretendemos alterar el comportamiento normal de nuestra especie a lo mejor estamos haciendo algo regresivo y disfuncional. Al final los instintos básicos siempre terminan saliendo por donde menos se espera y quizás lo que ya está sucediendo en el entorno escolar es su resultado.
Lo digo porque las cifras que se dan de violencia en las aulas son inauditas para cualquiera de los nacidos en los años cuarenta, cincuenta y sesenta del siglo pasado. Ni de lejos se daban casos de bullying ni de violencia tan frecuente. Era algo muy raro y desde luego el responsable se la jugaba en el colegio y en su casa.
Durante el último par de meses me han llegado varios datos que apuntan a un rotundo fracaso de los modelos pedagógicos occidentales todos ellos debidos a falta de exigencia y de disciplina en las aulas.
El primero es una clasificación de los índices de Inteligencia que dan los jóvenes de muchos países del mundo. Los países asiáticos como Japón, China, Corea, etc. arrojaban unas medias de 108 mientras la media europea era de 98. Es decir una diferencia muy significativa.
El segundo fue un informe realizado en Noruega sobre los coeficientes intelectuales de los educandos actuales comparados con el mismo dato de hace 30 años mostrando un perceptible deterioro.
Con este tipo de diferencias nadie debe sorprenderse de que China sea ya de largo el país del mundo de mayor volumen de solicitudes de patentes. Más del doble de USA. Y que Europa, toda ella va por detrás de Corea del Sur.
Añadamos el dato ya conocido y citado por El País hace años de que ningún estudiante de bachillerato de UK pasaría las pruebas de acceso a la politécnica de Shanghái.
La energía de los jóvenes se canaliza mucho mejor con el deporte pero si nuestra aulas y cuerpos docentes tienen como prioridades garantizar que el «género» es el deseado por el niño nadie debe sorprenderse de estas cosas.
En la vida hay que saber defenderse y jugar en equipo esto requiere práctica y buenos principios.
Supongo. Pero resulta que hoy nos prefieren indefensos y sumisos.
Saludos
Hola Manu, gracias por confirmar lo absurdo de pretender convivencia de iguales en la escuela. Aunque tengo mis dudas sobre la calidad de los datos que usted menciona, no me extrañaría que sí haya habido un aumento significativo en los conflictos entre escolares de primaria y especialmente secundaria, pero porque la masificación escolar hoy incluye un porcentaje importante de escolares con poco o ningún apoyo familiar. Este apoyo es fundamental para que en la escuela los escolares se auto-controlen. Quizás esa sea la causa principal de las diferencias que hoy observamos entre Asia y Occidente, pero si así fuera, uno debería apostar a que en algún tiempo futuro las diferencias disminuirán más por «la decadencia de Asia» que por un renacimiento de la autoridad parental en Occidente.
En todo caso, los análisis basados en promedios sin tener en cuenta las distribuciones (y por lo tanto las varianzas) tienen cero valor. La «diferencia» en toda sociedad (supra o sub nacional) la hacen los mejores, aunque tanto nos cueste identificarlos, y excepcionalmente los peores, cuando por razones que también nos cuesta identificar constituyen un número no despreciable de la población.
No estoy muy segura que los datos estadísticos ligados únicamente a “excelencias académicas”, sean los medidores ideales para describir un ámbito que abarcar muchos más aspectos humanos, como es el de la educación.
Pueden impresionarnos la cantidad de estudiantes de Shangai que acceden a esa “excelencia”, pero no sé si no dejaría de hacerlo la cantidad que se queda en el camino (es una población, la china, en términos comparativos con la occidental, por ejemplo, de una gran enormidad), y en qué condiciones.
Inclusive sería interesante indagar en la condiciones psíquicas y físicas en las que muchos logran sus metas.
No creo que la dureza de las condiciones educativas, volcadas en conseguir “objetivos” valorables en una determinada forma social, pueda tomarse como “modelo” de educación.
Estamos en unos momentos en los que esos objetivos, transformados en “materias” a impartir y hacer que los alumnos hagan “suyas”, están haciendo crisis.
¿Qué esas crisis son más evidentes en el mundo occidental?, es posible, no por ello deben, creo, minimizarse o simplificarlas a una relajación extrema en cuanto a permisividad o descallificación del esfuerzo, o al menos, no solo reducirlo a eso.
Esos factores pueden estar incidiendo como elementos añadidos a una serie de otros emergentes, contribuyendo al conflicto y a la confusión.
Deduzco del artículo de Carlos, quizás mal deducido, que planteamos a nuestros niños y adolescentes unos escenarios de crisis y paradojas que actualmente sufre la sociedad “adulta”, escenarios a los que no sabe, por ahora, hacer frente con la suficiente eficacia y madurez, y seguramente el espacio de la escuela, que no está para eso.
Esta disfunción, seguramente no lo suficientemente profundizada, podría ser uno de los elementos importantes, junto con las nuevas formas de comunicación tecnológicas, con la aceleración vertiginosa de la in-formación, ante las que los que nos denominados “adultos” tampoco sabemos cómo comportarnos, en los fenómenos descritos en el artículo.
La gestión de los conflictos derivados de la interrelación no son los mismos a distintos niveles de edad.
Pero es que, seguramente, tampoco las nuevas generaciones, tengan mucho que ver, incluso biológicamente, ni siquiera con las de sus abuelos.
Tengo la impresión de que se tiene poco en cuenta este matiz, o quizás tampoco se haya observado bien.
Los planteamientos educativos parecen moverse en función de lo demandado, o lo que se cree que piden, las sociedades conformadas en base a unos consensos formales, que varían en función, principalmente de políticas económicas.
No parece tenerse en cuenta, que, seguramente esa variabilidad en cuanto a criterios económicos esté indicando algo más profundo, variaciones mucho más aceleradas que en otros tiempos de la historia de la humanidad, en cuanto, por ejemplo, receptividad, sensitividad y sensorialidad.
Aquello de “emocionar la inteligencia” de otro artículo de este blog, respecto a los incipientes descubrimientos en la denominada “inteligencia emocional”, me parece interesantísimo.
Las emociones, aquello que dinamiza, lleva al movimiento (muy diferente del “estancamiento”, donde parece que el adulto de este modelo social hemos asentado nuestra definición de “confort”), son vividas de manera muy diferente a niveles diferentes de edad, pero sin embargo, los actuales modelos educativos parecen empeñados en homogeneizar esas vivencias, y lo que es peor aún, imponer en ellas la impronta de una gestión e identificación de valores de la sociedad donde se desarrolla esa educación, cuando esa misma sociedad está en crisis, y la causa de la misma son los valores y principios que intenta fijar».
Quizás haya que revisar con qué criterios definimos «valores», antes de imponerlos en las escuelas, a lo mejor.