
Estamos tan habituados a reivindicar el derecho a la libertad de pensamiento y de opinión como una característica fundamental de nuestra democracia, mirando incluso por encima del hombro a los países que no lo respetan, que llama la atención cuando nos detenemos a observar cómo ejercemos ese derecho en nuestra vida cotidiana. Miremos a donde miremos nos encontramos con ejemplos que niegan, o al menos cuestionan, el uso real que hacemos de esa libertad.
Otro asunto es si creemos que nuestra forma de pensar o de actuar refleja que, efectivamente, estamos haciendo el uso que queríamos de esa libertad, como seguramente muchos crean, o si, por el contrario, lo que está pasando en realidad es que, cuando somos previamente adoctrinados o dirigidos, sin percatarnos de ello, lo que nuestro comportamiento refleja es que nuestra libertad de pensamiento ha quedado reducida, de hecho, a que queramos hacer justamente lo que nos han inducido, manipulado, para querer. ¡Convencidos, además, de lo libres que somos!
Fijémonos, por ejemplo, en el consumo. La mayoría de las personas dedican a ello la totalidad o gran parte de sus ingresos. Por supuesto, el concepto no es preciso y ahí se incluyen artículos o bienes estrictamente necesarios para nuestra vida cotidiana, junto a otros más o menos superfluos y caprichosos. En todo caso, seguramente la mayoría de la gente esté convencida de que, sobre todo en este segundo grupo de bienes, compra lo que quiere y cuando quiere. Es más, que permitirse tal o cual capricho es la mejor manera de ejercer su libertad en la vida cotidiana. Compra lo que le apetece, nadie le obliga. ¿Realmente es así? ¿Nadie le induce a ello?
Si verdaderamente nadie nos induce a comprar lo que ni necesitamos ni habíamos pensado comprar, ¿para qué sirve la publicidad? ¿Por qué se gastan tanto dinero en marketing las empresas si no pretendieran inducirnos a comprar lo que a ellas les interesa? ¿No es un claro ejemplo de cómo nos convencen, sutil pero eficazmente, para que acabemos haciendo lo que otros quieren que hagamos?
Se estima que en 2023 las empresas españolas gastaron en marketing casi 32.000 millones de euros (M€), un 2,13% del PIB y, para hacernos una idea de la importancia de esa cantidad, es más del doble de lo que esas empresas invirtieron en I+D ese año (12.678 M€), según la Fundación COTEC.
Para entender la eficacia de la inversión en marketing hay que tener en cuenta su creciente orientación hacia la publicidad personalizada, hecha a la medida de los gustos de cada uno, que permiten las herramientas tecnológicas que van saliendo al mercado, desde las habituales cookies hasta la Inteligencia Artificial. Un despliegue de recursos en el que, desde luego, no incurrirían las empresas si no creyeran que les es muy útil para mejorar sus ventas.
¿Y no es esto una forma sutil, suave, de crearnos necesidades donde no las teníamos, de inducirnos a gastar nuestro dinero, de reducir nuestra libertad, en definitiva? ¿Por qué los poderes públicos apenas ponen límites a la actividad publicitaria de las empresas?
Teniendo en cuenta que el consumo de los hogares constituye casi el 60% del PIB de España y que los ingresos que recauda Hacienda por el IVA de todas las actividades, incluyendo las correspondientes al consumo de las familias, superan ya los 84.000 millones de euros, siendo los segundos más importantes, tras el IRPF, se entiende que los poderes públicos se comporten como juez y parte en esta cuestión: les va mucho en que el consumo de las familias crezca lo más posible.
Por otra parte, para la gran mayoría de las personas en nuestra sociedad el consumo, cuando va asociado con caprichos, actividades de ocio o seguir cierta moda, encarna algo así como la “alegría de vivir”, la felicidad que realmente se puede comprar con dinero y, sobre todo, la válvula de escape que permite sobrellevar la enorme presión competitiva que soportan nuestras vidas en el ámbito laboral.
Por tanto, parece que todos estamos de acuerdo: ¡cuantas más cosas innecesarias podamos comprar, tanto mejor!
¿Algo que objetar?
Imaginemos por un momento que llegue un día en que nos gobierne alguien que le importe de verdad el desarrollo de nuestra libertad como individuos, como seres humanos. Una de las primeras cosas que quizás se plantearía es que, nuestra libertad se ampliaría en la medida que fuéramos capaces de reducir nuestras necesidades, por lo menos las que son artificiales. Desde luego, tendría que hacer un enorme esfuerzo pedagógico para convencernos de que tiene razón. Porque, en última instancia, cada uno debe ser libre de decidir cómo amplia su libertad y si quiere hacerlo reduciendo sus necesidades, o prefiere seguir dependiendo de ellas.
No sé si ese gobernante lo conseguiría, pero al menos sería interesante plantearnos el debate, la reflexión, de a qué llamamos ser libres y si realmente queremos serlo.
El publicista americano Edward Bernays, sobrino de Sigmund Freud escribió en 1927 el manual «Propaganda» que fue inmediatamente trasladado a la política.
El primer capítulo se titula «Organizar el caos» y empieza:
«La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las masas, es un elemento de importancia en la sociedad democrátrica. Quienes manipulan este mecanismo oculto de la sociedad, constituyen el gobierno ionvisible que detenta el verdadero poder que rige el destino de nuestro país».
Se dice que ha sido el libro de cabecera de los regímenes totalitarios del mundo. Entre ellos Stalin o Mao.
Un saludo.
Aunque dicen los expertos que la naturaleza del deseo siempre es la misma ( cuestión que dejo en sus manos), si parece evidente que el tipo de deseo es muy diferente.
No es lo mismo desear asistir a un buen concierto de música clásica o desear emocionarte con el arte, que poseer un rolex o un yate, que son deseos relacionados con lo material y tangible.
A pesar de que no es igual desear emocionarte con el arte que hacerlo verdaderamente, si se necesita un mínimo de sensibilidad y cultivo de uno mismo.
Para impulsar el segundo grupo de deseos con apelar a la ostentación (la apariencia), confundir lo que uno es con lo que tiene, sería suficiente.
Elevado a la política, para fomentar en los ciudadanos el gusto por la cultura, tendría que realizarse un esfuerzo de planificación e inversiones en educación posiblemente individualizada, a largo plazo
Para el segundo grupo, simplemente con un bombardeo de publicidad y marketing correctos por mucho dinero que cueste, bastaría.
Sin embargo las consecuencias para el gobernante de turno son muy diferentes, la fabricación de compradores compulsivos por mucha inversión que se haga, no tiene nada que ver con la creación de un individuo selectivo frente al hecho cultural.
En definitiva aborregar al personal, para adoctrinarle mas fácilmente, es mucho mas práctico para un político, que intentar que los gobernados crezcan y tengan criterio sobre lo que leen, escuchan o a quien votan en unas elecciones.
Un abrazo