El fin de semana pasado hice un taller intensivo de 12 horas de reciclaje de basuras en las casas. Complejo asunto. Llené un cuaderno de apuntes y nos dieron un manual de 200 y pico páginas bastante bien organizado y muy claro pedagógicamente hablando, pero voy a tener que dedicarle más tiempo al estudio y encerrarme en casa hasta el próximo sábado, que es cuando tenemos el examen.
La primera tarea ya la he llevado a cabo, y creo que con satisfacción e incluso cierta elegancia. Me explico: tengo una cocina bastante pequeña (bueno, toda mi casa es pequeña), y con gran dolor de mi corazón, comprobé que el “armario para reciclaje de metal de 33,5 x 136 x 25 cm. en color blanco, con 3 puertas y 3 cubos de 15 L.” que compré el lunes por 149 euros en Leroy Merlin, a pagar en tres plazos, de muy buena calidad y muy cómodo, no me cabe en ninguna parte de la susodicha cocina. Al estar compuesto por tres recipientes (verde, amarillo y blanco) en vertical, y ser bastante estrecho (33,5 cm) había pensado que dispondría de espacio para situarlo a la derecha de la nevera, trasladando la mesa hasta la misma puerta, y, en efecto, cabe de ancho, pero es tan alto que la parte superior choca contra el calentador eléctrico de 30 litros. Y aunque solo es por unos pocos centímetros, con lo que pesa el calentador, resulta imposible moverlo de sus fuertes anclajes, aparte de que no hay espacio por arriba, porque está ya casi tocando el techo. Es cierto que es un doble techo y podría quitarlo, pero eso ya es una obra mayor, porque los cables de la luz y las tuberías van por ahí dentro. Me lo estuve planteando y de hecho practiqué un agujero en el falso techo e hice fotos como documentación de descargo para aportar al examen, intentando ganar más tiempo, pero por suerte se me ocurrió una solución muchísimo mejor:
¿Por qué no poner el precioso mueble metálico en el salón? Al fin y al cabo, supone un homenaje viviente y de uso cotidiano al gran impulso social para la protección y conservación del medio ambiente, y personalmente me siento orgulloso de esta trascendental lucha por la salvación del planeta, y de la raza humana que, cada vez más unida y concienciada, se solidariza con dicha lucha. Fue una emoción tan clarividente la que sentí que la noche del lunes casi no pegué ojo, pensando en cuál podría ser su ubicación en el salón, pero sin poder mover los muebles por la hora tan tardía que era. Así que el martes, a primera hora, desplacé mi Samsung de 55 pulgadas, con su barra de sonido y sus decodificadores, hacia la derecha, justo delante de la puerta del balcón (no hay otro sitio), y coloqué en su lugar el precioso armario reciclador. El sofá y los dos sillones, tan pegaditos unos a otros, tuve también que recolocarlos para enfrentarlos a la tele, pero ha quedado un sillón delante de otro, y este a pocos centímetros de la enorme pantalla con capacidad de resolución de hasta 4K. De hecho aún no tengo decidido si uno de los dos sillones lo debería girar todo lo posible para que quedase mirando al armario reciclador en vez de a la Samsung.
Es cierto que para llegar con los platos sucios y las cacerolas hasta los cubos de basura, abrirlos y hacer uso de ellos hay que pasar por encima del sofá, pero he pensado ponerle a este una nueva funda de tela plástica impermeable, que aguante manchas de todo tipo de residuos. Lo que también he comprobado hoy jueves es que este sistema deja un cierto mal olor en el salón —que es difícil evacuar porque no puedo abrir el balcón—, pero como nos han explicado en el curso, la valoración de los olores se basa en meros conceptos culturales y antropológicos, y está sometida a viejas convenciones de origen pre-ecologistas, que hay que modificar urgentemente. Lo que consideramos mal olor tiene que llegar a ser una fragancia, no solo soportable, por supuesto, sino tan elegante y agradable que podamos utilizarla como adorno para nuestro propio olor corporal. De ahí que el viejo chiste de un perfume denominado —en broma— “eau de cloaque”, un día dejará de ser un chiste porque lo llegará a comercializar la mismísima casa Dior.
Bueno, lo dejo que tengo que estudiar. Me sé al dedillo la consigna de las 3R: Reducir, Reutilizar y Reciclar, con todas su variables y sus casuísticas, pero tengo que hincarle el diente a la de las 7R, que, eso sí son palabras mayores.
Todo sea por salvar el planeta (por suerte, casi sin necesidad de salir de casa).
Enhorabuena por su fina ironía para justificasr nada menos que la salvación del planeta, tareas que sólo parecçian encomendadas a Supermán, Flash Gordon y demás personajes distópicos e irreales de la ciencia-ficción.
Es con buen humor y un pelín de «mala leche» (y mucha racionalidad) la mejor forma de tomarse estas paranoias que cada vez más, sin que nos demos cuenta, van restringiendo derechos y libertades en este «mondo cane».
Ahora siguiendo la estela del surrealismo social, se nos anuncia la «ciudad de 15 minutos». Un intento más de evitar esa mortífera movilidad a que el alma nómada, curiosa, inquieta y malvada de los seres humanos se ha acostumbrado desde hace millones de años. Otra costumbre «antropogénica» que es preciso erradicar dejando los cielos sin vuelos, las carreteras y calles sin vehículos, los mares sin barcos, los trenes para jugar los niños…. sólo las piernas y en un perímetro máximo de 15 minutos de duración. ¡Es que son unos santos….!
La idea parece que se ha «parido» (nunca mejor dicho) en el espacio académico de Oxford nada menos, pero por mi parte ya la conocía como diseño ideal urbano allá por los años 70 que inevitablemente iba a chocar con el capricho personal de cada cual.
«Y las cienciass adelantan que es una barbaridad…» dice la canción.
Un saludo.