En este modelo, todos vendemos algo. Lo primero que vendemos es a nosotros mismos. La estrategia de marketing y el disfraz varían en función del destinatario y del ambiente y nos movemos como ese hombre camaleón, que Woody Allen presentaba en la genial Zelig.
Vivimos en un gran mercado, en el que todo se compra y se vende. Y, así, en las escuelas de Derecho todas las modalidades de contratos derivan y se estudian a partir del primer arquetipo: la compraventa. Un intercambio de algo por dinero. Esa cosa tan evanescente, que se basa en la confianza de la gente en que sirve como medio de pago. Sí, ya sé que respaldado por Estados, endeudados hasta las cejas, pero Estados al fin y al cabo.
La actitud vendedora está tan profundamente arraigada que la trasladamos del ámbito profesional al personal, presentándonos en cada ambiente como queremos ser percibidos, para obtener a cambio lo que deseamos (afecto, confianza, seguridad …)
Y en este modelo es natural que vendamos, ya que necesitamos los papelitos para subsistir. Y subsistir sigue ocupando un gran espacio de nuestra estructura cognitiva y robándonos gran parte de nuestra energía. Quizá por eso, la actitud vendedora nos la hayan implantado tan en la raíz.
Para vender, tiene que haber un comprador. Y para que alguien desee comprar tiene que sentir la necesidad de poseer. Y cada vez hay que vender más ya que una empresa que no crece está muerta en estos mercados.
Cada Navidad y post-Navidad, con sus rebajas, asistimos a actitudes compulsivas de compra, perfectamente inducidas y orquestadas. La rueda tiene que seguir girando, para que esa bici en la que todos vamos montados mantenga el precario equilibrio.
La otra pata del modelo se apoya en la premisa de que cada agente en el mercado busca maximizar su propio beneficio. Perdón por los palabros, pero así es como se estudia en las escuelas de economía. Ahí nos enseñan que los modelos económicos tratan de partir de comportamientos racionales del ser humano, para poder predecir el movimiento de los mercados.
Y la gran premisa sobre el comportamiento es que sólo es “racional” perseguir el máximo beneficio económico.
En la carrera pensaba que esto era sólo reflejo del actual estado egoísta del ser humano, estado del que los economistas partían para elaborar modelos fiables que sirvieran para predecir el futuro.
Ahora creo que el modelo económico ha ido construyendo un concepto de lo que entendemos por ser humano.
Con estos dos elementos, podemos definir ese concepto de ser humano de nuestro actual modelo económico: un vendedor que interactúa en los distintos mercados (ya sea profesionales o personales) para maximizar su propio retorno.
Alguno pensará ¡qué exagerado! Las cosas suelen desarrollarse de forma más natural. Y es verdad que cuando interactúan personas se cruzan sensaciones, emociones o incluso encuentros inesperados… pero el modelo pretende convencernos de que somos máquinas de puro intercambio. Y no nos engañemos, el aumento de las interacciones por medios digitales favorece la mecanicidad y reduce la posibilidad de sorpresa.
El profesor de filosofía de la Universidad de Nueva York, Jesse Prinz, dice que la más humana de las emociones es el asombro (“wonder”). Y el asombro (en español, la no-sombra) es esencial en las tres actividades únicas en el ser humano, que no encontramos en el mundo animal: la ciencia, el arte y la mística.
Dice Prinz que el asombro tiene una primera manifestación sensorial: abrimos los ojos y activamos nuestros sentidos como si quisiéramos percibir más allá. Una segunda cognitiva: nos quedamos sin aliento, al no encontrar referentes de experiencia que expliquen lo que acabamos de percibir. Y una dimensión espiritual, cuando miramos al más allá buscando sentido (“we look upwards in veneration”).
Decía el antiguo catecismo del padre Ripalda (que probablemente bebió de tradiciones hinduistas) que el “mundo”, como uno de los enemigos del alma, nos susurra engañándonos con “los dichos y usos de los mundanos”. Traducido, el modelo nos cuenta “vendedor, busca tu máximo beneficio, que lo necesitas para subsistir”.
Pero el asombro siempre nos invita a mirar más allá. El niño ríe cuando descubre algo nuevo. Y quizás esa fuente de la felicidad, de la que todos deseamos beber, se encuentre en ir tirando de ese hilo de lo desconocido, siguiendo el rastro del asombro.