
Parece algo sin importancia, pero creo que el hecho de que se trate de una práctica que se esta imponiendo a nivel mundial (global, se dice ahora) de forma tan sibilina, instalándose poco a poco en los diferentes negociados, e incluso con el marchamo de beneficiosa para los intereses de los usuarios, y con ese matiz de conquista de nuevos derechos, nos está haciendo olvidar que estamos viviendo en un mundo donde uno de los mayores peligros emergentes es el cada vez más exhaustivo y pluridimensional control que ejercen los poderes.
Me refiero, para decirlo de una vez, a esa especie de rutina de pedir al consumidor, al cliente, al usuario de taxis, restaurantes, academias de enseñanza, compañías telefónicas, retretes públicos, supermercados, bancos, clínicas y hospitales, páginas web y qué se yo cuántas cosas más, que le ponga nota al señor o a la señora, o a los señores y señoras que le han atendido. Que califique, que evalúe, que juzgue, no solo la amabilidad, sino la eficacia, la limpieza, la capacidad, la simpatía, la entrega del currante en cuestión… Puede ser desde una simple calificación de 0 a 10, hasta casi un auténtico test de personalidad. No sé qué harán los jefes (o el departamento correspondiente, con nombre en inglés) con las repuestas recibidas, pero puedo imaginar perfectamente que al final se emplearán para afilar aún más la espada que pende sobre la cabeza del sufrido operario.
Lo peor es que hasta ellos mismos están atrapados en la trampa. Están obligados a asumir que necesitan muchas y excelentes calificaciones. Estuve este verano haciendo un breve curso de inglés y al terminar el profesor me suplicó que no dejase de rellenar la página de evaluación. Fue un profesor magnífico y de excelente trato, con el que aprendí bastante, y así se lo dije a él, pero le expliqué que me negaba a calificarle por una cuestión ética. No quiero ser el correveidile de sus superiores, no quiero participar para nada en la organización de la empresa para la que trabaja. No quiero influir en absoluto en la opinión que otros puedan tener de él por mis valoraciones. Que, por otro lado, siempre serán triviales e infundadas, pues no conozco las circunstancias económicas y laborales en las que se encuadra su actividad profesional, en la que, además y por definición, soy habitualmente incompetente.
Y él no acababa de entenderlo, aunque no tuvo más remedio que aceptarlo, claro. Porque, hasta ahora, nadie te puede obligar. Una vez le dije a un taxista de Uber, con el que había viajado charlando agradablemente, que no iba a ponerle ninguna calificación. Le dije: Si hoy le pongo un diez a un conductor como usted, porque me ha caído muy bien, es más que probable que pasado mañana le ponga un tres a otro porque me ha caído mal. Por cualquier tontería, por su tono al hablar, por su silencio, porque ese día me he levantado yo con el pie derecho, o tal vez él… Y no estoy dispuesto a entrar en esa dinámica. No asumo la delación. Otra cosa es que me esté tratando mal, o que conduzca peligrosamente, o demasiado despacio, o borracho… Esas son cosas que yo tendré que tratar directamente con él sobre la marcha, como siempre ha sido. Y, si de forma extraordinaria se produce algún problema grave, algo a todas luces inadmisible, claro que querré hacer una reclamación a su empresa. Pero calificarle de forma sistemática…
Es el nuevo ojo de Dios, un Dios más calvinista que católico romano, hay que decirlo, pero cuya electrónica mirada se hace más y más potente para alcanzar a supervisarlo todo. Todo lo que puede poner en peligro el negocio, claro. No el fondo de la cuestión: con las apariencias bastan. Bajo el marchamo de la “eficacia”, y la “mejora del servicio” continúan deshumanizando todo el tinglado, utilizando las redes y la informática como un rodillo imparable.
A nosotros, los ciudadanos de a pie, el asunto nos crea aún más confusión. Somos “usuarios con derechos”. Nos hacen creer que poseemos algún poder. Y en un creciente número de negociados. Por eso cada vez más nos creemos que somos “algo”. Y si en realidad somos algo, ese algo no es más que una compleja serie de números, o de algoritmos, palabra que no sé lo que realmente significa, pero que son tan solo valiosos para la empresa.
No me extrañaría que no dentro de mucho, a las puertas de la muerte, en lugar de darte la extremaunción te den a rellenar un cuestionario para que evalúes cómo te ha tratado la vida, como usuario de ella que has sido. Y te vayas al otro barrio más contento que unas pascuas pensando que tus perfectamente justificadas protestas y puntualizaciones, que supones llegarán al Dios de los altos cielos, van a hacer que por fin en este mundo cambie algo.
Completamente de acuerdo. Vengo haciendo lo mismo desde hace años (Bancos, Telcos, etc) Habría que dar un paso más y quejarse directamente a la compañía.
Saludos
Felicidades por el tema del artículo que deja al descubierto las manipulaciones permanentes de las sociedades desde eso que llaman «ingeniería social».
Que las compañías y diferentes servicios públicos pretendan hacer creer al usuario que su opinión les impor ta, es ya una ofensa a la inteligencia cuando se sabe que ellos «orientan», «estimulan» o «imponen» aquello que les interesa comercialmente, no lo que interesa al consumidor. Crear «necesidades» absurdas y ficticias es buena parte de su trabajo.
El simple hecho de que deba utilizarse un sistema protocolario determinado obviándose cualquier otro comentario, es una muestra más del cinismo comercial y de servicios hacia los usuarios.
Que eso ocurra en cuanto a intereses particulares económicos podría darse por sentado, pero que eso se translade al mundo institucional, nos da una idea de la deriva peligrosa del mundo que hemos construido donde se olvida nuestra condición humana.
Lo veo del mismo modo Miguel Angel.
Es una forma absolutamente descarada de control del trabajador, bajo una apariencia de colaboración del consumidor para mejorar los servicios, el enfoque responde por tanto, a un mecanismo perverso.
Si somos mal atendidos, ya pediremos la hoja de reclamaciones, con eso tendría que ser suficiente.